¿Vienes con nosotros?
Toadvine miró al juez. No sé, dijo. Puede que allí me arresten. Si voy a California.
¿Arrestarte?
Toadvine no respondió. Estaba sentado en la arena y formó un trípode con tres dedos y los hundió en la arena y los hizo girar y los introdujo de nuevo de forma que quedaron seis agujeros en forma de estrella o de hexágono y luego lo borró todo. Alzó la vista.
Quién hubiera pensado que una vez aquí no tendríamos un país adonde ir.
El chaval se levantó y pasó la correa de la cantimplora por encima de su hombro. Tenía la pernera del pantalón negra de sangre y el cabo ensangrentado del astil le salía del muslo como una clavija donde colgar herramientas. Escupió y se secó la boca con el dorso de la mano y miró a Toadvine. No es ese tu problema, dijo. Luego cruzó el pozo y empezó a subir por el terraplén. El juez le siguió con la mirada y cuando el chaval llegó a donde daba el sol se dio la vuelta para mirar atrás y el juez sostenía la talega abierta entre sus muslos desnudos.
Quinientos dólares, dijo. Pólvora y balas incluidas.
El ex cura estaba al lado del chaval. Acaba con él, dijo entre dientes.
El chaval cogió la pistola pero el ex cura le agarró del brazo y le susurró algo y cuando el chaval se apartó Tobin levantó la voz, tal era su miedo.
No tendrás otra oportunidad, muchacho. Hazlo. Está desnudo. No lleva armas. Santo Dios, ¿crees que podrás vencerle de otra manera? Hazlo, muchacho. Hazlo por el amor de Dios. Hazlo o te juro que vas a durar muy poco.
El juez sonrió, se tocó la sien. El cura, dijo. El cura ha estado demasiado al sol. Setecientos cincuenta y no subo más. Aquí el precio lo marca el vendedor.
El chaval se metió la pistola por el cinto. Luego, con el ex cura pegado a él, rodeó el cráter y partieron los dos hacia el oeste. Toadvine trepó al borde y los vio alejarse. Al poco rato no había nada que ver.
Aquel día anduvieron por un vasto pavimento de mosaico hecho de diminutos bloques de jaspe, cornalina, ágata. Un millar de acres donde el viento silbaba en los intersticios sin mortero. Hacia el este, atravesando el territorio montado en un caballo y tirando de otro, divisaron a David Brown. El caballo que guiaba iba ensillado y embridado y el chaval se paró con los pulgares metidos en el cinto y le vio llegar y mirarlos desde su montura.
Te creíamos en el juzgado, dijo Tobin.
Estuve allí, dijo Brown. Pero ya no. Los repasé de arriba abajo. Miró el pedazo de astil que sobresalía de la pierna del chaval y miró al ex cura a los ojos. ¿Dónde están vuestros pertrechos?, dijo.
Los estás mirando.
¿Habéis reñido con Glanton?
Glanton ha muerto.
Brown escupió dejando un punto blanco y seco en aquel grandioso campo chapeado. Desplazó con las mandíbulas la piedra pequeña que tenía en la boca para calmar la sed y se los quedó mirando. Los yumas, dijo.
Sí, dijo el ex cura.
¿Se los cargaron a todos?
Toadvine y el juez están allá abajo en el pozo.
El juez, dijo Brown.
Los caballos miraban fijamente al lecho de piedra en el que estaban parados.
¿Los demás están muertos? ¿Smith? ¿Dorsey? ¿El negro?
Todos, dijo Tobin.
Brown dirigió la vista hacia el este. ¿A cuánto está el pozo?
Hemos partido como una hora después del amanecer.
¿Va armado? No.
Los miró detenidamente. El cura no miente, dijo.
Guardaron silencio. Se tocó el escapulario de orejas marchitas. Luego hizo girar al caballo que montaba y se puso en marcha, tirando del animal sin jinete. Se volvió para mirarlos. Luego se detuvo.
¿Le habéis visto muerto? ¿A Glanton?
Yo sí, gritó el ex cura. Pues así era.
Brown siguió adelante, ligeramente vuelto en la silla, el rifle sobre la rodilla. Siguió mirando a los peregrinos lo mismo que estos a él. Cuando jinete y caballos se hubieron empequeñecido en el hondón dieron media vuelta y siguieron andando.
Hacia el mediodía siguiente empezaron a encontrar de nuevo objetos abandonados por las caravanas, herraduras desechadas y trozos de arnés y huesos y cadáveres resecos de mulos con las almohadillas todavía enhebilladas. Recorrieron el desdibujado perímetro de un antiguo lago en cuya orilla había conchas rotas, frágiles y acanaladas como fragmentos de cerámica entre la arena, y al atardecer descendieron por una serie de dunas y de escombreras hasta el Carrizo, un pequeño riachuelo que manaba de las piedras y corría hacia el desierto para desaparecer otra vez. Miles de ovejas habían perecido aquí y los viajeros pasaron entre las carcasas amarillentas todavía con sus guiñapos de lana y se arrodillaron a beber entre las osamentas. Cuando el chaval levantó la cabeza del agua una bala de rifle arruinó su reflejo en la charca y los ecos del disparo rebotaron entre los repechos salpicados de esqueletos y se perdieron vibrantes en el desierto hasta extinguirse. Giró sobre su vientre y se encaramó de costado, escudriñando el horizonte. Vio primero los caballos, hocico con hocico en una fisura entre las dunas que había al sur. Vio al juez vestido con los ropajes reforzados de sus antiguos socios. Sostenía la boca del arma en vertical mientras con la otra mano vertía pólvora dentro del ánima. El idiota, desnudo a excepción del sombrero, estaba agachado a sus pies en la arena.
El chaval corrió hacia una pequeña depresión en el terreno y se tumbó con la pistola en la mano y el reguero del manantial pasando a su lado. Buscó al ex cura con la mirada pero no le vio por ninguna parte. Entre la celosía de huesos podía ver al juez y a su pupilo en la colina a pleno sol y levantó la pistola y la apoyó en la horcajadura de una pelvis rancia y disparó. Vio saltar la arena en la cuesta que había detrás del juez y el juez se llevó el rifle a la cara y disparó y la bala pasó entre los huesos y las detonaciones se perdieron duna abajo.
El chaval permaneció tumbado con el corazón saliéndole por la boca. Amartilló la pistola una vez más y levantó la cabeza. El idiota seguía como antes y el juez caminaba tan tranquilo por la línea del horizonte buscando un punto de observación entre los huesos roídos por el viento. El chaval empezó a moverse también. Reptó hasta el riachuelo y se puso a beber, sosteniendo en alto pistola y cebador y aspirando el agua. Luego cruzó el riachuelo y bajó por un corredor entre dos dunas donde se observaban huellas de lobos. A su izquierda creyó oír al ex cura diciéndole algo y oyó correr el agua y se quedó a la escucha. Montó el arma al pelo y rotó el barrilete y recargó la cámara vacía y cebó y se levantó para mirar. La cresta por la que había avanzado el juez estaba desierta y al sur los dos caballos venían hacia él por las dunas. Amartilló la pistola y se agachó observando. Se acercaban por la pendiente árida, empujando el aire con la cabeza, batiéndolo con la cola. Entonces vio al idiota detrás de ellos como un oscuro pastor neolítico. A su derecha vio aparecer al juez entre las dunas y reconocer el terreno y perderse de vista otra vez. Los caballos siguieron avanzando y entonces oyó un ruido a su espalda y al volverse el ex cura estaba en el corredor hablándole entre dientes.
Mátalo, dijo.
El chaval giró en redondo en busca del juez pero el ex cura llamó de nuevo con aquel susurro ronco.
Al tonto. Mata al tonto.
Levantó la pistola. Los caballos pasaron uno detrás del otro por una brecha en la amarillenta empalizada y el idiota los siguió y se perdió de vista. El chaval miró hacia Tobin pero el ex cura ya no estaba. Avanzó por el corredor hasta llegar nuevamente al manantial, ligeramente removido por los caballos que estaban bebiendo más arriba. La pierna le había empezado a sangrar y se la empapó de agua fría y bebió y se pasó agua por la nuca. La sangre jaspeada que salía de su muslo formaba pequeñas sanguijuelas rojas en la corriente. Miró al sol.
Читать дальше