Randail no ayudó a llevar el cadáver porque era demasiado bajo. Cuando se alejaron por la pradera con el cuerpo del hermano a hombros los siguió portando el mosquete y el rifle del muerto y el sombrero del muerto. El hombre los vio partir. Allí no había nada. Se llevaban el cadáver por aquel yermo poblado de huesos hacia un horizonte desnudo. El huérfano se volvió una vez, le miró y se dio prisa en seguir a los demás.
Por la tarde atravesó el río Brazos por el paso McKenzie del Clear Fork y ahora caminaban él y el caballo uno al lado del otro hacia la ciudad en donde el fortuito conjunto de las farolas empezaba a formar en el largo crepúsculo rojo y en la oscuridad una falsa orilla de hospitalidad abrigada ante ellos sobre el llano bajo. Vieron enormes almiares de huesos, diques colosales compuestos de cráneos astados y los costillares curvos como viejos arcos de marfil allí amontonados tras alguna legendaria batalla, grandes riberos de costillas que se perdían en la noche de la llanura.
Entraron en el pueblo bajo una lluvia fina. El caballo relinchó y olisqueó tímidamente los jarretes de los otros animales emplazados frente a los burdeles iluminados por los que pasaban. Salía a la solitaria calle fangosa una música de violín y perros flacos cruzaban a su paso de sombra a sombra. Al final de las casas ató el caballo a una barra entre otros más y subió la poco empinada escalera hasta la luz empañada que salía del portal. Volvió la vista atrás una sola vez y miró la calle y las luces de las ventanas que se perdían en la oscuridad y el último resplandor en el oeste y las colinas bajas y oscuras de alrededor. Luego empujó la puerta y entró.
En el interior se había condensado una chusma más o menos agitada. Como si la tosca armadura de tablas erigida para contenerla ocupase una cloaca definitiva hacia la cual hubieran orientado sus pasos desde la pradera circundante. Un viejo con traje de tirolés arrastraba los pies por el entablado tendiendo su sombrero mientras una niña en bata corta accionaba un organillo y un oso vestido de crinolina evolucionaba de manera extraña sobre una tarima definida por velas de sebo puestas en hilera que chisporroteaban en sus charcos de grasa.
Se abrió paso hasta llegar al mostrador donde varios hombres en mangas de camisa sujetas por ligas servían cerveza o whisky. Detrás de ellos trabajaban niños yendo a por botellas y vasos a la trascocina. La barra estaba recubierta de cinc y el hombre apoyó los codos e hizo girar ante él una moneda de plata y luego la inmovilizó de un manotazo.
Hable o calle para siempre, dijo el mozo.
Whisky.
En seguida. Puso un vaso en la barra, descorchó una botella, sirvió como un octavo de pinta y cogió la moneda.
Se quedó mirando el whisky. Luego se quitó el sombrero y lo dejó sobre la barra y levantó el vaso y bebió muy pausadamente y dejó el vaso vacío en el mostrador. Se secó la boca y se volvió de espaldas a la barra y apoyó en ella los codos.
Observándole entre el humo que flotaba en la luz amarillenta estaba el juez.
Sentado a una mesa. Llevaba un sombrero redondo de ala estrecha y estaba rodeado de toda clase de hombres, vaqueros y boyeros y mayorales y carreteros y mineros y cazadores y soldados y buhoneros y jugadores y vagabundos y borrachos y ladrones y él estaba entre la hez de la tierra y los mendigos de toda la vida y estaba entre los vástagos fracasados de dinastías del este y en medio de aquella abigarrada asamblea el juez estaba y no estaba sentado con ellos, como si fuera una clase muy distinta de hombre, y parecía haber cambiado poco o nada en todos aquellos años.
Apartó la vista de aquella figura y se quedó mirando el vaso que sostenía vacío en las manos. Cuando levantó los ojos el mozo le estaba observando. Levantó el dedo índice y el otro le acercó el whisky.
Pagó, levantó el vaso y bebió. Había un espejo al fondo de la barra pero solo reflejaba humo y fantasmas. El organillo gemía y rechinaba y el oso evolucionaba pesadamente en el escenario con la lengua fuera.
Cuando se dio la vuelta, el juez estaba de pie hablando con otros hombres. El charlatán se abrió paso entre la multitud agitando las monedas en su sombrero. Putas de chillona indumentaria salían por una puerta que había al fondo del local y él las miró y miró al oso y cuando dirigió la vista hacia la sala el juez ya no estaba allí. Al parecer, el charlatán estaba en pleno altercado con unos hombres que estaban junto a la mesa. El charlatán gesticulaba con su sombrero. Uno de ellos señaló hacia la barra. Meneó la cabeza. En medio del alboroto sus voces eran incongruentes. El oso bailaba sobre la tarima como si en ello le fuera la vida y la niña le daba a la manivela y la sombra de la representación que el resplandor de las velas construía sobre la pared no habría encontrado referentes en cualquier mundo diurno. Vio que el charlatán se había puesto el sombrero tirolés y tenía las manos en jarras. Uno de los hombres se había sacado del cinto una pistola de caballería de cañón largo. Estaba apuntando hacia el escenario.
Unos se lanzaron al suelo, otros desenfundaron sus armas. El dueño del oso estaba parado como un feriante tenaz en una galería de tiro. El disparo fue atronador y a renglón seguido cesaron por completo los demás sonidos de la sala. La bala había atravesado al oso por la barriga. El animal soltó un gemido grave y empezó a bailar más rápido, sin romper el silencio más que con el batir de sus grandes patas sobre el entablado. La sangre le corría por la ingle. La niña atada al organillo estaba paralizada, la manivela a media subida. El hombre de la pistola disparó de nuevo y la pistola rebotó y rugió y otra vez el humo negro y el oso bramó y empezó a tambalearse como un borracho. Se tocaba el pecho y una ligera espuma de sangre le caía de la quijada. Luego se puso a farfullar y a llorar como un niño y dio unos cuantos pasos, siempre bailando, y se desplomó sobre la tarima.
Alguien había agarrado del brazo al causante de los disparos y la pistola iba de un lado a otro. El dueño del oso estaba estupefacto, estrujando el ala de su sombrero del viejo mundo.
Matad al puto oso, dijo el mozo.
La niña se había soltado del organillo y el instrumento cayó resollando al suelo. Corrió a arrodillarse junto al oso y empezó a mecerse con aquella enorme cabeza entre sus brazos sollozando sin parar. La mayoría de los clientes de la sala se habían levantado y estaban en el humeante espacio amarillo cruzados de brazos. Auténticas bandadas de putas se escabullían hacia la parte de atrás y una mujer subió al entarimado, pasó junto al oso y extendió las manos.
Se acabó, dijo. Se acabó.
¿Tú crees que sí, hijo?
Se dio la vuelta. El juez estaba junto a la barra y le miraba. Sonrió, se quitó el sombrero. La gran cúpula pelada de su cráneo brilló como un enorme huevo fosforescente.
Los últimos leales que quedan. Los últimos. Yo diría que están todos en el otro mundo menos tú y yo. ¿No te parece?
Intentó ver más allá del juez. Aquel corpachón le tapaba la vista. Oyó a la mujer anunciando que comenzaba el baile en el salón de la parte de atrás.
Y no han nacido aún los que tendrán buenos motivos para maldecir el alma del delfín, dijo el juez. Se volvió ligeramente. Hay tiempo de sobra para bailar.
A mí el baile no me interesa.
El juez sonrió.
El tirolés y otro hombre estaban inclinados sobre el oso. La niña sollozaba con la pechera del vestido oscura de sangre. El juez se inclinó sobre la barra y agarró una botella y la descorchó con la uña del pulgar. El corcho salió disparado como una bala hacia la oscuridad del techo. Se echó al gaznate un trago sustancioso y se apoyó en la barra. Tú estás aquí para bailar, dijo.
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