Cormac Mcarthy - Meridiano de sangre

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Meridiano de sangre: краткое содержание, описание и аннотация

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Estamos en los territorios de la frontera entre México y Estados Unidos a mitad del siglo XIX. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el llamado Grupo Glanton, que tiene como lider espiritual al llamado juez Holden, un ser violento y cruel, un hombre calvo, albino, sin pestañas ni cejas. Nunca duerme, le gusta tocar el violín y bailar. Viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que nunca morirá. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

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Los penitentes yacían acuchillados y destripados entre las piedras en toda clase de posturas. Muchos de ellos estaban alrededor de la cruz caída, algunos mutilados y algunos sin cabeza. Quizá se habían congregado al pie de la cruz buscando protección pero el hoyo en donde la habían plantado y el montón de piedras que lo rodeaba mostraban que la cruz había sido derribada y el cristo, que ahora yacía con las cuerdas ciñéndole aún las muñecas y los tobillos, masacrado y despanzurrado.

El chaval se levantó y contempló el desolado espectáculo y entonces vio en un pequeño nicho en las rocas a una vieja arrodillada con la mirada baja y envuelta en un rebozo descolorido.

Pasó entre los cadáveres y se paró a su lado. Era muy vieja y su rostro estaba gris y cuarteado y la arena se había acumulado en los pliegues de su vestido. Ella no levantó la vista. El chal que le cubría la cabeza estaba muy descolorido pero la tela conservaba como un motivo tejido figuras de estrellas y cuartos de luna y otras insignias de procedencia desconocida para él. Le habló en voz baja. Le dijo que era americano y que estaba muy lejos de su país de origen y que no tenía familia y que había viajado mucho y visto muchas cosas y que había estado en la guerra y pasado muchas penurias. Le dijo que la llevaría a un lugar seguro, entre paisanos de ella que le abrirían las puertas y que era lo mejor que podía hacer pues no podía dejarla en aquel lugar donde sin duda moriría.

Apoyó una rodilla en tierra descansando el rifle como si fuera un cetro. Abuelita, dijo. ¿No puedes oírme?

Alargó la mano hacia el pequeño nicho y le tocó el brazo. La anciana se movió ligeramente, todo su cuerpo, liviano y rígido. No pesaba nada. No era más que una concha seca y llevaba muerta en aquel lugar varios años.

XXIII

En la llanura al norte de Tejas

Un viejo cazador de búfalos - Los rebaños milenarios

Recolectores de huesos - Una noche en la pradera

Los visitantes - Orejas de apache

Elrod toma la palabra - Asesinato

Llevándose al muerto - Fort Griffin - La colmena

Un número de circo - El juez - Un oso muerto

El juez habla de los viejos tiempos

Preparativos para la danza

El juez hablando de la guerra, el destino, la supremacía del hombre

El salón de baile - La puta

El meadero y lo que allí había

Sie müssen schlafen aber Ich muss tanzen.

A finales del invierno de 1878 se encontraba en la llanura al norte de Tejas. Cruzó el río Brazos por el Double Mountain Fork una mañana en que el hielo cubría la ribera arenosa y cabalgó por un oscuro bosque enano de mezquites negros y retorcidos. Aquella noche montó el campamento en terreno alto donde un árbol abatido por el rayo le sirvió de cortavientos. No bien había encendido fuego cuando vio otro fuego en la oscuridad de la pradera. Como el suyo este se retorcía a merced del viento, como el suyo calentaba a un hombre solo.

Era un viejo cazador quien allí acampaba y el cazador le ofreció tabaco y le habló de búfalos y de los combates que había librado con ellos, acechando en un hoyo de un otero con los búfalos muertos en las proximidades y la manada que empezaba a congregarse y el cañón del rifle tan caliente que la grasa chisporroteaba dentro del ánima y los animales a miles y decenas de miles y las pieles clavadas con estacas sobre kilómetros cuadrados de terreno y los equipos de desolladores relevándose las veinticuatro horas y venga tiros y más tiros durante semanas y meses de tal forma que las estrías se volvieron lisas y la culata empezó a soltarse de sus tornillos y tenían los hombros amarillos y azules hasta el codo y los carros se alejaban en hilera rechinando por la pradera hasta veinte y veintidós tiros de bueyes y toneladas y centenares de toneladas de pieles pétreas y la carne pudriéndose en el suelo y el aire hirviendo de moscas y de ratoneros y cuervos y la noche un apocalipsis de gruñidos y dentelladas con los lobos medio locos revolcándose en la carroña.

He visto carros Studebaker con tiros de seis y ocho bueyes camino de los terrenos de caza sin otra carga que plomo. Solo galena pura. A toneladas. Solo en esta región entre el Arkansas y el Conchos había ocho millones de cadáveres pues otras tantas pieles llevamos hasta la cabeza de vía. Hace dos años partimos de Griffin para una última cacería. Recorrimos toda la región. Seis semanas. Finalmente encontramos ocho búfalos y los matamos y volvimos. Han desaparecido. Todos los que Dios creó han desaparecido como si esa especie no hubiera existido jamás.

Las chispas viajaban en el viento. La pradera estaba en silencio. Más allá del fuego hacía frío y la noche era despejada y las estrellas caían. El viejo cazador se arropó en su manta. Me pregunto si habrá otros mundos como este, dijo. O si este es el único.

Cuando encontró a los buscadores de huesos llevaba cabalgando tres días por una región que desconocía. La llanura estaba reseca y como quemada y sus pequeños árboles negros y deformes y repletos de cuervos y por doquier astrosas jaurías de chacales y los huesos blanqueados por el sol de las manadas desaparecidas. Desmontó y guió el caballo a pie. Aquí y allá, en el arco que formaban las costillas, discos chatos de plomo renegrido como antiguos medallones de una cofradía de cazadores. A lo lejos los tiros de bueyes se movían despacio y los pesados carros crujían con un ruido seco. En estos carretones los buscadores arrojaban los huesos, rompiendo a patadas la arquitectura calcinada, partiendo los armazones a golpes de hacha. Los huesos traqueteaban en los carros, los buscadores levantaban un polvo blanquecino al andar. Los vio pasar, andrajosos, inmundos, los bueyes con mataduras y la mirada ida. Nadie le dirigió la palabra. En lontananza pudo ver una caravana que transportaba grandes cargamentos de huesos hacia el nordeste y más al norte otras cuadrillas de buscadores en plena faena.

Montó y siguió adelante. Los huesos se amontonaban en caballones de tres metros de alto y muchos más de largo o formaban grandes colinas cónicas con los emblemas de sus dueños en la parte superior. Alcanzó una de las carretas, un muchacho a horcajadas del buey de la rueda izquierda conducía con una guía simple y una fusta. Dos jóvenes subidos a un montículo de cráneos y huesos pélvicos le miraron con desfachatez.

Sus lumbres salpicaron el llano aquella noche y el chaval se sentó de espaldas al viento y bebió de una cantimplora del ejército y su cena consistió en un puñado de maíz seco. Por toda la región se sucedían los gemidos y ladridos de los lobos hambrientos y hacia el norte los relámpagos callados remedaban una lira rota sobre el oscuro confín del mundo. El aire olía a lluvia pero no llovió y las carretas pasaron en la noche cargadas de huesos como barcos oscuros y pudo oler los bueyes y oír su respiración. El acre olor de las osamentas lo invadía todo. Hacia la medianoche un grupo le saludó estando él en cuclillas frente a su lumbre.

Venid, dijo.

Salieron de la oscuridad, hoscos y maltrechos y vestidos con pieles. Portaban viejos fusiles militares salvo uno de ellos, que tenía un rifle de cazar búfalos, y no llevaban abrigo y uno de ellos calzaba unas botas hechas con los corvejones de algún animal arrancados de una pieza y las punteras estaban cerradas con sedal.

Buenas tardes, forastero, dijo en alto el mayor de los niños.

Los miró. Eran cuatro y un muchacho retrasado y se detuvieron al borde de la luz.

Venid, dijo.

Se acercaron despacio. Tres de ellos se pusieron en cuclillas y dos quedaron de pie.

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