Cormac McCarthy - En la frontera

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Historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas.
Segundo volumen de la llamada «Trilogía de la frontera», En la frontera nos remite a un tiempo inmediatamente anterior al de Todos los hermosos caballos, para centrarse en la historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas. Desde una extraña relación de afecto y complicidad con una loba acosada por los tramperos hasta el asesinato de sus padres a manos de unos cuatreros, el personaje de Billy, protagonista a su vez del último título de la trilogía, Ciudades de la llanura, se verá inmerso en un destino en el que la belleza y la rapiña moral se presentan como los límites inseparables de una misma aventura vital.

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Sí, sí, susurró ella. Iba inclinada sobre su atado y con ambos brazos en torno a la cintura de él.

Vámonos, dijo Boyd.

Partieron a galope tendido por la carretera, en dirección al sur; el perro los seguía perdiendo terreno por momentos. No había luna, pero eran tantas las estrellas en aquella región que los jinetes igualmente arrojaban sombra sobre la calzada. Diez minutos después Boyd esperó sujetando por las riendas el caballo de Billy mientras este vomitaba sobre la hierba de la cuneta agarrándose las rodillas. De la oscuridad surgió el perro, que jadeaba exhausto; los caballos miraron a Billy y piafaron. Billy alzó la vista y se enjugó los ojos llorosos. Miró a la chica. Iba medio desnuda y sus piernas descubiertas colgaban a los costados del caballo. Billy escupió, se secó la boca con el dorso de la manga y se miró la bota. Luego se sentó en el suelo, se quitó la bota y se examinó la pierna. Volvió a ponerse la bota, se levantó, recogió la escopeta de la carretera y regresó a donde los caballos. La pernera del pantalón ondeaba sobre su tobillo.

Hemos de largarnos de esta carretera, dijo. No va a costarles demasiado recuperar los caballos.

¿Estás herido?

Estoy bien. Vamos.

Escuchemos un momento.

Escucharon.

Billy cogió las riendas, las pasó por encima de la cabeza del caballo y puso la bota en el estribo. La muchacha se agachó y él se subió a la silla. Un loco, dijo. Tengo a un loco por hermano.

¿ Mande?, dijo la muchacha.

Escucha un momento, dijo Boyd.

¿Qué oyes?

Nada. ¿Cómo te sientes?

Como cabría esperar.

Ella no habla inglés, ¿verdad?

¿Cómo quieres que hable inglés? Qué tontería.

Boyd miró en dirección a la oscuridad más allá de la carretera. Sabes muy bien que van a seguirnos.

Billy metió la escopeta en el portacarabinas. Claro que lo sé, demonios, dijo.

No maldigas delante de ella.

¿Qué?

Que no maldigas delante de ella.

Te acabo de decir que no habla palabra de inglés.

Eso no es excusa para maldecir.

No hay quien te entienda. ¿Y qué te ha hecho pensar antes que esos tíos no tenían pistolas guardadas en alguna parte?

No lo he pensado. Por eso te he arrojado la escopeta.

Billy se inclinó y escupió. Maldita sea, dijo.

¿Qué te propones hacer con ella?

No lo sé. Mierda. ¿Cómo quieres que lo sepa?

Se desviaron de la carretera y cabalgaron por un llano sin árboles. A lo lejos, las negras montañas formaban un margen mellado a lo largo del tramo inferior del firmamento. La muchacha iba erguida y cogía con una mano el cinturón de Billy. Cabalgando bajo las estrellas entre las sombrías lindes de la cordillera que se extendía a este y oeste parecían jinetes de cuento conduciendo de nuevo a su país a una reina de tierras lejanas.

Acamparon en terreno árido, en lo alto de un promontorio, donde la noche cayó sobre ellos con hondura infinita. Estacaron a los caballos y dejaron ensillado a Bird. La muchacha aún no había abierto la boca. Se adentró en la oscuridad y ya no la vieron hasta la mañana siguiente.

Cuando despertaron había un fuego encendido y la muchacha se movía silenciosamente en el gris amanecer; estaba echando agua de la cantimplora dentro de una lata y poniéndola a calentar. Billy permaneció envuelto en su manta, mirándola. Debía de haber encontrado más ropa entre sus pertenencias, pues llevaba otra vez una falda. La muchacha removió el agua dentro de la lata, aunque él no pudo adivinar qué era lo que removía. Cerró los ojos. Oyó que su hermano decía algo en español; cuando miró, Boyd ya estaba en cuclillas frente a la lumbre con las piernas cruzadas y bebiendo de su taza de hojalata.

Se levantó y recogió la manta, y mientras lo hacía ella le trajo chocolate caliente y volvió junto al fuego. Echó alubias sobre unas tortillas que había dorado en la pequeña sartén, se sentaron junto a la lumbre y desayunaron mientras el día palidecía alrededor.

¿Has desensillado a Bird?, preguntó Billy.

No. Ha sido ella.

Asintió. Comieron.

¿Es malo el corte?, dijo Boyd.

Solo un rasguño. La bota sí que la cortó.

Este país es pésimo para la ropa.

Para mí sí, desde luego. ¿Qué fue lo que te hizo ahuyentar de ese modo sus caballos?

No lo sé. Simplemente se me ocurrió.

¿Oíste lo que el hombre dijo de ella?

Sí. Lo oí.

A la salida del sol levantaron el campamento y partieron de nuevo hacia la llanura de grava y matas de gobernadora. Al mediodía pararon junto a un pozo en un páramo donde crecían robles y saúcos apiñados en el cenagal; durmieron en el suelo. Billy durmió con la escopeta entre los brazos y cuando despertó la muchacha estaba sentada, mirándolo. Él le preguntó si sabía montar a pelo y ella dijo que sí. Cuando reanudaron la marcha ella montó detrás de Boyd a fin de que Bird descansara. Creyó que Boyd tendría algo que decir, pero no fue así. Cuando se volvió a mirar, la muchacha le ceñía la cintura con los brazos. Cuando más tarde volvió a mirar, su melena negra cubría el hombro de su hermano y ella dormía apoyada en su espalda.

Al atardecer llegaron a la hacienda de San Diego que dominaba desde un cerro las tierras labradas que se extendían hasta el río Casas Grandes y las Piedras Verdes. Un molino de viento giraba abajo, en la llanura, como un juguete chino, y a lo lejos ladraban unos perros. Las peladas montañas color ocre oscuro se erguían intensamente sombreadas en sus pliegues, y hacia el sur una docena de milanos surcaban el cielo en un lento y sedoso carrusel.

III

Era casi noche cerrada cuando pasaron por delante del edificio principal y enfilaron la avenida, dejando atrás los pórticos con sus esbeltos pilares de hierro forjado y los muros de escayola blanca asegurados mediante bloques de piedra arenisca roja y las filigranas de terracota que coronaban la parte alta de los parapetos. Grabadas sobre los tres arcos de piedra que remataban la fachada de la casa se leían las palabras Hacienda de San Diego, que formaban una semicircunferencia sobre las iniciales L.T. Las contraventanas de los ventanales palladianos estaban medio rotas y maltratadas por la intemperie, y la pintura y el yeso se desconchaban de las paredes y el techo del pórtico era poco más que un desnudo entablado de listones pandeado y con manchas de humedad. Siguieron a través del patio hacia lo que parecían ser las viviendas, desde las cuales una columna de humo se elevaba hacia el cielo vespertino, y cruzaron el portón de madera para entrar en el patio, donde detuvieron los caballos uno al lado del otro.

En una esquina del recinto vieron el esqueleto de un viejo automóvil Dodge despojado tiempo atrás de sus ruedas, ejes, lunas y asientos. En el suelo, al fondo del perímetro, ardía una lumbre cuyo resplandor les permitió ver dos llamativas caravanas. Entre ambas había ropa lavada tendida, y en torno al fuego un grupo de hombres y mujeres ataviados con túnicas y quimonos que parecían integrantes de un circo.

¿ Qué clase de lugar es este?, preguntó Billy.

Es un ejido, respondió la muchacha.

¿ Y esa gente ?

No lo sé .

Billy se apeó y la muchacha se bajó de la grupa del caballo de Boyd y le cogió las riendas.

¿Qué son?, preguntó Boyd.

No lo sé, respondió Billy.

Entraron en el recinto, Billy y la muchacha a pie, la muchacha llevando a Bird de las riendas. Boyd iba detrás, a caballo. Las figuras que había al fondo no les hicieron el menor caso. Junto a la lumbre había dos chicos encendiendo lámparas con una astilla; después de encenderlas se valían de una vara ahorquillada para pasárselas a un chico, cuya silueta se recortaba en la azotea contra el cielo cada vez más oscuro, que las colgaba en el parapeto. A medida que el chico se movía el suelo del recinto se iluminaba, y pronto un gallo empezó a cantar. Otros muchachos apilaban balas de heno junto a una pared, y bajo el portal más alejado unos hombres desenrollaban un telón de lona muy agrietado y desgastado de tantos viajes.

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