Ha venido de Texas, ¿no?
En mi vida he estado en Texas.
¿De qué conoce al doctor Haas?
No lo conozco. Jamás he visto a ese hombre.
¿Por qué le interesa su caballo?
No es su caballo. Ese caballo nos lo robaron del rancho unos indios.
Y su padre los ha enviado a México a recuperarlo.
Él no nos ha enviado a ninguna parte. Está muerto. Los mataron a él y a mi madre con una escopeta y robaron los caballos.
El ganadero arqueó las cejas. Miró a Billy. ¿Está de acuerdo con lo que dice él?, preguntó.
Estoy en las mismas que usted, dijo Billy. Esperando a ver qué más dice ahora.
El ganadero lo estudió con la mirada. Finalmente dijo que había alcanzado su actual posición comerciando con caballos tanto en el país de ellos como en el suyo propio y que como cualquier comerciante había aprendido a reconstruir las historias de aquellas personas con las que trataba, básicamente eliminando sus propias alternativas. Después dijo que no solía equivocarse ni sorprenderse.
Lo que me han contado es absurdo.
Bueno, dijo Billy. Tómelo como guste.
El ganadero giró ligeramente en su silla. Volvió a darse unos golpecillos en los dientes. Miró a Billy. Su hermano me toma por tonto.
Sí, señor.
El ganadero frunció el entrecejo. ¿Está de acuerdo con él?
No, señor. No estoy de acuerdo.
¿Cómo es que le cree a él y no a mí?, preguntó Boyd.
¿Quién no lo haría?, dijo el ganadero .
Veo que usted disfruta oyendo contar mentiras a la gente.
El ganadero asintió con la mirada. Dijo que era algo esencial si uno quería abrirse paso en ese negocio. Miró a Billy.
Hay algo más, dijo. ¿Qué es?
Es todo lo que sé.
Pero no todo lo que puede contarse.
Miró a Boyd. ¿O sí?, dijo.
No sé por qué me lo pregunta.
El ganadero sonrió. Se levantó trabajosamente. De pie se lo veía más bajo. Fue hasta un archivador de roble, abrió un cajón, rebuscó entre unos papeles y luego volvió con una carpeta, se sentó, dejó la carpeta delante de él sobre la mesa y la abrió.
¿Sabe leer español?, preguntó.
Sí, señor.
El ganadero estaba repasando el documento con el dedo índice.
El caballo fue adquirido en subasta el día 2 de marzo. Era un lote de veintitrés caballos.
¿Quién fue el comprador?
La Babícora .
Dio vuelta a la carpeta y la empujó por la mesa. Billy no la miró. ¿Qué es La Babícora ? , dijo.
El ganadero alzó sus desgreñadas cejas. ¿Que qué es La Babícora ? , dijo.
Sí, señor.
Es un rancho. El propietario es el señor Hearst, un compatriota suyo.
¿Venden muchos caballos?
No tantos como compran.
¿Por qué vendieron ese caballo?
¿ Quién sabe? Los capones no son muy populares en este país. Supongo que podría decirse que existe cierto prejuicio.
Billy miró la hoja de ventas.
Adelante, dijo el ganadero. Puede usted mirar.
Cogió la carpeta y examinó la lista de caballos detallados bajo el número de lote 4.186.
¿ Qué es un bayo lobo?, preguntó.
El ganadero se encogió de hombros.
Pasó la página. Echó un vistazo a las descripciones. Roano. Bayo. Bayo cebruno. Alazán. Alazán quemado. La mitad de los caballos eran de un pelaje que desconocía por completo. Yeguas y caballos, capones y potros. Vio uno que podía haber sido Niño. Luego vio otro que también. Cerró la carpeta y la dejó de nuevo sobre el escritorio.
¿Qué opina?, dijo el ganadero .
¿Qué opino de qué?
Me ha dicho que lo que le había traído hasta aquí no era el caballo en sí sino la persona que lo vendió.
Sí, señor.
Puede que su amigo trabaje para el señor Hearst. Es una posibilidad.
Sí, señor. Es una posibilidad.
No es cosa fácil encontrar a un hombre en México.
No, señor.
El monte es muy extenso.
Sí, señor.
Uno puede perderse.
Sí. Puede.
El ganadero siguió sentado. Tamborileó con el índice en el brazo de su butaca. Como un telegrafista retirado. Hay algo más, dijo. ¿De qué se trata?
No lo sé.
Se inclinó hacia delante. Miró a Boyd y luego miró las botas de Boyd. Billy le siguió la mirada. Buscaba las señales de las espuelas.
Están lejos de casa, dijo. Eso es obvio. Miró a Billy a los ojos.
Sí, señor, dijo Billy.
Déjeme darle un consejo. Me siento en la obligación.
Adelante.
Vuelvan a su casa.
Ya no tenemos casa, dijo Boyd.
Billy lo miró. Aún no se había quitado el sombrero.
¿Por qué no le preguntas por qué quiere que nos volvamos?, dijo Boyd.
Le diré por qué quiere saberlo, dijo el ganadero. Porque sabe lo que quizá usted no sabe. Que el pasado no puede remediarse. Usted cree que todo el mundo es tonto. Pero no hay muchas razones para que se queden en México. Piénselo bien.
Vámonos, dijo Boyd.
Estamos acercándonos a la verdad. Yo no sé cuál es la verdad. No soy una gitana adivina. Pero sí veo que el futuro les reserva muchos problemas. Debería usted hacer caso de su hermano. Él es mayor que usted.
Y usted también.
El ganadero volvió a apoyarse en el respaldo. Miró a Billy. Su hermano, dijo, es bastante joven para creer que el pasado todavía existe. Que las injusticias de entonces esperan ser reparadas. ¿Usted también lo cree?
No sé qué decir. Solo he venido por unos caballos.
¿Qué remedio puede haber? ¿Qué remedio puede haber para lo que no existe? ¿Comprende? ¿Y qué remedio hay que no tenga consecuencias imprevisibles? ¿Qué acción no supone un futuro que a su vez nos es desconocido?
En una ocasión vine a este país y me fui, dijo Billy. No ha sido el futuro lo que me ha hecho volver.
El ganadero tenía las manos al frente extendidas una sobre otra con un espacio en medio. Como si sostuviera una cosa invisible encerrada en una caja invisible. Uno nunca sabe qué cosas pone en marcha, dijo. Nadie puede saberlo. No hay profeta capaz de predecirlo. Las consecuencias de una acción son a menudo bastante distintas de lo que uno pensaba. Asegúrese de que lo que le mueve en el fondo del corazón es lo bastante grande como para contener todos los virajes equivocados, todas las decepciones. ¿Ve usted? No todo tiene ese valor.
Boyd ya estaba junto a la puerta. Billy se volvió y lo miró. Miró al ganadero . El ganadero apartó el aire con un vaivén del dorso de la mano. Sí, sí, dijo. Váyanse.
Una vez en la calle Billy se volvió para ver si el ganadero estaba mirándolos desde la ventana.
No te vuelvas, dijo Boyd. Ya sabes que está mirando.
Salieron del pueblo en dirección al sur y tomaron la carretera a San Diego. Cabalgaban en silencio con el perro mudo y cansado trotando y caminando alternativamente delante de ellos por el centro de la calzada bajo el sol del mediodía.
¿Tú sabes de qué estaba hablando?, preguntó Billy.
Boyd se volvió ligeramente en el caballo que montaba a pelo y miró a su hermano.
Claro que sé de qué estaba hablando. ¿Y tú?
Atravesaron la última de las pequeñas colonias ubicadas al sur del pueblo. En los sembrados por los que pasaron había hombres y mujeres que recogían algodón entre las grises y quebradizas plantas. Abrevaron los caballos en una acequia y les aflojaron los látigos para dejarlos bufar. Más allá de los campos vieron a un hombre remover la tierra con un buey uncido por sus cuernos a un arado que se manejaba con una sola mano. El arado era como los que usaban en el antiguo Egipto y consistía en una raíz de árbol. Montaron y siguieron adelante. Se volvió a mirar a Boyd, flaco a lomos del caballo desguarnecido. Más flaco aún entre las sombras. Alto y oscuro el caballo que trotaba por la carretera moviendo las angulosas articulaciones y sesgando en el polvo, más real como caballo que el que él montaba. Al atardecer se detuvieron en lo alto de una elevación del camino y contemplaron a sus pies los accidentados solares de terreno oscuro donde habían abierto las compuertas a los campos recién arados y el agua estancada en los carriles brillaba bajo el sol vespertino cual si fuesen una cuadrícula de bruñidos lingotes que se perdían en lontananza. Como si los mojones que señalaban la frontera de una antiquísima aventura hubieran caído del otro lado de los álamos de la cuneta, de las aves canoras de la tarde.
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