Javier Marías - Vidas Escritas
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Los últimos años de su vida, pasados en los Mares del Sur, provocaban la irritación de uno de sus mejores amigos positivos o al menos no delictivos, Henry James, quien en numerosas cartas le pedía que volviera a Europa para hacerle compañía y se dejara de necedades. Tras haber revocado Stevenson el anuncio de un regreso en 1890, James lo acusó de haber tenido un comportamiento cuyo único paralelo en la historia lo ofrecían «sus más famosas coquetas y cortesanas. Eres la Cleopatra varón o la Pompadour bucanera del Piélago, la Libertina errante del Pacífico». Lo cierto es que, aparte de sentirse mejor de salud gracias al clima, aguantar a su mujer, a su madre, a sus hijastros y demás séquito con el que siempre viajaba, y recibir por parte de los nativos nombres idiotas como Ona, Teriitera y Tusitala, poco más puede contarse de su estancia en las islas, la parte más anodina de su existencia. Echaba mucho de menos Edimburgo hacia el final de su vida, y sabía que nunca regresaría.
La figura de Stevenson es muy huidiza, como si su carácter no se hubiera definido del todo o fuera tan contradictorio como el de sus personajes ya mencionados. Era muy generoso, y se privó de comodidades, sobre todo a partir del éxito de La isla del tesoro , por enviar dinero a sus amigos más necesitados, que a veces resultaban serlo menos y no lo comunicaban. Este fue uno de sus más famosos proverbios: «Corazón Grande fue engañado. "Muy bien", dijo Corazón Grande». Tenía mucho sentido de la dignidad, pero también podía ser jactancioso e impertinente. En una ocasión, hablando del talento emergente de Kipling, le escribió a James: «Kipling es, con diferencia, el joven más prometedor aparecido desde que -ejem- aparecí yo». Y en otra misiva, todavía al principio de su amistad, exigió a James, siete años más viejo, que en la siguiente reedición de su novela Roderick Hudson tachara los adjetivos «inmenso» y «tremendo» de dos páginas concretas. Los dos se admiraban enormemente, y James consideraba a Stevenson uno de sus escasos interlocutores en el campo de la teoría. Pero casi nadie se molesta en leer los ensayos de Stevenson, que se cuentan entre los más penetrantes y vivos del pasado siglo. Cuando aún vivía en Bournemouth, tenía un sillón que nadie ocupaba porque era «el sillón de James»; y éste le echó en verdad de menos cuando se fue para no volver. En 1888 le escribió: «Te has convertido en un hermoso mito, una especie de antinatural, desasosegante e insepulto mort ».
Robert Louis Stevenson se convirtió en un muerto natural, sosegado y sepulto el 3 de diciembre de 1894, en su isla, Samoa. Al atardecer abandonó el trabajo y jugó una partida de cartas con su mujer. Luego bajó a la bodega por una botella de borgoña para la cena. Salió al porche con Fanny, y allí, de pronto, se llevó las dos manos a la cabeza y gritó: «¿Qué es eso?». Y a continuación preguntó rápidamente: «¿Tengo un aspecto raro?». Al tiempo que decía esto cayó de rodillas al lado de Fanny, víctima de un derrame cerebral. Inconsciente, lo llevaron hasta su cama, pero ya no recobró el sentido. Tenía cuarenta y cuatro años.
Al escribir acerca de Stevenson se debe acabar con su «Réquiem», que había compuesto muchos años antes y está inscrito en su tumba en lo alto del Monte Vaea, en Samoa, a cuatro mil metros de altura: «Bajo el inmenso y estrellado cielo, / cavad mi fosa y dejadme yacer. Alegre he vivido y alegre muero, / pero al caer quiero haceros un ruego. / Que pongáis sobre mi tumba este verso: /Aquí yace donde quiso yacer; /de vuelta del mar está el marinero, /de vuelta del monte está el cazador».
Ivan Turgneniev en su tristeza
El pesimismo de las novelas y cuentos de Ivan Turgneniev, que algunos de sus colegas llegaron a reprocharle, debió de ser el tributo mínimo y menos dañino de cuantos pudo pagar a un entorno familiar ominoso, por no decir resueltamente malvado. Su acaudalada y célebre madre, Varvara Petrovna, era de una crueldad, mezquindad y barbarie sólo superadas por las de su propia madre, la abuela de Ivan, de quien éste relataba el siguiente episodio: aquejada de parálisis ya en la vejez, se pasaba la mayor parte del tiempo inmóvil en un sillón. Un día se enfadó enormemente con un muchacho, el siervo que la atendía, y en medio de su acaloramiento cogió un leño y le golpeó en la cabeza con tal fuerza que el chico quedó inconsciente en el suelo. Esta visión resultó tan desagradable a la anciana que atrajo al muchacho hasta sí, le colocó la sangrante cabeza en el sillón que ella ocupaba, le puso un almohadón encima y, sentándose sobre él, lo asfixió, es de suponer que para que dejara de perturbarla con su improcedente chorro de sangre.
Hay que reconocer que, con semejantes antepasados, Turgueniev tuvo mucho valor y mérito al escribir su primera obra narrativa, Notas de un cazador, sobre la que se forjó la leyenda de que el zar Alejandro había decretado la emancipación de los siervos tres días después de leerla. También se decía que la zarina, al menos en dos ocasiones, había ordenado a los censores que no intervinieran los libros de Turgueniev, aunque es difícil saber si esto último era también un mérito o un oprobio. Sin embargo, pese a estos inicios y a sus numerosos escritos sobre la cuestión rusa, Turgueniev hubo de sufrir a lo largo de su vida el frecuente odio y desprecio de sus compatriotas, quienes veían en él a un ruso anómalo, occidentalizado y distante, ateo y frívolo, que pasaba demasiado tiempo en Francia, Inglaterra o Alemania, ocupado principalmente en cazar perdices. Es cierto que adoraba la caza, pero no lo es menos que nunca se desentendió de los asuntos de su país natal, y por ello resulta injusto que un amigo le recomendara una vez la compra de un telescopio para observarlos.
La verdad es que a este respecto Turgueniev parecía un hombre escindido, o tal vez necesitaba hacerse perdonar su duplicidad por sus dobles allegados: en sus cartas a amigos eslavos se dedicaba a denostar el mundo occidental, con particular rechazo hacia las convicciones y convenciones francesas; en las que escribía a gente como Flaubert, Maupassant, Merimée o Henry James, se quejaba amargamente de lo que se han quejado todos los rusos, a saber, de lo ruso. En París pasaba casi por un autor francés, aunque con un elemento aristocrático que lo delataba como extranjero; en este sentido no había cambios cuando se hallaba en su propiedad de Spasskoye o en San Petersburgo, donde tanto los siervos como los demás escritores lo veían asimismo como a un extranjero. Tanto era así que en una ocasión, cuando llegó a Spasskoye acompañado de su traductor al inglés, Ralston, se produjo una confusión muy significativa. Ralston se parecía mucho físicamente a Turgueniev, ambos de gigantesca estatura y pelo y barba muy blancos. Cuando los siervos vieron aparecer a su amo acompañado de una especie de doble extranjero que sin embargo sabía ruso, y que para mayor pánico se dedicaba a visitar cada casa y cada choza haciendo preguntas meticulosas y anotando en una libreta toda clase de datos y vocablos, creyeron que todo aquello no podía sino obedecer a un propósito siniestro, maligno y aun sobrenatural. Acabaron por convencerse de que la misteriosa presencia era el anuncio de un castigo: muchos de ellos embalaron todas sus pertenencias y, con sus pobres carros, formaron fila en la carretera, a la espera de la orden de marcha: habían llegado a la conclusión de que iban a ser deportados a Inglaterra con el satánico doble del amo, para que sus lugares fueran ocupados por una población más sumisa, previsiblemente traída en extraño trueque de la propia Inglaterra.
Aunque Turgueniev fue un amo moderado y humanitario, no es raro que sus siervos fueran capaces de imaginar las más alambicadas represalias, dada la tradición familiar. La madre, Varvara Petrovna, no le iba a la zaga a la abuela: hablaba de «súbditos» y los trataba peor que a tales. A modo de ejemplo, y para no relatar demasiadas atrocidades, prohibía tener hijos a sus sirvientas, ya que les hacían descuidar sus obligaciones, y los pocos vástagos que pese a todo llegaban al mundo por un desliz, lo abandonaban inmediatamente, recién nacidos arrojados a una charca. A sus hijos (Nikolai e Ivan) no los trataba mucho mejor Varvara Petrovna, ya que los siguió azotando hasta que fueron casi hombres, ni tampoco a sus nietos, sobre todo a la ilegítima hija de Ivan y una costurera al servicio de la casa, a la que su abuela, aprovechando los continuos viajes de Turgueniev, torturaba y se entretenía en vestir a veces como a una señorita para mostrarla a sus invitados; cuando preguntaba a éstos a quién se parecía la niña y la respuesta unánime era que a su hijo Ivan Sergueyevich, hacía que la nieta fuera despojada de sus lindos vestidos y enviada de nuevo a penar en la cocina, donde pasaba la mayor parte del tiempo. Con todo, Ivan era su favorito, como lo prueba el hecho de que, tras una descomunal discusión con él, Varvara Petrovna estampara contra el suelo el retrato juvenil de quien la había ofendido, impidiendo que ninguna criada lo rescatara de entre los cristales rotos durante todo un año.
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