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Jenny Downham: Antes de morirme

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Jenny Downham Antes de morirme

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A sus 16 años, Tessa sabe que le queda poco de vida, por eso elabora una lista con diez cosas que hacer antes de morir, como probar el sexo, las drogas, conducir un coche… y la más desgarradora de todas, enamorarse… Un día como cualquier otro te enteras de que te quedan unos pocos meses de vida. Un golpe difícil de asimilar, sin duda, pues ¿cómo afrontas semejante realidad? ¿Qué mecanismos psicológicos se desatan ante la certeza de lo inevitable? La historia de Tessa ofrece una mirada mucho más amplia que el dudoso espectáculo de compartir un trance doloroso. Una nueva percepción del tiempo, la redefinición de las relaciones con los padres y amigos, las primeras aventuras amorosas; en suma, un proceso de madurez acelerado que, narrado con inolvidables momentos de ironía y humor, destila una vitalidad sorprendente al tiempo que invita a la reflexión sobre el verdadero valor de las cosas.

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– ¿Papá fue el mejor?

– ¡Ah, tu padre! -exclama, y se lleva la mano al corazón con un gesto melodramático. Cal se desternilla de risa.

En una ocasión le pregunté a mamá qué tenía papá de malo, y me contestó: "Es el hombre más sensato que he conocido en mi vida".

Yo tenía doce años cuando ella lo dejó. Durante un tiempo envió postales desde sitios de los que yo nunca había oído hablar: Skegness, Grimsby, Hull. Una de ellas mostraba la fachada de un hotel. "Aquí es donde trabajo ahora -había escrito-. ¡Estoy aprendiendo repostería y he engordado un montón!"

– ¡Bien! -dijo papá-. ¡Espero que reviente!

Yo ponía las postales en la pared de mi cuarto: Carlisle, Melrose, Dornoch.

"Vivimos en una pequeña granja como los pastores contaba en otra postal-. ¿Sabíais que utilizan la tráquea, los pulmones, el corazón y el hígado de las ovejas para hacer el haggis?

Yo no lo sabía, y tampoco a quién se refería al decir "vivimos", pero me gustaba mirar la foto de John o'Groats con su inmenso cielo sobre el Firth.

Luego llegó el invierno y con él mi diagnostico. No estoy segura de que ella se lo creyera al principio, porque tardó un tiempo en dar media vuelta y regresar a casa. Yo tenía trece años cuando por fin llamó a la puerta.

– ¡Tienes un aspecto estupendo! -me dijo cuando fui a abrir-. ¿Por qué tu padre siempre hace que todo suene mucho peor de lo que es?

– ¿Vas a volver a vivir con nosotros? -pregunté.

– No del todo.

Y entonces se mudó al piso.

Siempre es lo mismo. Tal vez sea por falta de dinero, o quizá no quiera que me canse demasiado, pero siempre acabamos viendo vídeos o jugando a juegos de mesa. Hoy Cal elige el juego de la vida. Es una porquería, y a mí se me da de pena. Termino con un marido, dos hijos y un empleo en una agencia de viajes. Olvido contratar un seguro para el hogar, y cuando se produce una tormenta, pierdo todo mi dinero. Cal, en cambio, consigue ser una estrella del pop con una casa junto al mar; y mamá, una artista con rentas elevadas y una casa solariega. Cuando me retiro, lo que ocurre pronto debido a mi mala suerte, ni siquiera me molesto en contar el dinero que me queda.

Cal quiere enseñarle a mamá su nuevo truco de magia. Va a buscar una moneda en su bolso, y mientras esperamos, estiro de la manta del respaldo y mamá me ayuda a taparme las rodillas. Tengo que ir al hospital la próxima semana -le digo-. ¿Vendrás?

– ¿No irá papá?

– Podríais venir los dos.

Por un momento parece azorada.

– ¿Para qué es? _

Vuelvo a tener dolores de cabeza. Quieren hacerme una punción lumbar.

Se inclina y me besa; no te preocupes.

– Todo irá bien, no te preocupes. Sé que todo irá bien.

Cal regresa con una moneda de una libra.

"Observen con atención, señoras -pide.

Pero yo no quiero. Estoy cansada de ver cómo desaparecen las cosas.

En el dormitorio de mamá, me subo la camiseta delante del espejo del armario. Antes parecía una horrible enana. Tenía la piel gris, y si me clavaba un dedo en la tripa, semejaba una masa de pan esponjosa y blanda en la que el dedo desaparecía. Fueron los esteroides. Altas dosis de prednisolona y dexametasona. Son dos venenos, y te vuelven gorda, fea y malhumorada. Desde que dejé de tomarlos he empezado a encoger. Hoy tengo las caderas afiladas y se me marcan las costillas bajo la piel. Me alejo de mí misma, como un fantasma.

Me siento en la cama de mamá y telefoneo a Zoey.

– Sexo -le suelto-. ¿Qué significa?

– Pobrecilla. Fue una mierda de polvo, ¿verdad?

– Simplemente no entiendo por qué me siento tan extraña.

– ¿Cómo extraña?

– Sola, y me duele el estómago.

– ¡Ah, sí! Lo recuerdo. ¿Cómo si te abrieran por dentro?

– Un poco.

– Se pasará.

– ¿Por qué tengo ganas de echarme a llorar a cada momento?

– Te los estás tomando demasiado en serio, Tess. El sexo sólo es un modo de estar con alguien. Sólo es un modo de tener calor humano y sentirse atractiva.

Su voz suena rara, como si estuviera sonriendo.

– ¿Te has colocado otra vez, Zoey?

– ¡No!

– ¿Dónde estás?

– Escucha, tengo que irme. Dime qué viene ahora en tu lista y lo planificaremos juntas.

– He cancelado lo de la lista. Era una estupidez.

– ¡Era divertido! No te rindas. Por fin estabas haciendo algo con tu vida.

Después de colgar, cuento hasta cincuenta y siete mentalmente. Luego marco el 999.

– Servicio de emergencias -contesta una mujer-. ¿Cuál es su problema? No digo nada.

– ¿Tiene alguna emergencia? -pregunta la mujer.

– No.

– ¿Puede confirmarme que no hay ninguna emergencia? ¿Puede darme su dirección?

Le doy la de mamá y le digo que no hay ninguna emergencia. Me pregunto si mamá recibirá algún tipo de factura. Espero que sí.

Llamo a información para pedir el número de los Samaritanos. Lo marco lentamente.

– Hola -responde una mujer de voz dulce, quizá sea irlandesa-. Hola -repite.

– Todo es una mierda -digo, porque me siento culpable por hacerle perder el tiempo.

Ella emite un leve sonido gutural que me recuerda a papá. Él hizo exactamente el mismo sonido hace seis semanas, cuando el especialista del hospital nos preguntó si comprendíamos las implicaciones de lo que nos estaba diciendo. Recuerdo que pensé que era imposible que papá lo hubiera entendido, porque lloraba demasiado para poder escuchar.

– Sigo aquí -dice la mujer.

Quiero hablarle. Aprieto el auricular contra la oreja porque, para hablar de algo tan importante como esto, tienes que acercarte mucho.

Pero no encuentro las palabras adecuadas.

– ¿Sigue ahí? -inquiere.

– No -respondo, y cuelgo.

Capítulo 6

Papá me coge la mano.

– Pásame a mí tu dolor -susurra.

Estoy tumbada al borde de una cama de hospital, con la cabeza en una almohada y las rodillas dobladas.

Hay dos médicos y una enfermera en la habitación, pero no puedo verlos porque están detrás de mí. Uno de los médicos es una estudiante. No dice gran cosa, pero imagino que observa mientras el otro encuentra el lugar correcto en mi columna y lo señala con un bolígrafo. Luego prepara la piel con un antiséptico. Está muy frío. Empieza en el sitio donde se va a clavar la aguja y sigue hacia fuera en círculos concéntricos, luego me hecha unas toallas sobre el costado y se pone unos guantes estériles.

– Voy a emplear una aguja de calibre veinticinco -le indica a la estudiante-. Y una jeringa de cinco mililitros.

En la pared, detrás de papá, hay un cuadro. En el hospital cambian los cuadros muy a menudo, y éste aún no lo había visto. Lo miro fijamente. He aprendido todo tipo de técnicas de distracción en los últimos cuatro años.

En la pintura, atardece en un campo inglés y el sol está bajo. Un hombre se afana en empujar un arado. Unos pájaros descienden en picado.

Papá se gira en su silla de plástico para ver que estoy mirando, me suelta la mano y se levanta para examinar la escena.

Abajo, en el campo, una mujer corre. Se sujeta la falda con una mano para ir más de prisa.

– La peste llega Eyam -anuncia papá-. ¡Un cuadro de lo más alegre para un hospital!

El médico ríe.

– ¿Sabía usted que todavía se dan más de tres mil casos de peste bubónica al año?

– No. No lo sabía.

– Gracias a Dios existen los antibióticos, ¿eh?

Papá se sienta y me coge la mano.

– Gracias a Dios.

La mujer espanta unas gallinas al correr, y sólo ahora reparo en que dirige su mirada de pánico al hombre del arado.

La peste, el Gran Incendio y la guerra con los holandeses, todo ocurrió en 1666. Lo recuerdo del colegio. Se transportaron millones de cadáveres en carros para arrojarlos a fosas de cal y tumbas anónimas. Más de trescientos cuarenta años después, todos los que vivieron aquel tiempo han muerto. De las cosas del cuadro, solo queda el sol. Y la tierra. Esta idea hace que me sienta muy pequeña.

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