Jenny Downham - Antes de morirme

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A sus 16 años, Tessa sabe que le queda poco de vida, por eso elabora una lista con diez cosas que hacer antes de morir, como probar el sexo, las drogas, conducir un coche… y la más desgarradora de todas, enamorarse…
Un día como cualquier otro te enteras de que te quedan unos pocos meses de vida. Un golpe difícil de asimilar, sin duda, pues ¿cómo afrontas semejante realidad? ¿Qué mecanismos psicológicos se desatan ante la certeza de lo inevitable?
La historia de Tessa ofrece una mirada mucho más amplia que el dudoso espectáculo de compartir un trance doloroso. Una nueva percepción del tiempo, la redefinición de las relaciones con los padres y amigos, las primeras aventuras amorosas; en suma, un proceso de madurez acelerado que, narrado con inolvidables momentos de ironía y humor, destila una vitalidad sorprendente al tiempo que invita a la reflexión sobre el verdadero valor de las cosas.

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– ¿Estás bien, Tess? Te veo un poco rara.

– Estoy concentrada.

– ¿En qué?

– En señales.

Suelta un leve gemido, coge el folleto de vacaciones de mi regazo y lo hojea.

– Entonces me torturaré con esto. Avísame cuando acabes.

– Nunca acabaré.

Esa brecha en las nubes por la que pasa la luz.

Ese pájaro osado que surca el cielo volando en línea recta.

Hay señales por todas partes. Protegiéndome.

Cal también las busca ahora, aunque de un modo más práctico. Las llama "Hechizos para alejar la muerte".

Ha puesto ajo encima de todas las puertas y en las cuatro esquinas de mi cama. Ha hecho letreros de "No Pasar" para la puerta de adelante y la de atrás.

Anoche, mientras veíamos la tele, ató nuestras piernas juntas con una comba. Parecía que fuéramos a participar en una carrera a tres piernas.

– Nadie podrá llevarte si estás atada a mí.

– ¡Podrían llevarte a ti también!

Se encogió de hombros, como si eso le tuviese sin cuidado.

– Tampoco podrán llevarte en Sicilia; no sabrán donde estás.

– Mañana sale el avión. Una semana entera al sol.

Le doy envidia a Zoey con el folleto, pasando el dedo por la playa volcánica de arena negra, el mar bordeado de montañas, las cafeterías y las piazzas. En algunas fotos aparece el Etna con su enorme mole cuadrada en el horizonte, remoto y feroz.

– El volcán está activo. Suelta chispas por la noche, y cuando llueve todo se cubre de ceniza.

– Pero no va a llover, ¿verdad? Deben de estar a unos treinta grados.- Cierra el folleto -. Aún no acabo de creerme que tu madre le haya dado su billete a Adam.

– Mi padre tampoco.

Zoey piensa en ello un momento.

– ¿No estaba en tu lista conseguir que volvieran a juntarse?

– El número siete.

– Qué horrible. -Lanza el folleto a la hierba-. Me he puesto triste

– Son las hormonas.

– Más triste de lo que puedas imaginar.

– Sí, son las hormonas.

Desesperada, alza la vista al cielo, y casi inmediatamente me mira de nuevo con una sonrisa en la cara.

– ¿Te he dicho que van a darme las llaves dentro de tres semanas?

Hablar de su piso siempre la anima. El ayuntamiento le ha concedido un subsidio.

Podrá cambiar cupones por pintura y empapelado de pared. Se entusiasma describiendo el mural que piensa pintar en su dormitorio, las baldosas de peces tropicales que quiere para su cuarto de baño.

Es extraño, pero mientras habla, el contorno de su cuerpo comienza a desdibujarse. Intento concentrarme en sus planes para la cocina, pero es como si estuviera en medio de la calima.

– ¿Estás bien? -me pregunta-. Vuelves a tener una expresión rara.

Me incorporo y me froto el cuero cabelludo, concentrándome en el dolor que siento sobre los ojos, tratando de eliminarlo.

– ¿Voy a buscar a tu padre?

– No.

– ¿Un vaso de agua?

– No. Quédate aquí. Vengo enseguida.

– ¿Adónde vas?

No veo a Adam, pero lo oigo. Está removiendo la tierra para que su madre pueda plantar flores mientras estamos fuera. Oigo el golpe de su bota al empujar la pala, la húmeda resistencia de la tierra.

Paso al otro lado de la valla, las por la parte rota. Se percibe el rumor de las cosas que crecen, los capullos que se abren, las delicadas hojas verdes que se abren paso hacia la luz.

Adam se ha quitado el jersey, sólo lleva una camiseta sin mangas y los tejanos. Ayer se cortó el pelo, y el arco que traza su cuello al unirse a los hombros es increíblemente bello. Sonríe al ver que estoy mirándolo, deja la pala y se acerca.

– ¡Hola!

Me inclino hacia él y espero sentirme mejor. Adam está caliente. Su piel es salada y huele a sol.

– Te quiero.

Silencio. Sobresalto. ¿Eso es lo que pretendía decir?

Él esboza su sonrisa ladeada.

– Yo también te quiero, Tess

Pongo una mano sobre su boca.

– No lo digas si no es en serio.

– Lo digo en serio.

Su aliento humedece mis dedos. Me besa la palma.

Almaceno estas cosas en mi corazón: el tacto de su piel, su sabor en mi boca. Las necesito como talismanes para sobrevivir a un viaje imposible.

Adam me acaricia la mejilla con un dedo, desde la sien hasta el mentón, y luego los labios.

– ¿Estás bien?

Asiento con la cabeza.

Me mira, levemente perplejo.

– Estas muy callada. ¿Voy a buscarte cuando termine? Podríamos salir con la moto, ir a despedirnos de la colina hasta dentro de una semana.

Vuelvo a asentir. Sí.

Me da un beso de despedida sabe a mantequilla.

Me sujeto a la valla cuando vuelvo a atravesarla. Un pájaro canta una compleja canción y papá está en el umbral de la puerta trasera con una piña en la mano. Son buenas señales. No hay por qué tener miedo.

Regreso a mi silla. Zoey finge dormir, pero abre un ojo cuando me siento.

– Me pregunto si te gustaría Adam de no estar enferma.

– Ya lo creo.

– No es tan guapo como Jake.

– Es mucho más agradable.

– Apuesto que a veces te pone de los nervios. Apuesto a que dice chorradas y quiere follar cuando tú no tienes ganas.

– Nada de eso.

Me mira ceñuda.

– Es un tío, ¿no?

¿Cómo explicárselo? El consuelo de su brazo alrededor de mis hombros por las noches. El cambio de su respiración a medida que pasan las horas. Los besos que me da cuando me despierta por la mañana. Su mano en mi pecho, que hace que mi corazón siga latiendo.

Papá se acerca con la piña en la mano.

– Ven dentro. Ha llegado Philippa.

Pero yo no quiero entrar. No soporto estar encerrada entre cuatro paredes. Quiero quedarme bajo el manzano, al aire primaveral.

– Dile que venga aquí, papá.

Él se encoge de hombros y regresa dentro.

– Tienen que hacerme un análisis de sangre -le digo a Zoey.

Ella frunce la nariz.

– De acuerdo. De todos modos, me estoy helando aquí fuera.

Philippa se pone los guantes estériles.

– ¿El amor sigue obrando su magia?

– Mañana es nuestro décimo aniversario.

¿Diez semanas? Bueno, está haciendo maravillas contigo. A partir de ahora voy a recomendar a todos mis pacientes que se enamoren.

Me levanta el brazo hacia el cielo y limpia alrededor del portacath con gasas.

– ¿Has hecho ya las maletas?

– Un par de vestidos, bikini y sandalias.

– ¿Eso es todo?

– ¿Qué más voy a necesitar?

– Pues protector solar, sombrero y una chaqueta por si acaso. No quiero tener qie curarte una insolación cuando vuelvas.

Me gusta que se preocupe por mí. Hace varias semanas que es mi enfermera habitual. Creo que soy su paciente favorita.

– ¿Qué tal Andy?

Philippa sonríe con gesto cansado.

– Ha estado resfriado toda la semana. Aunque por supuesto él dice que es gripe. Ya sabes como son los hombres.

En realidad no lo sé, pero asiento de todas maneras. Me pregunto si su marido la quiere, si la hace sentirse especial, si se siente extasiado entre sus gordos brazos.

– ¿Por qué no tienes hijos, Philippa?

Ella me mira mientras extrae sangre con la jeringa.

– No conseguí superar el miedo.

Llena con sangre una segunda jeringa y la transfiere a un frasco, limpia el portacath con solución salina y heparina, guarda sus cosas en el maletín y se levanta. Por un instante tengo la impresión de que va a agacharse para darme un abrazo, pero no lo hace.

– Que lo pases muy bien. Y no olvides enviarme una postal.

La veo alejarse, caminando como un pato. Se gira al llegar a la puerta trasera y se despide agitando la mano.

Zoey sale de nuevo.

– ¿Qué buscan en tu sangre exactamente?

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