– Te quiero, Susie -dijo ella.
Yo le había oído decir esas palabras tantas veces a mi padre que en ese momento me sorprendieron; llevaba tiempo esperando, sin saberlo, oírselas decir a mi madre. Ella había necesitado tiempo para comprender que ese amor no iba a destruirla, y yo, ahora me daba cuenta, le había dado ese tiempo, podía dárselo porque me sobraba. Se fijó en una fotografía con marco dorado que había encima de mi antigua cómoda. Era la primera foto que yo le había hecho, el retrato secreto de Abigail antes de que su familia despertara y ella se aplicara su barra de labios. Susie Salmón, fotógrafa de la naturaleza, había captado a una mujer mirando al otro lado de su brumoso jardín de barrio residencial.
Utilizó el cuarto de baño, dejando que el agua corriera ruidosamente y moviendo las toallas. Supo de inmediato que era su madre quien había comprado las toallas de color crema, un color ridículo para unas toallas, y había bordado las iniciales, algo también ridículo, pensó. Pero con la misma rapidez se rió de sí misma. Empezaba a preguntarse si le había servido de algo su estrategia de tantos años de arrasar todo lo que podía serle útil al enemigo. Su madre era encantadora en su ebriedad, era juiciosa en su banalidad. ¿Cuándo debería uno liberarse no sólo de los muertos sino de los vivos, y aprender a aceptar?
Yo no estaba en el cuarto de baño, ni en la bañera, ni en el grifo; no recibía en audiencia en el espejo ni estaba en miniatura en la punta de cada cerda del cepillo de dientes de Lindsey o de Buckley. De una manera que no sabía explicar -¿habían alcanzado un estado de felicidad?, ¿volvían mis padres a estar juntos para siempre?, ¿había empezado Buckley a contarle sus problemas a alguien?, ¿se curaría de verdad mi padre?-, yo había dejado de suspirar por ellos, de necesitar que suspiraran por mí. Aunque todavía lo haría alguna vez y ellos también lo harían. Siempre.
En el piso de abajo, Hal sujetaba la muñeca de la mano de Buckley que sostenía la escobilla.
– Pásalo con mucha delicadeza por el tambor con bordón.
Y Buckley así lo hizo y levantó la vista hacia Lindsey, sentada frente a él en el sofá.
– Genial, Buck.
– Como una serpiente de cascabel.
A Hal le gustó eso.
– Exacto -dijo, y por la cabeza le pasaron imágenes de su futura banda de jazz.
Mi madre bajó por la escalera. Cuando entró en la sala, lo primero que vio fue a mi padre. Trató de darle a entender con la mirada que estaba bien, que seguía respirando, soportando la altitud.
– ¡Atención todos! -gritó mi abuela desde la cocina-. ¡Sentaos, que Samuel tiene algo que decirnos!
Todos rieron, y antes de que volvieran a cerrarse en sí mismos -les resultaba muy difícil estar juntos, aun cuando fuera lo que todos habían deseado-, Samuel entró en la sala con la abuela Lynn, que llevaba una bandeja de copas de champán, listas para ser llenadas. Él lanzó una mirada a Lindsey.
– Lynn va a ayudarme a servir -dijo.
– Algo que se le da muy bien -dijo mi madre.
– ¿Abigail? -dijo la abuela Lynn.
– ¿Sí?
– Me alegro de verte a ti también.
– Adelante, Samuel -dijo mi padre.
– Quería deciros que me alegro de estar aquí con todos vosotros.
Pero Hal conocía a su hermano.
– No has acabado, artífice de la palabra. Buck, ayúdale con una escobilla. -Esta vez dejó que mi hermano lo hiciera sin su ayuda y éste respaldó a Samuel.
– Quería decir que me alegro de que la señora Salmón haya vuelto, y que el señor Salmón también haya vuelto, y que es un honor para mí casarme con su encantadora hija.
– ¡Bien dicho! -dijo mi padre.
Mi madre se levantó para sostenerle la bandeja a la abuela Lynn, y juntas repartieron las copas por la habitación.
Mientras veía a mi familia beber champán, pensé en cómo sus vidas se habían arrastrado de acá para allá desde mi asesinato, y vi, mientras Samuel daba el atrevido paso de besar a Lindsey delante de toda la familia, que emprendían por fin el vuelo, alejándose de mi muerte.
Ésos eran los queridos huesos que habían crecido en mi ausencia: las relaciones, a veces poco sólidas, otras hechas con grandes sacrificios, pero a menudo magníficas, que habían nacido después de mi desaparición. Y empecé a ver las cosas de una manera que me permitía abrazar el mundo sin estar dentro de él. Los sucesos desencadenados por mi muerte no eran más que los huesos de un cuerpo que se recompondría en un momento impredecible del futuro. El precio de lo que yo había llegado a ver como ese cuerpo milagroso había sido mi vida.
Mi padre miró a la hija que tenía delante. La hija misteriosa había desaparecido.
Con la promesa de que Hal iba a enseñarle a hacer redobles después de comer, Buckley dejó la escobilla y los palillos, y los siete cruzaron la cocina hasta el comedor, donde Samuel y la abuela Lynn habían servido en la vajilla buena sus ziti congelados Souffer y la tarta de queso congelada Sara Lee.
– Hay alguien fuera -dijo Hal, viendo a un hombre por la ventana-. ¡Es Ray Singh!
– Hazle pasar -dijo mi madre.
– Se está yendo.
Todos salieron tras él menos mi padre y mi abuela, que se quedaron en el comedor.
– ¡Eh, Ray! -gritó Hal, abriendo la puerta y casi pisando la tarta-. ¡Espera!
Ray se volvió. Su madre estaba en el coche con el motor encendido.
– No queríamos interrumpir -le dijo Ray a Hal.
Lindsey, Samuel, Buckley y una mujer que reconoció como la señora Salmón se habían quedado amontonados en el porche.
– ¿Es Ruana? -dijo mi madre-. Por favor, invítala a pasar.
– No os preocupéis, en serio -dijo Ray sin hacer ademán de acercarse. «¿Está viendo esto Susie?», se preguntó.
Lindsey y Samuel se separaron del grupo y se acercaron a él.
Para entonces mi madre había recorrido el camino del garaje y se inclinaba hacia la ventanilla del coche para hablar con Ruana.
Ray lanzó una mirada a su madre cuando ésta abrió la portezuela para bajar del coche y entrar en la casa.
– Para nosotros, todo menos tarta -dijo a mi madre al acercarse por el camino.
– ¿Está trabajando el doctor Singh? -preguntó mi madre.
– Para variar -dijo Ruana. Vio a Ray cruzar con Lindsey y Samuel la puerta de la casa-. ¿Volverá a venir a fumarse un apestoso cigarrillo conmigo?
– Eso está hecho -dijo mi madre.
– Bienvenido, Ray. Siéntate -dijo mi padre al verlo entrar en la sala de estar. En su corazón había un lugar especial para el chico que había querido a su hija, pero Buckley se dejó caer en la silla al lado de su padre antes de que nadie más pudiera acercarse a él.
Lindsey y Samuel trajeron dos sillas de respaldo recto de la sala de estar y se sentaron junto al aparador. Ruana se sentó entre la abuela Lynn y mi madre, y Hal, solo, en un extremo.
En ese momento caí en la cuenta de que no sabrían cuándo me había marchado, del mismo modo que no podían saber las veces que había rondado una habitación en particular. Buckley me había hablado y yo le había respondido. Aunque yo no había creído que había hablado con él, lo había hecho. Me había manifestado de la forma en que ellos habían querido que lo hiciera.
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