Alice Sebold - Desde Mi Cielo

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A Susie Salmon (sí, igual que el pez) la mataron. Fue violada, asesinada y luego descuartizada en un campo de trigo cuando volvía del colegio una helada tarde de invierno.
A sus 14 años, era una joven como tantas, que soñaba con ir a la universidad, conocer chicos, vestirse a la moda y ser actriz o fotógrafa. Pero ahora ya no está para contarnos sus planes, sus ansias de futuro… o tal vez sí.
Desde la atalaya de su cielo, en el que ahora habita eternamente, Susie observa la vida en la Tierra de aquellos a quienes dejó.
Desde ese cielo donde ahora puede concretar todos sus sueños de adolescente, Susie también relata de forma minuciosa la brutal preparación y ejecución de su asesinato, cometido por un conocido, un vecino del lugar, y descubrir que no es la única chica que ha hecho `desaparecer` dicho individuo.
Una narración fría y distante de un acto perverso, en las que Susie intercala sus ingenuas y curiosas experiencias en su cielo. La realidad más atroz y perturbadora, junto con la fantasía de un mundo donde el muerto puede al fin realizar todos sus deseos. Excepto uno: volver a la Tierra junto a los suyos.
A Susie sólo le queda dedicarse a observar, cuidar e intentar de alguna forma, intervenir en la vida de aquellos a quienes dejó atrás: su obstinado padre, que no descansará hasta saber lo que realmente le ocurrió, su madre, que termina aislada de todo y de todos, sus hermanos, que lucharán por sobrevivir al vacío dejado por ella y reconstruir sus vidas, sus amigos, inmersos en la lucha diaria por seguir sin su presencia, e incluso en el chico que estaba enamorado de ella y que no logra olvidarla. Desde su cielo, Susie debe aprender también a resignarse, dejar vivir a los vivos y continuar su derrotero.
Queramos verlo o no, el Mal forma parte de nuestra vida cotidiana, y esta novela desgarradora

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– Entre Hal, Buckley y yo hemos hecho galletas de chocolate y nueces -dijo-. Y, si queréis, tengo lasaña congelada. -Se levantó y mi hermano la imitó, listo para ayudar.

– Me encantarían unas galletas, Lynn -dijo Samuel.

– ¿Lynn? Así me gusta -dijo-, ¿Vas a empezar a llamar a Jack «Jack»?

– Tal vez.

Una vez que Buckley y la abuela Lynn hubieron salido de la habitación, Hal notó un nuevo nerviosismo en el ambiente.

– Creo que voy a echar una mano -dijo.

Lindsey, Samuel y mi padre oyeron los atareados ruidos de la cocina. También oían el tictac del reloj del rincón, el que mi madre había llamado nuestro «rústico reloj colonial».

– Sé que me preocupo demasiado -dijo mi padre.

– Eso no es lo que quería decir Samuel -dijo Lindsey.

Samuel guardó silencio y yo lo observé.

– Señor Salmón -dijo por fin; no estaba del todo preparado para llamarlo «Jack»-. Le he pedido a Lindsey que se case conmigo.

Lindsey tenía el corazón en la garganta, pero no miraba a Samuel. Miraba a mi padre.

Buckley entró con una fuente de galletas, y Hal lo siguió con copas de champán entre los dedos y una botella de Dom Pérignon de 1978.

– De parte de tu abuela, en el día de vuestra ceremonia de graduación -dijo.

La abuela Lynn entró a continuación con las manos vacías, a excepción de su gran vaso de whisky, que reflejó la luz, brillando como un jarro de diamantes de hielo.

Para Lindsey era como si no hubiera nadie más allí aparte de ella y su padre.

– ¿Qué dices, papá? -preguntó.

– Digo -logró decir él, levantándose para estrechar la mano de Samuel- que no podría desear un yerno mejor.

La abuela Lynn estalló al oír la última palabra.

– ¡Dios mío, cariño! ¡Felicidades!

Hasta Buckley se relajó, liberándose del nudo que solía inmovilizarlo y abandonándose a una alegría poco habitual en él. Pero yo vi el delgado y tembloroso hilo que seguía uniendo a mi hermana a mi padre. El cordón invisible que puede matar.

Descorcharon la botella.

– ¡Como un maestro! -le dijo mi abuela a Hal mientras servía el champán.

Fue Buckley quien me vio, mientras mi padre y mi hermana se incorporaban al grupo y escuchaban los innumerables brindis de la abuela Lynn. Me vio bajo el rústico reloj colonial y se quedó mirándome, bebiendo champán. De mí salían cuerdas que se alargaban y se agitaban en el aire. Alguien le pasó una galleta y él la sostuvo en las manos, pero no se la comió. Me vio el cuerpo y la cara, que no habían cambiado, el pelo con la raya aún en medio, el pecho todavía plano y las caderas sin desarrollar, y quiso pronunciar mi nombre. Fue sólo un instante, y luego desaparecí.

Con los años me cansé de observar, y me sentaba en la parte trasera de los trenes que entraban y salían de la estación de Filadelfia. Los pasajeros subían y bajaban mientras yo escuchaba sus conversaciones entremezcladas con el ruido de las puertas del tren al abrirse y cerrarse, los gritos de los revisores al anunciar las estaciones, el arrastrar y repiquetear de suelas de zapatos y tacones altos que pasaban del pavimento al metal, y el suave pum, pum sobre los pasillos alfombrados del tren. Era lo que Lindsey, en sus entrenamientos, llamaba un descanso activo: los músculos todavía tensos, pero la mente relajada. Yo escuchaba los ruidos y sentía el movimiento del tren, y, al hacerlo, a menudo oía las voces de los que ya no vivían en la Tierra. Voces de otros como yo, los observadores.

Casi todos los que estamos en el cielo tenemos en la Tierra a alguien a quien observar, un ser querido, un amigo, incluso algún desconocido que una vez fue amable con nosotros, que nos ofreció una comida caliente o una sonrisa radiante en el momento oportuno. Y cuando yo no observaba, oía hablar a los demás de sus seres queridos en la Tierra, me temo que de manera tan infructuosa como yo. Un intento unilateral de engatusar y entrenar a los jóvenes, de querer y añorar a sus compañeros, una tarjeta de una sola cara que nunca podría firmarse.

El tren se paraba o avanzaba bruscamente desde la calle Treinta hasta cerca de Overbrook, y yo los oía decir nombres y frases: «Ten cuidado con ese vaso», «Ojo con tu padre», «Oh, mira qué mayor parece con ese vestido», «Estoy contigo, madre», «Esmeralda, Sally, Lupe, Keesha, Frank…». Muchos nombres. Y luego el tren ganaba velocidad, y con él aumentaba cada vez más el volumen de todas esas frases inauditas que llegaban del cielo; en el punto más álgido entre dos estaciones, el ruido de nuestra nostalgia se volvía tan ensordecedor que me veía obligada a abrir los ojos.

Desde las ventanas de los trenes repentinamente silenciosos veía a mujeres tendiendo o recogiendo la colada. Se agachaban sobre sus cestas y extendían sábanas blancas, amarillas o rosadas en las cuerdas de tender. Yo contaba las prendas de ropa interior de hombre y de niño, y las típicas bragas de algodón de niña pequeña. Y el ruido que yo echaba de menos, el ruido de la vida, reemplazaba al incesante llamar a todos por sus nombres.

La colada húmeda: los restallidos, los tirones, la mojada pesadez de las sábanas de cama doble y sencilla. Los ruidos reales traían a la memoria los ruidos recordados del pasado, cuando me tumbaba bajo la ropa mojada para atrapar las gotas con la lengua, o corría entre las sábanas como si fueran conos de tráfico, persiguiendo a Lindsey o persiguiéndome ella a mí. Y a eso se sumaba el recuerdo de nuestra madre tratando de sermonearnos porque nuestras manos pringosas de mantequilla de cacahuete iban a ensuciar las sábanas buenas, o por las pegajosas manchas de caramelo de limón que había encontrado en las camisas de nuestro padre. De este modo se fundían en mi mente la visión y el olor de lo real, lo imaginado y lo recordado.

Ese día, después de volver la espalda a la Tierra, me subí a distintos trenes hasta que sólo pude pensar en una cosa: «Aguanta quieta», decía mi padre mientras yo sostenía la botella con el barco en miniatura y él quemaba las cuerdas con que había levantado el mástil y soltaba el clíper en su mar de masilla azul. Y yo le esperaba, notando la tensión de ese instante en que el mundo de la botella dependía únicamente de mí.

18

Cuando su padre mencionó la sima por teléfono, Ruth estaba en la habitación que tenía alquilada en la Primera Avenida. Se enrolló el largo cable negro del teléfono alrededor de la muñeca y el brazo, y dio breves y cortantes respuestas. A la anciana que le alquilaba la habitación le gustaba escuchar, de modo que Ruth trató de no extenderse mucho. Más tarde, desde la calle, llamaría a casa a cobro revertido y concretaría sus planes.

Había sabido que haría un peregrinaje a la sima antes de que la cubrieran los promotores inmobiliarios. Su fascinación por lugares como las simas era un secreto que guardaba para sí, como lo eran mi asesinato y nuestro encuentro en el aparcamiento de los profesores. Eran cosas que no explicaría en Nueva York, donde veía a otros contar sus intimidades borrachos en el bar, prostituyendo a sus familias y sus traumas a cambio de copas y popularidad. Le parecía que estas cosas no debían circular como falsos regalitos que se reparten en una fiesta. Tenía un código de honor con sus diarios y sus poemas. «Guárdatelo, guárdatelo», susurraba para sí cuando sentía la urgencia de contar algo, y acababa dando largos paseos por la ciudad, pero viendo en su lugar el campo de trigo de Stolfuz o una imagen de su padre examinando los fragmentos de antiguas molduras que había rescatado. Nueva York le proporcionaba un telón de fondo perfecto para sus pensamientos. Pese a sus autoimpuestos paseos pisando fuerte por sus calles y callejones, la ciudad en sí tenía muy poco que ver con su vida interior.

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