Alice Sebold - Desde Mi Cielo

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A Susie Salmon (sí, igual que el pez) la mataron. Fue violada, asesinada y luego descuartizada en un campo de trigo cuando volvía del colegio una helada tarde de invierno.
A sus 14 años, era una joven como tantas, que soñaba con ir a la universidad, conocer chicos, vestirse a la moda y ser actriz o fotógrafa. Pero ahora ya no está para contarnos sus planes, sus ansias de futuro… o tal vez sí.
Desde la atalaya de su cielo, en el que ahora habita eternamente, Susie observa la vida en la Tierra de aquellos a quienes dejó.
Desde ese cielo donde ahora puede concretar todos sus sueños de adolescente, Susie también relata de forma minuciosa la brutal preparación y ejecución de su asesinato, cometido por un conocido, un vecino del lugar, y descubrir que no es la única chica que ha hecho `desaparecer` dicho individuo.
Una narración fría y distante de un acto perverso, en las que Susie intercala sus ingenuas y curiosas experiencias en su cielo. La realidad más atroz y perturbadora, junto con la fantasía de un mundo donde el muerto puede al fin realizar todos sus deseos. Excepto uno: volver a la Tierra junto a los suyos.
A Susie sólo le queda dedicarse a observar, cuidar e intentar de alguna forma, intervenir en la vida de aquellos a quienes dejó atrás: su obstinado padre, que no descansará hasta saber lo que realmente le ocurrió, su madre, que termina aislada de todo y de todos, sus hermanos, que lucharán por sobrevivir al vacío dejado por ella y reconstruir sus vidas, sus amigos, inmersos en la lucha diaria por seguir sin su presencia, e incluso en el chico que estaba enamorado de ella y que no logra olvidarla. Desde su cielo, Susie debe aprender también a resignarse, dejar vivir a los vivos y continuar su derrotero.
Queramos verlo o no, el Mal forma parte de nuestra vida cotidiana, y esta novela desgarradora

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– Cásate conmigo.

– ¿Samuel?

– Estoy cansado de hacer siempre lo que está bien. Cásate conmigo y dejaré esta casa como nueva.

– ¿Y quién nos mantendrá?

– Nosotros -dijo él-, como sea.

Ella se incorporó y se arrodilló frente a él. Estaban los dos medio vestidos y empezaban a tener frío a medida que se disipaba su calor.

– De acuerdo.

– ¿De acuerdo?

– Creo que puedo -dijo mi hermana-. ¡Quiero decir que sí!

Algunos clichés yo sólo los comprendía cuando llegaban a toda velocidad a mi cielo. Nunca había visto un pollo decapitado, nunca había significado mucho para mí, aparte de ser una criatura que había recibido un trato muy parecido al mío. Pero en ese momento corrí por mi cielo como… ¡un pollo decapitado! Estaba tan contenta que grité una y otra vez. ¡Mi hermana! ¡Mi Samuel! ¡Mi sueño!

Ella lloraba, y él la abrazaba y la mecía contra él.

– ¿Estás contenta, mi amor? -preguntó.

Ella asintió contra su pecho desnudo.

– Sí -dijo, y luego se quedó inmóvil-. Mi padre. -Levantó la cabeza y miró a Samuel-. Sé que está preocupado.

– Sí -dijo él, tratando de cambiar de estrategia.

– ¿Cuántos kilómetros hay hasta casa?

– Unos quince -dijo Samuel-. Tal vez menos.

– Podríamos hacerlo -dijo ella.

– Estás loca.

– En la otra bolsa de la moto están las zapatillas de deporte.

No podían correr con sus trajes de cuero, de modo que se quedaron en ropa interior y camiseta, lo más cerca de lo que nadie de mi familia estaría jamás de esas personas que corren desnudas en lugares públicos. Samuel marcó el ritmo, corriendo delante de mi hermana como había hecho durante años para que ella no se desanimara. Casi no pasaban coches por la carretera, pero cuando alguno lo hacía, de los charcos de los lados se levantaba una pared de agua que los dejaba a los dos jadeando, luchando por volver a llenarse los pulmones de aire. Los dos habían corrido antes bajo la lluvia, pero nunca en plena tormenta. Mientras corrían, jugaron a ver quién se guarecía mejor de la lluvia, zigzagueando para protegerse bajo cualquier rama que colgara por encima de ellos, aunque el barro les salpicara las piernas. Pero a los cinco kilómetros estaban callados, avanzando a un ritmo natural que llevaban años practicando, concentrados en el sonido de su propia respiración y el de sus zapatillas mojadas al golpear el asfalto.

En un momento dado, al cruzar chapoteando un gran charco sin molestarse ya en esquivarlo, ella pensó en la piscina local de la que habíamos sido socios hasta que mi muerte puso fin a la existencia cómodamente pública de mi familia. Había estado en alguna parte de esa carretera, pero no levantó la cabeza para buscar la conocida valla de tela metálica. En su lugar, un recuerdo acudió a su mente. Estábamos ella y yo metidas en el agua con nuestros bañadores con falditas de volantes. Teníamos los ojos abiertos debajo del agua, una nueva habilidad, sobre todo para ella, y nos mirábamos los cuerpos suspendidos bajo el agua. Nuestro pelo flotaba, las falditas flotaban, y teníamos las mejillas infladas, conteniendo la respiración. Luego nos cogíamos de la mano y, juntas, salíamos disparadas del agua rompiendo la superficie. Nos llenábamos los pulmones de aire, se nos destapaban los oídos y reíamos a la vez.

Observé a mi atractiva hermana correr con los pulmones y las piernas bombeando, y vi que utilizaba de nuevo esa habilidad que había aprendido en la piscina, luchando por ver a través de la lluvia, luchando por seguir levantando las piernas al ritmo que le marcaba Samuel, y supe que no huía de mí ni corría hacia mí. Como alguien que ha sobrevivido a un disparo en el estómago, la herida se había ido cerrando en una cicatriz durante ocho largos años.

Estaban a un kilómetro de mi casa cuando la intensidad de la lluvia bajó y la gente empezó a mirar por las ventanas a la calle.

Samuel aflojó la marcha y ella lo alcanzó. Tenían las camisetas pegadas al cuerpo.

Lindsey sintió una punzada en el costado, pero en cuanto desapareció corrió con Samuel a toda velocidad. De pronto se sorprendió con toda la piel de gallina y sonriendo de oreja a oreja.

– ¡Vamos a casarnos! -gritó, y él se detuvo en seco y la cogió en brazos, y seguían besándose cuando un coche pasó junto a ellos tocando el claxon.

Cuando sonó el timbre de la puerta de nuestra casa eran las cuatro, y Hal estaba en la cocina con uno de los viejos delantales blancos de mi madre, cortando galletas para la abuela Lynn. Le gustaba que le dieran trabajo, sentirse útil, y a mi abuela le gustaba utilizarlo. Formaban un equipo compenetrado. En cambio, a Buckley, el niño guardaespaldas, le encantaba comer.

– Ya voy yo -dijo mi padre.

Había soportado la tormenta con vasos de whisky con soda que le había ido preparando la abuela Lynn.

Se movía ahora con una agilidad desgarbada, como un bailarín de ballet retirado que tiende a apoyarse más sobre una pierna que sobre la otra después de muchos años de saltar con un solo pie.

– Estaba muy preocupado -dijo al abrir la puerta.

Lindsey tenía los brazos cruzados sobre el pecho, y hasta mi padre tuvo que reír cuando, desviando la mirada, se apresuró a coger las mantas que guardaban en el armario del vestíbulo. Samuel cubrió primero a Lindsey con una mientras mi padre le cubría los hombros a él lo mejor que podía y se formaban charcos de agua en el suelo de losetas. Justo cuando Lindsey se hubo tapado, Buckley, Hal y la abuela Lynn salieron al vestíbulo.

– Buckley -dijo la abuela Lynn-, ve a buscar unas toallas.

– ¿Has podido ir en moto con esta lluvia? -preguntó Hal con incredulidad.

– No, hemos venido corriendo -dijo Samuel.

– ¿Qué?

– Pasad a la sala -dijo mi padre-. Encenderemos el fuego.

Cuando los dos estuvieron sentados de espaldas a la chimenea, temblando al principio y bebiendo a sorbos el brandy que la abuela Lynn había pedido a Buckley que les sirviera en una bandeja de plata, todos oyeron la historia de la moto y la casa de la habitación octogonal que había puesto eufórico a Samuel.

– ¿Está bien la moto? -preguntó Hal.

– Hemos hecho lo que hemos podido -dijo Samuel-, pero necesitaremos un remolque.

– Estoy muy contento de que estéis bien -dijo mi padre.

– Hemos venido corriendo por usted, señor Salmón.

Mi abuela y mi hermano se habían sentado en el otro extremo de la habitación, lejos del fuego.

– No queríamos que os preocuparais -dijo Lindsey.

– Lindsey no quería que usted en concreto se preocupara.

Se produjo un silencio en la habitación. Lo que Samuel había dicho era verdad, por supuesto, pero también señalaba con demasiada claridad un hecho seguro: que Lindsey y Buckley habían llegado a vivir sus vidas en directa proporción al efecto que sus actos podían tener en un padre frágil.

La abuela Lynn atrajo la mirada de mi hermana y le guiñó un ojo.

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