Alice Sebold - Desde Mi Cielo

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A Susie Salmon (sí, igual que el pez) la mataron. Fue violada, asesinada y luego descuartizada en un campo de trigo cuando volvía del colegio una helada tarde de invierno.
A sus 14 años, era una joven como tantas, que soñaba con ir a la universidad, conocer chicos, vestirse a la moda y ser actriz o fotógrafa. Pero ahora ya no está para contarnos sus planes, sus ansias de futuro… o tal vez sí.
Desde la atalaya de su cielo, en el que ahora habita eternamente, Susie observa la vida en la Tierra de aquellos a quienes dejó.
Desde ese cielo donde ahora puede concretar todos sus sueños de adolescente, Susie también relata de forma minuciosa la brutal preparación y ejecución de su asesinato, cometido por un conocido, un vecino del lugar, y descubrir que no es la única chica que ha hecho `desaparecer` dicho individuo.
Una narración fría y distante de un acto perverso, en las que Susie intercala sus ingenuas y curiosas experiencias en su cielo. La realidad más atroz y perturbadora, junto con la fantasía de un mundo donde el muerto puede al fin realizar todos sus deseos. Excepto uno: volver a la Tierra junto a los suyos.
A Susie sólo le queda dedicarse a observar, cuidar e intentar de alguna forma, intervenir en la vida de aquellos a quienes dejó atrás: su obstinado padre, que no descansará hasta saber lo que realmente le ocurrió, su madre, que termina aislada de todo y de todos, sus hermanos, que lucharán por sobrevivir al vacío dejado por ella y reconstruir sus vidas, sus amigos, inmersos en la lucha diaria por seguir sin su presencia, e incluso en el chico que estaba enamorado de ella y que no logra olvidarla. Desde su cielo, Susie debe aprender también a resignarse, dejar vivir a los vivos y continuar su derrotero.
Queramos verlo o no, el Mal forma parte de nuestra vida cotidiana, y esta novela desgarradora

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No reconoció la voz impregnada de odio de mi padre.

– ¿Brian? -brotó la temblorosa voz de Clarissa-. ¿Brian? -Empuñaba la esperanza como un escudo.

Mi padre soltó el bate.

– ¿Hola? ¿Quién anda ahí?

Con el viento en los oídos, Brian Nelson, el desgarbado espantapájaros, detuvo el Spyder Corvette de su hermano mayor en el aparcamiento del colegio. Tarde, siempre llegaba tarde y se dormía en clase y en la mesa de comedor, pero nunca cuando un compañero tenía un Playboy o una chica guapa pasaba por su lado, nunca en una noche que lo esperaba una chica en el campo de trigo. Aun así, se lo tomó con calma. El viento, espléndido manto protector para lo que tenía previsto hacer, soplaba en sus oídos.

Brian se acercó al campo de trigo con la gigantesca linterna que su madre guardaba debajo del fregadero para casos de emergencia. Por fin, oyó lo que diría más tarde que eran gritos de Clarissa pidiendo socorro.

El corazón de mi padre era como una pesada piedra que transportaba dentro del pecho mientras corría y buscaba a tientas los gimoteantes sonidos de la chica. Su madre le tejía mitones, Susie pedía guantes, tanto frío hacía en el campo de trigo en invierno. ¡Clarissa! La estúpida amiga de Susie. Maquillaje, remilgados sándwiches de jamón y su bronceado tropical.

Chocó a ciegas con ella y la tiró al suelo en la oscuridad. Los gritos de Clarissa le llenaron los oídos y penetraron en los intersticios, rebotando dentro de él.

– ¡Susie! -gritó él a su vez.

Al oír mi nombre, Brian echó a correr, reaccionando de golpe. Su linterna dio botes sobre el campo de trigo, y, por un deslumbrante segundo, iluminó al señor Harvey. Nadie lo vio excepto yo. La linterna de Brian iluminó su espalda mientras se arrastraba entre los tallos altos, atento a los gimoteos.

De pronto, el haz de luz dio en el blanco, y Brian levantó y apartó a mi padre de Clarissa para golpearlo. Lo golpeó en la cabeza, en la espalda y en la cara con la linterna de su equipo de emergencia. Mi padre gritó y gimió.

Brian vio de pronto el bate.

Yo empujé una y otra vez los límites inamovibles de mi cielo. Quería alargar una mano y levantar a mi padre, llevármelo lejos.

Clarissa echó a correr y Brian se volvió. Mi padre lo miró a los ojos, pero apenas podía respirar.

– ¡Cabrón! -exclamó Brian, lleno de reproche.

Oí murmullos en la Tierra. Oí mi nombre. Me pareció probar la sangre de la cara de mi padre, alargar una mano para cubrirle los labios cortados con los dedos, yacer con él en mi tumba.

Pero tuve que volverle la espalda en mi cielo. No podía hacer nada, atrapada en mi mundo perfecto. La sangre que probé era amarga. Acida. Quería que mi padre velara por mí, quería su celoso amor. Pero también quería que se marchara y me dejara. Me habían concedido una triste gracia. De nuevo en la habitación, donde la butaca verde conservaba el calor de su cuerpo, apagué la solitaria y parpadeante vela.

12

Me quedé a su lado en la habitación y lo observé dormir. A lo largo de la noche se había ido desenredando y desvelando la historia: el señor Salmón, enloquecido por la tristeza, había salido al campo de trigo en busca de venganza. Eso encajaba con lo que la policía sabía de él, sus persistentes llamadas telefónicas, su obsesión con el vecino y la visita que había hecho ese mismo día el detective Fenerman para comunicar a mis padres que, pese a todas sus buenas intenciones y propósitos, la investigación de mi asesinato había entrado en una fase de estancamiento. No quedaban pistas por investigar. No habían encontrado ningún cuerpo.

El cirujano tuvo que operarle la rodilla para reemplazar la rótula por una fruncida sutura que le inutilizaba parcialmente la articulación. Mientras observaba la operación, pensé en lo parecido que era a coser, y confié en que mi padre estuviera en manos más capaces que las mías. Yo había sido torpe en la clase de ciencias del hogar. Siempre me hacía un lío con el extremo de la cremallera y el hilvanado.

Pero el cirujano había tenido paciencia. Una enfermera le había informado de lo ocurrido mientras se lavaba y frotaba las manos. Él recordaba haber leído en los periódicos lo que me había ocurrido. Era de la edad de mi padre y también tenía hijos. Se estremeció al ponerse los guantes. Cuánto se parecían ese hombre y él. Y qué distintos eran.

En la oscura sala de hospital, un tubo fluorescente zumbaba justo detrás de la cama de mi padre. Era la única luz que había en la habitación poco antes del amanecer, hasta que entró mi hermana.

– Ve a despertar a tu padre -le dijo mi madre a Lindsey-. No puedo creer que no se haya despertado con el ruido.

De modo que mi hermana había subido. Todos sabían ahora dónde encontrarlo; en apenas seis meses la butaca verde se había convertido en su verdadera cama.

– ¡No está aquí! -gritó mi hermana tan pronto como se dio cuenta-. ¡Se ha ido! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Papá se ha ido! -Por un insólito instante, Lindsey se comportó como una niña asustada.

– ¡Maldita sea! -exclamó mi madre.

– ¿Mamá? -dijo Buckley.

Lindsey entró corriendo en la cocina. Mi madre estaba vuelta hacia el hervidor de agua. Su espalda era un manojo de nervios mientras preparaba té.

– ¿Mamá? -dijo Lindsey-. Tenemos que hacer algo.

– ¿No ves…? -Mi madre se quedó como paralizada con una caja de Earl Grey suspendida en el aire.

– ¿Qué?

Mi madre dejó el té, encendió un fuego y se volvió. Y de pronto lo vio: Buckley se había abrazado a su hermana y se chupaba ansioso el pulgar.

– Ha salido tras ese hombre y se ha metido en líos.

– Tenemos que salir a buscarlo, mamá -dijo Lindsey-. Tenemos que ayudarle.

– No.

– Mamá, tenemos que ayudar a papá.

– ¡Buckley, deja de chuparte el dedo!

Mi hermano se echó a llorar de pánico, y mi hermana bajó los brazos para atraerlo más hacia sí. Miró a nuestra madre.

– Voy a salir a buscarlo -dijo Lindsey.

– No vas a hacer nada de eso -dijo mi madre-. Vendrá a casa cuando pueda. No vamos a mezclarnos en esto.

– Mamá -dijo Lindsey-, ¿y si está herido?

Buckley dejó de llorar el tiempo suficiente para mirar a mi hermana y luego a mi madre. Sabía lo que significaba «herido» y quién no estaba en casa.

Mi madre lanzó a Lindsey una mirada llena de intención.

– No hay más que hablar. Puedes esperar arriba en tu cuarto o aquí abajo conmigo, como quieras.

Lindsey estaba muda de asombro. Se quedó mirando a nuestra madre y supo lo que más deseaba hacer: huir, salir corriendo al campo de trigo donde estaba mi padre, donde estaba yo, donde de pronto sentía que se había trasladado el corazón de su familia. Pero Buckley seguía apoyado contra ella.

– Vamos arriba, Buckley -dijo-. Puedes dormir en mi cama.

Él empezaba a comprender: te trataban de manera especial y luego te decían algo horrible.

Cuando llegó la llamada de la policía, mi madre fue inmediatamente al armario del vestíbulo.

– ¡Le han golpeado con un bate de béisbol! -exclamó, cogiendo el abrigo, las llaves y el carmín.

Mi hermana se sintió más sola que nunca, pero también más responsable. No podían dejar solo a Buckley, y Lindsey no sabía conducir. Además, era lo más lógico. ¿No debía acudir la esposa al lado del marido?

Pero en cuanto mi hermana logró hablar por teléfono con la madre de Nate -después de todo, el alboroto en el campo de trigo había despertado a todo el vecindario-, supo qué debía hacer. Llamó a Samuel. En menos de una hora llegó la madre de Nate para llevarse a Buckley, y Hal Heckler se detuvo en su moto delante de nuestra casa. Debía ser emocionante asirse al guapo hermano mayor de Samuel e ir en moto por primera vez, pero ella sólo podía pensar en nuestro padre.

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