Alejo Carpentier - El Reino De Este Mundo

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El reino de este mundo (1949), que tiene como tema central la revolución haitiana y el tirano del siglo XIX Henri Christopher El término `lo real maravilloso` inventado por Carpentier y divulgado en el prólogo a su novela El reino de este mundo ha servido para tipificar su propia novelística. Es un símil del llamado `realismo mítico` incorporado a la descripción de la realidad hispanoamericana. La realidad y el sueño, la razón y la imaginación, la historia y la fábula, la vida y la muerte, entretejen sus lazos narrativos hasta llegar a conformar una especie de tapiz suntuoso, mágico y alegórico, conceptual y, por momentos, culterano.

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de la antigua vivienda, ahora piedra como otra cualquiera para quien no recordase tanto. Estaba hablando con las hormigas cuando un ruido inesperado le hizo volver la cabeza. Hacia él venían, a todo trote, varios jinetes de uniformes resplandecientes, con dormanes azules cubiertos de agujetas y paramentos, cuello de pasamanería, entorchados de mucho fleco, pantalones de gamuza galonada, chacos con penacho de plumas celeste y botas a lo húsar. Habituado a los sencillos uniformes coloniales españoles, Ti Noel descubría de pronto, con asombro, las

pompas de un estilo napoleónico, que los hombres de su raza habían llevado a un grado de boato ignorado por los mismos generales del Corso. Los oficiales pasaron por su lado, como metidos en una nube de polvo de oro, alejándose hacia Millot. El viejo, fascinado, siguió el rastro de sus caballos en la tierra del camino.

Al salir de una arboleda tuvo la impresión de penetrar en un suntuoso vergel. Todas las tierras que rodeaban el pueblo de Millot estaban cuidadas como huerta de alquería, con sus acequias a escuadra, con sus camellones

verdecidos de posturas tiernas. Mucha gente trabajaba en esos campos, bajo la vigilancia de soldados armados de látigos que, de cuando en cuando, lanzaban un guijarro a un perezoso. "Presos", pensó Ti Noel, al ver que los guardianes eran negros, pero que los trabajadores también eran negros, lo cual contrariaba ciertas nociones que había adquirido en Santiago de Cuba, las noches en que había podido concurrir a alguna fiesta de tumbas y catás en el Cabildo de Negros Franceses. Pero ahora el viejo se había detenido, maravillado por el espectáculo más inesperado,

más imponente que hubiera visto en su larga existencia. Sobre un fondo de montañas estriadas de violado por gargantas profundas se alzaba un palacio rosado, un alcázar de ventanas arqueadas, hecho casi aéreo por el alto zócalo de una escalinata de piedra. A un lado había largos cobertizos tejados, que debían de ser las dependencias, los cuarteles y las caballerizas. Al otro lado, un edificio redondo, coronado por una cúpula asentada en blancas columnas, del que salían varios sacerdotes de sobrepelliz. A medida que se iba acercando, Tí Noel descubría terrazas, estatuas, arcadas, jardines, pérgolas, arroyos artificiales y laberintos de boj. Al pie de pilastras macizas, que sostenían un gran sol de madera negra, montaban la guardia dos leones de bronce. Por la explanada de honor iban y venían, en gran tráfago, militares vestidos de blanco, jóvenes capitanes de bicornio, todos constelados de reflejos, sonándose el sable sobre los muslos. Una ventana abierta descubría el trabajo de una orquesta de baile en pleno ensayo. A las ventanas del palacio asomábanse damas coronadas de plumas, con el abundante pecho alzado por

el talle demasiado alto de los vestidos a la moda. En un patio, dos cocheros de librea daban esponja a una carroza enorme, totalmente dorada, cubierta de soles en relieve. Al pasar frente al edificio circular del que habían salido los sacerdotes, Ti Noel vio que se trataba de una iglesia, llena de cortinas, estandartes y baldaquines, que albergaba una alta imagen de la Inmaculada Concepción.

Pero lo que más asombraba a Ti Noel era el descubrimiento de que ese mundo prodigioso, como no lo habían conocido los gobernadores franceses del Cabo, era un mundo de negros. Porque negras eran aquellas honrosas señoras, de firme nalgatorio, que ahora bailaban la rueda en torno a una fuente de tritones; negros aquellos dos ministros de medias blancas, que descendían, con la cartera de becerro debajo del brazo, la escalinata de honor; negro aquel cocinero, con co1a de armiño en el bonete, que recibía un venado de hombros de varios aldeanos conducidos por el Montero Mayor; negros aquellos húsares que trotaban en el picadero; negro aquel Gran Copero, de cadena de plata al cuello, que contemplaba, en compañía del Gran Maestre de Cetrería, los ensayos de

actores negros en un teatro de verdura, negros aquellos lacayos de peluca blanca, cuyos botones dorados eran contados por un mayordomo de verde chaqueta, negra, en fin, y bien negra, era la Inmaculada Concepción que se erguía sobre el altar de la capilla, sonriendo dulcemente a los músicos negros que ensayaban un salve. Ti Noel comprendió que se hallaba e Sans-Souci, la residencia predilecta del rey Henri Christophe, aquel que fuera antaño cocinero en la calle de los Españoles, dueño del albergue de La Corona , y que hoy fundía monedas con sus iniciales, sobre la orgullosa divisa de Dios, mi causa y mí espada.

El viejo recibió un tremendo palo en el lomo. Antes de que le fuese dado protestar, un guardia lo estaba conduciendo, a puntapiés en el trasero, hacia uno de los cuarteles. Al verse encerrado en una celda, Ti Noel

comenzó a gritar que conocía personalmente a Henri Christophe, y hasta creía saber que se había casado desde entonces con María Luisa Coidavid, sobrina de una encajera liberta que iba a menudo a la hacienda de Lenormand de Mezy. Pero nadie le hizo caso. Por la tarde se le llevó, con otros presos, hasta el pie del Gorro del Obispo, donde había grandes montones de materiales de construcción. Le entregaron un ladrillo.

– jSúbelo!… ¡Y vuelve por otro!

– Estoy muy viejo.

Ti Noel recibió un garrotazo en el cráneo. Sin objetar más, emprendió la ascensión de la empinada montaña, metiéndose en una larga fila de niños, de muchachas embarazadas, de mujeres y de ancianos, que también llevaban un ladrillo en la mano. El viejo volvió la cabeza hacia Millot. En el atardecer, el palacio parecía más rosado que antes. Junto a un busto de Paulina Bonaparte, que había adornado antaño su casa del Cabo, las princesitas Atenais y Amatista, vestidas de raso alamarado, jugaban al volante. Un poco más lejos, el capellán de la reina -único semblante claro en el cuadro- leía las Vidas Paralelas de Plutarco al príncipe heredero, bajo la mirada complacida de Henri Christophe, que paseaba, seguido de sus ministros, por los jardines de la reina. De paso, Su Majestad agarraba distraídamente una rosa blanca, recién abierta sobre los bojes que perfilaban una corona y un ave fénix al pie de las alegorías de mármol.

III EL SACRIFICIO DE LOS TOROS

En la cima del Gorro del Obispo, hincada de andamios, se alzaba aquella segunda montaña -montaña sobre montaña- que era la Ciudadela La Ferriére. Una prodigiosa generación de hongos encarnados, con lisura y cerrazón de brocado, trepaba ya a los flancos de la torre mayor -después de haber vestido los espolones y estribos-, ensanchando perfiles de pólipos sobre las murallas de color de almagre. En aquella mole de ladrillos tostados, levantada más arriba de las nubes con tales proporciones que las perspectivas desafiaban los hábitos de la mirada, se

ahondaban túneles, corredores, caminos secretos y chimeneas, en sombras espesas. Una luz de acuario, glauca, verdosa, teñida por los helechos que se unían ya en el vacío, descendía sobre un vaho de humedad de lo alto de las troneras y respiraderos. Las escaleras del infierno comunicaban tres baterías principales con la santabárbara, la capilla de los artilleros, las cocinas, los aljibes, las fraguas, la fundición, las mazmorras. En medio del patio de armas, varios toros eran degollados, cada día, para amasar con su sangre una mezcla que haría la fortaleza invulnerable. Hacia el mar, dominando el vertiginoso panorama de la Llanura, los obreros enyesaban ya las estancias de la Casa Real, los departamentos de mujeres, los comedores, los billares. Sobre ejes de carretas empotrados en las

murallas se afianzaban los puentes volantes por los cuales el ladrillo y la piedra eran llevados a las terrazas cimeras, tendidas entre abismos de dentro y de fuera que ponían el vértigo en el vientre de los edificadores. A menudo un negro desaparecía en el vacío, llevándose una batea de argamasa. Al punto llegaba otro, sin que nadie pensara más en el caído. Centenares de hombres trabajaban en las entrañas de aquella inmensa construcción, siempre espiados por el látigo y el fusil, rematando obras que sólo habían sido vistas, hasta entonces, en las arquitecturas imaginarias del Piranese. Izados por cuerdas sobre las escarpas de la montaña llegaban los primeros cañones, que se montaban en cureñas de cedro a lo largo de salas abovedadas, eternamente en penumbras, cuyas troneras dominaban todos los pasos y desfiladeros del país. Ahí estaban el Escipión, el Aníbal, el Amílcar, bien lisos, de un bronce casi dora

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