Alejo Carpentier - El Reino De Este Mundo

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El reino de este mundo (1949), que tiene como tema central la revolución haitiana y el tirano del siglo XIX Henri Christopher El término `lo real maravilloso` inventado por Carpentier y divulgado en el prólogo a su novela El reino de este mundo ha servido para tipificar su propia novelística. Es un símil del llamado `realismo mítico` incorporado a la descripción de la realidad hispanoamericana. La realidad y el sueño, la razón y la imaginación, la historia y la fábula, la vida y la muerte, entretejen sus lazos narrativos hasta llegar a conformar una especie de tapiz suntuoso, mágico y alegórico, conceptual y, por momentos, culterano.

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del edicto del difunto Leclerc, disponiendo que "las mujeres blancas que se hubiesen prostituido con negros fuesen devueltas a Francia, cualquiera que fuese su rango". Muchas hembras se dieron al tribadismo, exhibiéndose en los bailes con mulatas que llamaban sus cocottes. Las hijas de esclavos eran forzadas en plena infancia. Por ese camino se llegó muy pronto al horror. Los días de fiesta, Rochambeau comenzó a hacer devorar negros por sus perros, y cuando los colmillos no se decidían a lacerar un cuerpo humano, en presencia de tantas brillantes personas vestidas de seda, se hería a la victima con una espada, para que la sangre corriera, bien apetitosa. Estimando que con ello los negros se estarían quietos, el gobernador había mandado a buscar centenares de mastines a Cuba:

– On leur fera bouffer du noir!

El día que la nave vista por Ti Noel entro en la rada del Cabo, se emparejó con otro velero que venía de la Martinica, cargado de serpientes venenosas que el general quería soltar en la Llanura para que mordiera a los campesinos que vivían en casas aisladas y daban ayuda a los cimarrones del monte. Pero esas serpientes, criaturas de Damballah, habrían de morir sin haber puesto huevos, desapareciendo al mismo tiempo que los últimos colonos del antiguo régimen. Ahora, los Grandes Loas favorecían las armas negras. Ganaban batallas quienes tuvieran dioses guerreros que invocar. Ogún Badagrí guiaba las cargas al arma blanca contra las últimas trincheras de la Diosa Razón. Y, como en todos los combates que realmente merecen ser recordados porque alguien detuviera el sol o derribara murallas con una trompeta, hubo, en aquellos días, hombres que cerraron con el pecho desnudo las bocas de cañones enemigos y hombres que tuvieron poderes para apartar de su cuerpo el plomo de los fusiles.

Fue entonces cuando aparecieron en los campos unos sacerdotes negros, sin tonsura ni ordenación, que llamaban los Padres de la Sabana. En lo de decir latines sobre el jergón de un agonizante eran tan sabios como los curas franceses. Pero se les entendía mejor, porque cuando recitaban el Padre Nuestro o el Avemaría sabían dar al texto

acentos e inflexiones que eran semejantes a las de otros himnos por todos sabidos. Por fin ciertos asuntos de vivos y de muertos empezaban a tratarse en familia.

III

"En todas partes se encontraban coronas rea-

les, de oro, entre las cuales había unas tan

gruesas, que apenas si podían levantarse del

suelo," '

karl ritter , testigo

del saqueo de Sans-Souci.

I LOS SIGNOS

Un negro, viejo pero firme aún sobre sus pies juanetudos y escamados, abandonó la goleta recién atracada al muelle de Saint-Marc. Muy lejos, hacia el Norte, una cresta de montañas dibujaba, con un azul apenas más obscuro que el del cielo, un contorno conocido. Sin esperar más, Ti Noel agarró un grueso palo de guayacán y salió de la ciudad. Ya estaban lejos los días en que un terrateniente santiaguero lo ganara por un órdago de mus a Monsieur Lenormand de Mezy, muerto poco después en la mayor miseria. Bajo la mano de su amo criollo había conocido una vida mucho más llevadera que la impuesta antaño a sus esclavos por los franceses de la Llanura del Norte. Así, guardan las monedas que el amo le había dado aguinaldo, año tras año, había logrado pagar la suma que le exigiera el patrón de un barco pesquero para viajar en cubierta. Aunque marcado por dos hierros, Ti Noel era

un hombre libre. Andaba ahora sobre una tierra en que la esclavitud había sido abolida para siempre.

En su primera jornada de marcha alcanzó las riberas del Artibonite; tumbándose al amparo de un árbol para hacer noche. Al amanecer echó a andar de nuevo, siguiendo un camino que se alargaba entre parras silvestres y bambúes. Los hombres que lavaban caballos le gritaban cosas que no entendía muy bien, pero a las que respondía a su manera, hablando de lo que se le antojara. Además, Ti Noel nunca estaba solo aunque estuviese solo. Desde hacía mucho tiempo había adquirido el arte de conversar con las sillas, las ollas, o bien con una vaca, una guitarra, o con su propia sombra. Aquí la gente era alegre. Pero, a la vuelta de un sendero, las plantas y los árboles parecieron secarse, haciéndose esqueletos de plantas y de árboles, sobre una tierra que, de roja y grumosa, había pasado a ser como de polvo de sótano. Ya no se veían cementerios claros, con sus pequeños sepulcros de yeso blanco, como templos clásicos del tamaño de perreras. Aquí los muertos se enterraban a orillas del camino, en una llanura callada y hostil, invadida por cactos y aromos. A veces, una cobija abandonada sobre sus cuatro horcones

significaba una huida de los habitantes ante miasmas malévolos. Todas las vegetaciones que ahí crecían tenían filos, dardos, púas y leches para hacer daño. Los pocos hombres que Ti Noel se encontraba no respondían al

saludo, siguiendo con los ojos pegados al suelo, como el hocico de sus perros. De pronto el negro se detuvo, respirando hondamente. Un chivo, ahorcado, colgaba de un árbol vestido de espinas. El suelo se había llenado

de advertencias: tres piedras en semicírculo, con una ramita quebrada en ojiva a modo de puerta. Más adelante, varios pollos negros, atados por una pata, se mecían, cabeza abajo, a lo largo de una rama grasienta. Por fin, al cabo de los Signos, un árbol particularmente malvado, de tronco erizado de agujas negras, se veía rodeado de ofrendas.

Entre sus raíces habían encajado -retorcidas, sarmentosas, despitorradas- varias Muletas de Legba, el Señor de los Caminos.

Ti Noel cayó de rodillas y dio gracias al cielo por haberle concedido el júbilo de regrresar a la tierra de los Grande Pactos. Porque él sabía-y lo sabían todos los negros franceses de Santiago de Cuba- que el triunfo de Dessalines se debía a una preparación tremenda, en la que habían intervenido Loco, Petro, Ogún Ferraille, Brise-Pimba, Caplaou-Pimba, Marinette Bois-Cheche y todas las divinidades de la pólvora y del fuego, en una serie de caídas en posesión de una violencia tan terrible que ciertos hombres habían sido lanzados al aire o golpeados

contra el suelo por los conjuros. Luego, la sangre, la pólvora, la harina de trigo y el polvo del café se habían amasado hasta constituir la Levadura capaz de hacer volver la cabeza a los antepasados, mientras latían los

tambores consagrados y se entrechocaban sobre una hoguera los hierros de los iniciados. En el colmo de la exaltación, un inspirado se había montado sobre las espaldas de dos hombres que relinchaban, trabados en

piafante perfil de centauro, descendiendo, como a galope de caballo, hacia el mar que, más allá de la noche, más allá de muchas noches, lamía las fronteras del mundo de los Altos Poderes.

II SANS-SOUCI

Al cabo de varios días de marcha, Ti Noel comenzó a reconocer ciertos lugares. Por el sabor del agua, supo que se había bañado muchas veces, pero más abajo, en aquel arroyo que serpeaba hacia la costa. Pasó cerca de la caverna en que Mackandal otrora, hiciera macerar sus plantas venenosas. Cada vez más impaciente, descendió por

angosto valle de Dondón, hasta desembocar en la Llanura del Norte. Entonces, siguiendo la orilla del mar, se encaminó hacia la antigua hacienda de Lenormand de Mezy.

Por las tres ceibas situadas en vértices de triángulo comprendió que había llegado. Pero ahí no quedaba nada: ni añilería, ni secaderos, niestablos, ni bucanes. De la casa, una chimenea de ladrillos que habían cubierto las yedras de antaño, ya degeneradas por tanto sol sin sombra; de los almacenes, unas losas encajadas en el barro; de la capilla, el gallo de hierro de la, veleta. Aquí y allá se erguían pedazos de pared, que parecían gruesas letras rotas. Los pinos, las parras, los árboles de Europa, habían desaparecido, así como la huerta donde, en otros tiempos, había comenzado a blanquear el espárrago, a espesarse el corazón de la alcachofa, entre un respiro de menta y otro de mejorana. La hacienda toda estaba hecha un erial atravesado por un camino. Tí Noel se sentó sobre una de las piedras esquineras

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