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Alejo Carpentier: El Reino De Este Mundo

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Alejo Carpentier El Reino De Este Mundo

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El reino de este mundo (1949), que tiene como tema central la revolución haitiana y el tirano del siglo XIX Henri Christopher El término `lo real maravilloso` inventado por Carpentier y divulgado en el prólogo a su novela El reino de este mundo ha servido para tipificar su propia novelística. Es un símil del llamado `realismo mítico` incorporado a la descripción de la realidad hispanoamericana. La realidad y el sueño, la razón y la imaginación, la historia y la fábula, la vida y la muerte, entretejen sus lazos narrativos hasta llegar a conformar una especie de tapiz suntuoso, mágico y alegórico, conceptual y, por momentos, culterano.

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Sacado de la iglesia en brazos de sus oficiales, el rey masculló vagas maldiciones, amenazando de muerte a todos los vecinos de Limonade si cantaban los gallos. Mientras recibía los primeros cuidados de María Luisa y de las princesas, los campesinos, aterrorizados por el delirio del monarca, comenzaron a bajar gallinas y gallos, metidos en canastas, a la noche de los pozos profundos, para que se olvidaran de cloqueos y fanfarronadas. Los burros eran espantados al monte bajo una lluvia de palos. Los caballos eran amordazados para evitar malas interpretaciones

de relinchos.

Y aquella tarde, la pesada carroza real entró en la explanaba de honor de Sans-Souci al galope de sus seis cabaIIos. Con la camisa abierta, el rey fue subido a sus habitaciones. Cayó en la cama como un saco de cadenas. Más córnea que iris, sus ojos expresaban un furor sacado de lo hondo, por no poder mover los brazos ni las piernas. Los médicos comenzaron a frotar su cuerpo inerte con una mezcla de aguardiente, pólvora y pimienta roja. En todo el palacio, las medicinas, tisanas, sales y ungüentos sahumaban la tibieza de los salones demasiado llenos de funcionarios y cortesanos. Las princesas Atenais y Amatista lloraron en el escote de la institutriz norteamericana. La reina, poco preocupada por la etiqueta en aquellos momentos, se había agachado en un rincón de la antecámara para vigilar el hervor de un cocimiento de raíces, puesto a calentar sobre una hornilla de carbón de leña cuyo reflejo de llama verdadera daba raro realismo al colorido de un Gobelino que adornaba la pared, mostrando a Venus la fragua de Vulcano. Su Majestad pidió un abanico para avivar el fuego demasiado lento. Se respiraba una mala atmósfera en aquel crepúsculo de sombras harto impacientes por abrazarse a las cosas. No acababa de saberse si realmente sonaban tambores, en la montaña. Pero, a veces, un ritmo caído de altas lejanías se mezclaba extrañamente con el Avemaría que las mujeres rezaban en el Salón de Honor, hallando inconfesadas resonancias en más de un pecho.

VI ULTIMA RATIO REGUM

El domingo siguiente, a la puesta del sol, Henri Christophe tuvo la impresión de que sus rodillas, sus brazos, aun entumecidos, responderían a un gran esfuerzo de voluntad. Dando pesadas vueltas para salir de la cama, dejó caer sus pies al suelo, quedando, como quebrado de cintura, de media espalda sobre el lecho. Su lacayo Solimán lo ayudó a enderezarse. Entonces el rey pudo andar hasta la ventana, con pasos medidos, como un gran autómata. Llamadas por el servidor, la reina y las princesas entraron quedamente en la habitación, colocándose en un rincón obscuro debajo de un retrato ecuestre de Su Majestad. Ellas sabían que en Haut.-le-Cap se estaba bebiendo demasiado. En las esquinas había grandes calderos llenos de sopas y carmes abucanadas, ofrecidas por cocineras sudorosas que tamborileaban sobre las mesas con espumaderas y cucharones. En un callejón de gritos y risas bailaban los pañuelos de una calenda.

El rey aspiraba el aire de la tarde con creciente alivio del peso que había agobiado su pecho. La noche salía ya de las faldas de las montañas, difuminando el contorno de árboles y laberintos. De pronto, Christophe observó que los músicos de la capilla real atravesaban el patio de honor, cargando con sus instrumentos. Cada cual se acompañaba de su deformación profesional. El arpista estaba encorvado, como giboso, por el peso del arpa, aquel otro, tan flaco, estaba como grávido de una tambora colgada de los hombros; otro se abrazaba a un helicón. Y cerraba la marcha un enano, casi oculto por el pabellón de un chinesco, que a cada paso tintineaba por todas las campanillas. El rey iba a extrañarse de que, a semejante hora, sus músicos salieran así, hacia el monte, como para dar un concierto al pie de alguna ceiba solitaria, cuando redoblaron a un tiempo ocho cajas militares. Era la hora del relevo de la guardia. Su Majestad se dio a observar cuidadosamente a sus granaderos, para cerciorarse

de que, durante su enfermedad, observaban la rígida disciplina a que los tenía habituados. Pero, de súbito, la mano del monarca se alzó en gesto de colérica sorpresa. Las cajas destimbradas, habían dejado el toque reglamentario, desacompasándose en tres percusiones distintas, producidas, no ya por palillos, sino por los dedos sobre los parches.

– ¡Están tocando el manducumán! gritó Christophe, arrojando el bicornio al suelo. En ese instante la guardia rompió filas atravesando en desorden la explanada de honor. Los oficiales corrieron con el sable en claro. De las ventanas de los cuarteles empezaron a descolgarse racimos de hombres con las casacas abiertas y el pantalón por encima de las botas. Se dispararon tiros al aire. Un abanderado laceró el estandarte coronas y delfines del regimiento del Príncipe Real. En medio de la confusión, un pelotón de Caballos Ligeros se alejó del palacio a galope tendido, seguido por las mulas de un furgón lleno de monturas y arneses. Era una desbandada general de uniformes, siempre

arreados por las cajas militares golpeadas con los puños. Un soldado palúdico, sorprendido por el motín, salió de la enfermería envuelto en una sábana, ajustándose el barbuquejo de un chacó. Al pasar debajo de la ventana de Christophe hizo un gesto obsceno y escapó a todo correr. Luego, fue la calma del atardecer, con la remota queja de un

pavo real. El rey volvió la cabeza. En la noche de la habitación, la reina María Luisa y las princesas Atenais y Amatista lloraban. Ya se sabía por qué la gente había bebido tanto aquel día en Hautle-Cap.

Christophe echó a andar por su palacio, ayudándose con barandas, cortinas y espaldares de sillas. La ausencia de cortesanos, de lacayos, de guardias, daba una terrible vaciedad a los corredores y estancias. Las

paredes parecían más altas, las baldosas, más anchas. El Salón de los Espejos no reflejó más figura que la del rey, hasta el trasmundo de sus cristales más lejanos. Y luego, esos zumbidos, esos roces, esos grillos del artesonado,

que nunca se habían escuchado antes, y que ahora, con sus intermitencias y pausas, daban al silencio toda una escala de profundidad. Las velas se derretían lentamente en sus candelabros. Una mariposa nocturna giraba en la sala del consejo. Luego de arrojarse sobre un marco dorado, un insecto caía al suelo, aquí, allá, con el inconfundible golpe

de élitros de ciertos escarabajos voladores. El gran salón de recepciones, con sus ventanas abiertas en las dos fachadas, hizo escuchar a Christophe el sonido de sus propios tacones, acreciendo su impresión de absoluta soledad. Por una puerta de servicio bajó a las cocinas, donde el fuego moría bajo los asadores sin carnes. En el suelo, junto a la mesa de trinchar, había varias botellas de vino vacías. Se habían llevado las ristras de ajos colgados del dintel de la chimenea, las sartas de sartas de setas dion-dion, los jamones puestos a ahumar. El palacio estaba desierto, entregado a la noche sin luna. Era de quien quisiera tomarlo, pues se habían llevado hasta los perros de caza. Henri Christophe volvió a su piso. La escalera blanca resultaba siniestramente fría y lúgubre a la luz de las arañas prendidas. Un murciélago se coló por el tragaluz de la rotonda, dando vueltas desordenadas bajo el oro viejo del cielo raso. El rey se apoyo en la balaustrada, buscando la solidez del mármol.

Allá abajo, sentados en el último peldaño de la escalera de honor, cinco negros jóvenes habían vuelto hacia él sus rostros ansiosos. En aquel instante, Christophe sintió que los amaba. Eran los Bombones Reales; eran Delivrance, Valentín, La Couronne, John, Bien Aimé, los africanos que el rey había comprado a un mercader de esclavos para darles la libertad y hacerles enseñar el lindo oficio de pajes. Christophe se había mantenido siempre al margen de la mística africanista de los primeros caudillos de la independencia haitiana, tratando en todo de dar a

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