Adolfo Casares - Dormir al sol

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El tema de la imposibilidad de la relación amorosa, la inserción de un mundo fantástico en la realidad, la especulación filosófica y el humorismo distanciador son elementos recurrentes en Adolfo Bioy Casares que, en mayor o menor medida, se dan también cita en Dormir al sol. Lucho Bordenave lleva la existencia gris del empleado cesante, dedicado al oficio de relojero, hasta que, de modo un tanto misterioso, internan a su mujer en un `Instituto Frenopático`. A partir de ese momento nos adentramos en una región sin perfiles en que lo real se confunde con lo imaginado, el sueño con la vigilia y la locura con la lucidez. Las peripecias más inusitadas suceden bajo la apariencia de normalidad hasta llegar a las últimas páginas, dominadas por un mundo de pesadilla y culminadas por un desconcertante final.

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– No me hará creer que me devolvieron a Diana.

Metió la cara entre las manos y la dejó ahí por los instantes más largos de mi vida. Por fin las apartó; su cara parecía la de un muerto.

– En cuanto al cuerpo, sí.

– ¿Y en cuánto al alma? Volvió a reanimarse.

– En cuanto al alma, señor Bordenave, ocurrió un hecho francamente imprevisible. Como usted comprenderá, en el Instituto procedemos de acuerdo a estrictas normas de prudencia.

Ponderó tanto sus normas de prudencia que me puse nervioso. Le pregunté:

– ¿Por qué no me dice de una vez qué pasó con el alma de mi señora?

– El alma de la señora -contestó- alojada en una perra de raza pointer y de temperamento tranquilo, no corría, dentro de lo que es lógico suponer, el menor riesgo.

Creí que me daba una buena noticia, hasta que algo me resultó sospechoso. Pregunté:

– No corría el menor riesgo, pero ¿qué pasó?

– No previmos, no pudimos prever, que el carácter de la señora fuera tan inquieto.

– Está bien, no podían prever, pero ¿qué pasó?

– La perra, que era muy tranquila, manifestó cierta nerviosidad. Le aseguro que para extraer la verdad tuve que reprimir los nervios e insistir mucho.

Insistí:

– Bueno ¿y después?

– La nerviosidad aumentó. Hágase cargo de mi sorpresa cuando un muchacho que trabajaba en la escuela de perros y nos da una mano en el cuidado y alimentación de los que tenemos aquí (un muchacho de cejas pobladas, que seguramente usted ha visto por el barrio) vino con la noticia de que la perra en cuestión se había escapado.

– La perra en cuestión es mi señora -dije con despecho.

– Llevaba el alma de la señora -corrigió-. Le garanto que no ahorramos esfuerzo para recuperarla. Es claro, cuando supimos que se había internado en el Parque Chas, que es un verdadero laberinto, flaqueó nuestra esperanza… pero de ningún modo nuestro empeño, le garanto, de ningún modo nuestro empeño.

Dije como un autómata:

– Parece increíble. Una perra pointer, medio azulada, en el Parque Chas. Le juro que la vi. No había pasado un minuto cuando apareció el cejudo. Increíble.

– ¿Por qué no la sujetó?

– ¿Por qué iba a sujetarla? ¿Qué sabía yo? Esto es una calamidad, una verdadera calamidad.

– No se ponga así, Bordenave -me dijo-. Trate de serenarse y de escuchar hasta que yo le diga todo. Tengo buenas noticias. Muy buenas.

– Me cuesta creerle -dije-. Esto es una calamidad. Yo estoy desesperado.

– Interprete debidamente mis palabras; no creo que tenga motivo. Yo sí lo tuve cuando la perra desapareció. Tan desesperado me vio un día el doctor Campolongo que me refirió, a lo mejor para sugerirme la idea salvadora, un caso del Tornú, donde también trabaja… Una enferma joven, que no se resignaba a morir y suplicaba a todos los médicos que la salvaran… "Nuestra oportunidad" le dijo a Campolongo. "¿Por qué no le habla?" Le habló. En menos de cinco minutos la pobre muchacha había aceptado. ¿A que no adivina dónde se presentaron dificultades? En el hospital, para sacarla. Desde luego eso a usted no le interesa. La pasamos al cuerpo de su señora y dejamos que el otro cuerpo, condenado por la enfermedad, muriera.

Cuando uno está desesperado, sale con las preguntas más raras. Le pregunté:

– Esa persona que está dentro de mi señora ¿cómo sabe tantos pormenores de nuestra vida?

– La aleccionamos con los elementos que pudimos reunir. Es una chica inteligente, despierta, muy buena, le garanto.

– Que vivía por la Plaza Irlanda -dije sin pensar.

– ¿Cómo sabe? -preguntó.

– Eso tampoco importa -le aseguré-. Lo que importa es que me la cambiaron a Diana.

– Usted sale ganando en todo. Le admito que la belleza física de la señora es incomparable. Usted se la llevó a su casa. Admítame que el alma de la señora estaba enferma y que raramente la enfermedad es linda. ¿Qué echa de menos, amigo Bordenave? ¿Las recriminaciones, los caprichos, los engaños?

Las manos me ardieron de ganas de abofetearlo. Me contuve, no sé por qué, y le dije:

– No echo de menos las recriminaciones ni los engaños. Tampoco me gusta la enfermedad. La quiero, simplemente, a ella. Voy a poner un aviso en los diarios, ofreciendo una gratificación al que me devuelva la perra pointer.

– No es necesario -contestó-. La recuperamos.

LXVI

– Su idea de poner un aviso no era mala -declaró el doctor-. Hay infinidad de gente dispuesta a mover cielo y tierra para ayudar a los que sufren porque se les escapó un perrito. El cejudo, que tiene buena mano, redactó el aviso y a los pocos días nos trajeron la perra.

Casi me levanto a darle un abrazo. Murmuré:

– ¿Por qué tardó tanto en decirlo?

Se me quebró la voz.

– Porque si le explico el proceso precipitadamente, usted, que nunca oyó hablar de estas cosas, no entiende nada.

Calló, como si no tuviera más que decir. Por no encontrar mejor manera de preguntarle por qué no me la devolvía ahí mismo, exclamé:

– ¡Qué bueno! ¡Así que la recuperamos a Diana!

– A su alma. Como usted no ignora, en el ínterin, se complicó la situación.

– No entiendo -dije-. Ahora que la tenemos ¿me la va a negar, doctor?

– De ningún modo. Eso sí, debe compenetrarse de las dificultades que enfrentamos.

– Le quedo agradecido por todo lo que hizo, pero ¿por qué no la trae? Me muero de ganas de verla.

¿-¿Cómo está ahora?

Le aseguro que esa pregunta me causó el efecto de un mazazo. Logré apenas balbucear:

– No me diga que va a traerme la perra.

– No, no -respondió con una sonrisa tranquilizadora- pero veo que va entendiendo.

Muy asustado contesté:

– Le aseguro que no.

– Sin embargo, sabe que el cuerpo de su señora está ocupado por la chica de la Plaza Irlanda.

Yo no podía creer lo que oía.

– Si está, es por su culpa -grité-. Sáquela. Sáquela inmediatamente.

Me dijo:

– No me pida que haga mal a nadie. Mi obra pierde todo el sentido si aumento la desdicha de una sola persona.

– O me equivoco o usted se considera un gran benefactor. Ya veremos qué piensa la gente cuando se entere.

– Por lo menos oiga antes de juzgar. Le dije que no quiero aumentar la desdicha de nadie. Lo incluyo a usted.

– Entonces no tiene más que devolverme a Diana.

– Estamos en eso -me dijo-.¿Me permite una explicación?

– La considero inútil.

– Yo no. Yo le debo una explicación, aunque usted quizá no la merezca. En el Instituto, aquí no más, teníamos una enferma incurable, pero lindísima, una chica maravillosa. Pensé…

– ¿Qué pensó?

– Mire, le prevengo que es tan linda como la señora Diana. Más joven aún ¡y de una delicadeza en los rasgos!

A esa altura de la discusión adiviné a quién se refería. Bastante indignado le dije:

– Hay pocas mujeres lindas como Diana.

– Verdad. También es verdad que esta chica es muy linda.

– No va a comparar.

– Primero la ve y después hablamos.

– Ya la he visto. Usted me cree idiota, pero sé de quien habla: la cazadora de moscas.

Abrió la boca y le tocó el turno de parecer idiota, pero se repuso demasiado pronto.

– La vio cuando la pobrecita estaba muy mal. Ahora, con el alma de la señora, es otra cosa. Otra cosa.

– Usted no me interpreta, doctor. Yo no quiero otra cosa. Quiero a Diana.

Dijo:

– En la variación está el gusto.

– Usted perdió el sentido de la decencia. ¿Nunca le dijeron que no hay que manosear a la gente? Yo se lo digo. Se cree un gran hombre y es un vulgar traficante de almas y de cuerpos. Un descuartizador.

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