Francois Mauriac - El Desierto Del Amor
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– Paul está con surmenage ; trabaja demasiado, es cierto; pero posee una reserva de salud que me tranquiliza.
La nuera se encogió de hombros, y no trataba de comprender lo que la vieja mascullaba para sí misma: "No está enfermo; la verdad es que sufre."
La señora Courréges repetía: “Los médicos se especializan en no cuidarse.” En la mesa lo espiaba; él levantaba hacia ella un rostro crispado.
– Hoy es viernes: ¿por qué, entonces, chuleta?
– Necesitas sobrealimentación.
– ¿Qué sabes tú de eso?
– ¿Por qué no consultas a Dulac? Un médico no sabe cuidarse solo.
– Después de todo, pobre Lucie, ¿por qué piensas que estoy enfermo?
– No te ves a ti mismo; da miedo mirarte; todo el mundo se da cuenta de ello. Ayer, no más, no recuerdo quién, me preguntó: "Pero, ¿qué tiene su marido?" Deberías tomar un remedio para el hígado. Estoy segura de que se trata de eso.
– ¿Por qué el hígado y no otro órgano?
Declaraba con tono perentorio: "Tengo esa impresión." Lucie tenía la certeza precisa de que era el hígado, y nada la haría desistir de ello; al preocuparse del doctor mostrábase más fastidiosa que las moscas: “Ya tomaste dos tazas de café; ordenaré en la cocina que no vuelvan a llenar la cafetera; es el tercer cigarrillo después del desayuno, no lo niegues; las tres colillas están en el cenicero."
– La prueba de que se siente enfermo – decía ella un día a su suegra – es que ayer lo sorprendí frente a un espejo mirando muy de cerca su rostro. ¡El, que jamás se había preocupado de su físico! Parecía como si tratara de desarrugarse la frente y las sienes; llegó hasta abrir la boca y mirar sus dientes.
La abuela Courréges observaba, por encima de sus lentes, a su nuera, como si temiera descifrar sobre ese rostro desconfiado algo más grave que la inquietud: una sospecha. La anciana sentía que el beso de su hijo por la noche era más prolongado que antaño y tal vez ella sabía lo que significaba el peso de esa cabeza de hombre que por algunos segundos se abandonaba: habíase acostumbrado desde la adolescencia de su hijo a adivinar sus heridas, que sólo podían ser curadas por un solo ser en el mundo: el autor de ellas. Pero la esposa, si bien había sido lastimada en su ternura durante años, sólo creía en un mal físico; y cada vez que el doctor se sentaba frente a ella apoyando sus dos manos unidas sobre su rostro adolorido, repetía:
– Todos nosotros opinamos lo mismo: debes consultar a Dulac.
– Dulac no me diría nada nuevo.
– ¿Acaso puedes auscultarte a ti mismo?
El doctor no respondía, atento como estaba a la angustia de su corazón. ¡ Ah! Por cierto contaba mejor los latidos de su corazón que los de otro pecho cualquiera, jadeante como se encontraba todavía después de ese juego al que se había entregado al lado de María Cross: ¡cuan difícil es introducir una palabra más tierna, una ilusión amorosa en una conversación con una mujer diferente que impone a su médico un carácter sagrado, que lo reviste de una paternidad espiritual!
El doctor revivía los detalles de esa visita: había estacionado su coche sobre el camino frente a la iglesia de Talence y había continuado a pie el camino lleno de charcos. El crepúsculo fue tan rápido que se hizo la noche antes que él hubiera franqueado la puerta de entrada. Al final de la avenida descuidada, una lámpara enrojecía los vidrios del primer piso de una casa baja.
No había tocado el timbre; ningún sirviente lo había precedido a través del comedor; había entrado sin llamar al salón donde María Cross, extendida, no se levantó; aún más, había proseguido durante algunos segundos su lectura. Luego: “Bien doctor, estoy a su disposición.” Le tendía sus dos manos y apartaba un poco sus pies para que pudiera sentarse en el diván. "No tome esa silla, está quebrada. Aquí hay lujo y miseria, usted sabe…"
El señor Larousselle había instalado a María Cross en esa casa de campo, donde el visitante tropezaba con la rotura de los tapices y los pliegues de los cortinajes disimulaban los hoyos. A ratos, María Cross permanecía silenciosa; para que el doctor tomara la iniciativa de una conversación favorable a la confesión que se proponía hacer, hubiera sido necesario que no existiera ese espejo que reflejaba un rostro cubierto por la barba, los ojos sanguinolentos y estropeados por el microscopio, la frente ya calva en la época en que Paul Courréges preparaba el internado. De todas maneras, tendría suerte: una mano pequeña colgaba tocando casi la alfombra: habíala cogido entre las suyas diciendo a media voz: "María…" Ella no había retirado su mano confiada: “No, doctor, no tengo fiebre.” Y como siempre sólo hablaba de sí misma, había agregado: “Hice una cosa, amigo mío, que usted aprobará: dije al señor Larousselle que ya no necesitaba el coche, que podía venderlo junto con los aparejos y despedir a Firmin.
Usted sabe cómo es él: incapaz de comprender algo de un sentimiento noble; rió, adujo que no valía la pena por un capricho de algunos días "trastornar todo aquí". Me he puesto firme, y sea el tiempo que sea uso sólo el tranvía: hoy mismo, cuando volví del cementerio. Pensé que usted estaría contento de mí. Me siento menos indigna de nuestro pequeño muerto; me siento menos… menos mantenida."
Pronunció apenas esta última palabra. Unos bellos ojos llenos de lágrimas, levantados hacia el doctor imploraban humildemente una aprobación; inmediatamente se la dio con voz grave y fría a esa mujer que sin cesar lo invocaba: "Usted que es tan grande… usted el más noble ser que he conocido jamás… su sola existencia basta para hacerme creer en el bien…" Quería protestar: "No soy lo que usted piensa, María; sólo soy un pobre hombre devorado por sus deseos como los otros hombres…"
– Usted no sería el santo que es – contestaba María – si no se despreciara.
– No, no, María: ¡no soy un santo! usted no sabe…
Ella lo contemplaba con una admiración cuidadosa; pero jamás se le había ocurrido inquietarse como Lucie Courréges y fijarse en su mal aspecto. El culto tan forzado que le dedicaba esta mujer, lo hacía desesperarse. Su deseo estaba bloqueado por esta admiración. Persuadíase, cuando se encontraba lejos de María Cross, de que no existían obstáculos que no pudiera atravesar un amor como el suyo; pero en cuanto se encontraba nuevamente frente a la joven que respetuosa esperaba sus palabras, se rendía ante la evidencia de su irremediable desgracia; nada en el mundo podía cambiar el plan de sus relaciones; ella no era amante sino discípula: él no era amante sino director espiritual.
Tender sus brazos hacia ese cuerpo extendido, atraerla hacia él hubiera sido un gesto tan demente como romper ese espejo. Y eso que él no sospechaba que ella esperaba con impaciencia su partida. María se sentía orgullosa de interesar al doctor, y en su vida de mujer caída, apreciaba muy alto sus relaciones con ese hombre eminente;
¡ pero cómo la aburría! Sin presentir que sus visitas fueran una lata para María, sentía que cada día se escapaba un poco más su secreto, a tal punto que sólo una indiferencia llegada al colmo explicaba que ella no se hubiera dado cuenta. Si María hubiera sentido tan sólo un comienzo de afecto, el amor del doctor le habría saltado a la vista. ¡ Ay, hasta qué punto puede una mujer estar ausente frente a un hombre al cual, por otra parte, estima y venera y cuyo trato la enorgullece, pero la aburre! Este hecho se le había revelado al doctor parcialmente, lo suficiente para aplastarlo.
Habíase levantado, interrumpiendo a Maria Cross en la mitad de una frase: "¡ Ah!", le había dicho ella, "¡usted no mide el tiempo de sus visitas! Pero los enfermos lo esperan… No quiero ser egoísta, y tenerlo sólo para mí."
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