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Francois Mauriac: El Desierto Del Amor

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Francois Mauriac El Desierto Del Amor

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Raymond creyó que iba a surgir una de esas interminables conversaciones, cuyas múltiples e insignificantes palabras morían alrededor del doctor. La mayoría de las veces se trataba de discusiones domésticas. Cada una defendía a sus criados: Ilíada miserable en la cual las riñas de la servidumbre desencadenaban, en el Olimpo del comedor, diosas protectoras. Muchas veces también los matrimonios se disputaban una mujer para que trabajara por el día: "Contraté a Travaillote para la próxima semana", decía, por ejemplo, la señora Courréges a Madeleine Basque. La joven replicaba que no se había zurcido aún la ropa de los niños.

– Siempre logras contratar a Travaillote.

– ¡ Pues bien! Dile que venga a María-nariz-rota.

– María-nariz-rota trabaja muy lentamente, y además tengo que pagarle el tranvía.

Pero esa tarde, la mención de los cortinajes blancos de la iglesia suscitó una disputa mucho más grave. La abuela Courréges agregó:

– Se trata del pequeño de María Cross: murió de una meningitis. Parece que pidió un entierro de primera.

– ¡ Qué falta de tacto!

Al oír esta exclamación de su mujer, el doctor, que leía una revista mientras tomaba su sopa, levantó los ojos. Como siempre, la esposa, entonces, bajó los suyos, pero en su tono de cólera le dijo que era una lástima que el sacerdote no hubiera puesto en su lugar a esa mujer que mantenía Larousselle a vista y paciencia de toda la ciudad y que desplegaba un lujo insolente: caballos, coches, y todo lo demás. El doctor extendió la mano:

– No juzguemos. No somos nosotros los ofendidos.

– ¿Y el escándalo? ¿No significa nada?

Ante una mueca que hizo el doctor, ella comprendió que él admirábase de su vulgaridad, y trató de bajar el tono de la voz; pero segundos después, volvía a exclamar que esa mujer le producía horror… La propiedad en la cual había vivido durante tanto tiempo su vieja amiga la señora Bouflard, suegra de Víctor Larousselle, estaba habitada ahora por una bribona… Cada vez que pasaba frente a la casa, se le partía el alma…

El doctor, con voz tranquila, casi en voz baja, la interrumpió para decirle que esta tarde sólo había en esa casa una madre a la cabecera de su hijo muerto. Entonces, la señora Courréges, solemne y con el índice levantado, pronunció:

– ¡ La justicia de Dios!

Los niños oyeron el ruido de la silla que el doctor bruscamente apartó de la mesa. Metió la revista en su bolsillo, y sin decir palabra alcanzó la puerta, esforzándose por que su paso fuera lento; pero la familia, atenta, lo oyó subir la escalera de cuatro en cuatro peldaños.

– ¿Dije algo extraordinario?

La señora Courréges interrogó con su mirada a su suegra, al joven matrimonio, a los niños, a la criada. Sólo se oía el ruido de los cuchillos y tenedores y la voz de Madeleine: "No mordisquees el pan… Deja ese hueso…" La señora Courréges, después de observar el rostro de su suegra, agregó:

– Es como una enfermedad.

Pero la anciana, metida la nariz en su plato, pareció no haberla escuchado. Entonces Raymond estalló en risas.

– Vete a reír afuera. Volverás cuando te hayas calmado.

Raymond tiró su servilleta. ¡Cuan apacible veíase el jardín! Sí: debía haber sido al final de la primavera, pues recordaba el vuelo ruidoso de algavaros, y habían servido fresas de postre. Sentóse en medio del prado sobre la piedra caliente de la alberca, cuyo surtidor jamás había funcionado. En el primer piso la sombra de su padre erraba de una ventana a la otra. En ese crepúsculo, polvoriento y pesado, de una campiña cercana a Burdeos, la campana sonaba a largos intervalos pues había muerto el niño de esa mujer que ahora, en este mismo instante, vaciaba su vaso tan cerca de Raymond que podía casi tocarla con su mano extendida. Después de haber bebido champaña, María Cross mira con más libertad al joven, como si ya no temiera que la reconociera. Decir que ha envejecido no es decir bastante: a pesar de sus cabellos cortos y pese a que viste a la última moda, su cuerpo, sin embargo, conserva las formas de las modas de 19… Es joven, pero con esa juventud que floreció y se detuvo hace quince años: joven como ya no se es más. Las mismas ojeras que tenía en aquel tiempo, cuando decía a Raymond: "Tenemos los mismos ojos."

Raymond recordaba que, al día siguiente de esa tarde en que su padre dejó la mesa, bebía su chocolate al alba, en el comedor, y como las ventanas estaban abiertas sobre la bruma, tiritaba un poco en medio de un olor a café recién molido. La grava del sendero crujía bajo las ruedas de la vieja berlina: el doctor se había retrasado esa mañana. La señora Courréges, vestida con una bata color ciruela, los cabellos tirantes y trenzados todavía según el rito nocturno, besó la frente del colegial, que no interrumpió su desayuno:

– ¿No ha bajado tu padre?

Agregó que debía entregarle unas cartas para el correo. Pero Raymond adivinó el motivo de su presencia en la mañana; de tanto vivir apretujados unos contra otros, los miembros de una misma familia se daban, a la vez, el gusto de no hacerse confidencias y de sorprender los secretos del vecino. La madre decía de su nuera: "Nunca me dice nada; eso no impide que la conozca a fondo." Cada uno pretendía conocer a fondo a los demás, y en cambio pretendía pasar por indescifrable frente a los otros. Raymond creyó saber el motivo que su madre tenía para encontrarse allí: "Deseaba desquitarse." Después de esa escena de la víspera, merodeaba alrededor de su marido tratando de granjearse el perdón. La pobre mujer descubría siempre tarde que sus palabras eran sin lugar a dudas, las que más herían al doctor. Como sucede en ciertos sueños dolorosos, cada esfuerzo que realizaba para acercarse a su marido lo alejaba de él; le era imposible decir y hacer algo que no le fuera odioso. Enredada en una torpe ternura, avanzaba a tientas, y con sus brazos tendidos sólo sabía herirlo.

Cuando oyó que en el primer piso se cerraba la puerta del doctor, la señora Courréges echó en la taza el café hirviente; una sonrisa iluminó su rostro empapado por el insomnio, estregado por la lenta lluvia de los días laboriosos e iguales: sonrisa que se apagó rápidamente al aparecer el doctor. Lo miraba, de pies a cabeza, con desconfianza:

– ¿Vas con tu sombrero de copa y tu capote?

– Lo estás viendo.

– ¿Vas a un matrimonio?

– ¿A un entierro?

– Sí.

– ¿Quién murió?

– Alguien al cual tú no conoces, Lucie.

– Dime quién es, de todas maneras.

– El chico Cross.

– ¿El hijo de Maria Cross? ¿La conoces? No me lo has dicho. No me has dicho nada. No obstante, desde que hablamos en la mesa acerca de esa bribona…

El doctor, de pie, bebía su café. Respondió, con su voz más suave, con voz que, aunque estrangulada, había alcanzado la cima de su exasperación:

– Después de veinticinco años no has comprendido que hablo lo menos posible de mis enfermos.

No, ella no comprendía y encontraba sorprendente que ella se enterara por casualidad, mientras estaba de visita, que a tal señora la atendiera el doctor Courréges:

– ¡Qué agradable es para mí ver la extrañeza de la gente!: "¿Cómo, usted no sabía?": entonces me veo obligada a contestar que no tienes ninguna confianza en mí, que no me dices nunca nada… ¿Cuidabas al niño? ¿Y de qué murió? Bien me lo puedes decir a mí, no diré nada; por lo demás, no tiene importancia para gente como esa…

El doctor, como si no la oyera ni la viera, púsose su abrigo, y gritó a Raymond: "Apúrate. Hace rato que han dado las siete." La señora Courréges trotaba tras ellos:

– ¿Qué he dicho de malo otra vez? Ya estás enfadado de nuevo.

Se oyó golpear la puerta de entrada; un macizo de arbustos ocultaba ya la vieja berlina, y el sol comenzaba a abrir la bruma; la señora Courréges, dirigiéndose a sí misma palabras confusas, volvió a la casa.

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