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Adolfo Casares: Una Muñeca Rusa – El Lado De La Sombra

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Sólo los grandes maestros como Bioy Casares dominan con maestría el arte de contar historias sencillas, propias de la pequeña odisea cotidiana del ser humano, que, no obstante, sin que el lector perciba exactamente cuándo ni cómo, lo precipitan en una atmósfera de inaprensible extrañeza o enajenación, a veces inquietante, como en «Un encuentro en Rauch», a veces atroz, como en «Margarita o El poder de la farmacopea», y a veces delirante, como en «A propósito de un olor» o en «Bajo el agua». En estos casos, como en «Una muñeca rusa», es lo grotesco lo que vuelca insidiosamente la realidad; y, en otros aún, como en «Catón», la amarga ironía de las contradicciones entre el arte y la política es la que nos compromete en una reflexión turbadora. De la risa incontenible al desasosiego, Bioy Casares nos conduce hacia ese asombroso lugar fronterizo entre lo real y lo fantástico en el que la ficción, todopoderosa, nos envuelve completamente.

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– ¡Es una lástima! -exclamó la hotelera, sinceramente apenada-. Se va el día antes del gran baile.

– ¿Qué baile?

Lo daba un señor Cazalis, «fuerte industrial de la zona», para su hija Chantal.

– En el Hotel de los Duques de Saboya, un verdadero palace, de Chambéry.

La señora pronunció con satisfacción la palabra palace.

¿Chambéry queda lejos?

– A unos kilómetros. Muy pocos.

– No sé para qué pregunto. No estoy invitado y ni siquiera tengo smoking.

La hotelera convino en que no valía la pena gastar en un smoking, para salir una noche, y después guardarlo en el ropero. Explicó:

– Además, en las tiendas de Aix, no conseguirá un smoking de confección y, en la época en que vivimos, tampoco encontrará en toda Francia un sastre dispuesto a hacerle un traje de un día para otro. ¿Quiere que le diga el secreto?: nadie siente amor por su trabajo.

– Es una lástima -murmuró Maceira, para contestar algo.

– Yo, si fuera usted, no descartaría la posibilidad de probarme el smoking del finado, mi marido -observó la hotelera-. ¿O le da impresión? Centímetro más, centímetro menos, era un hombre parecido a usted.

La señora lo llevó a su departamento, una verdadera casa dentro del hotel. Una casa muy bien puesta, imprevisible para Maceira, cuya imagen del Palace de Aix eran las cretonas raídas de su cuarto y los sillones desvencijados del hall. «Esta renga se quiere mucho» pensó. Los muebles del departamento eran antiguos y sin duda hermosos, pero lo que llamó la atención de mi amigo fue una muñeca rusa.

– Un regalo de mi padre -refirió la señora-. Yo debía de ser muy chica o muy sonsa, porque mi padre creyó necesario aclarar: «Trae adentro muñecas iguales, de menor tamaño. Cuando una se rompe, quedan las otras».

Después la señora trajo el smoking y dijo:

– Póngaselo, mientras busco una corbata de moño que tengo por ahí.

Resignadamente se lo puso, pero cuando se miró en el espejo, exclamó:

– No está mal.

– Ni hecho a medida -confirmó, desde la puerta, la hotelera. El sábado fue al baile. Había que presentar la tarjeta de invitación. Dijo que la había olvidado. Según él, entró porque el smoking le daba aplomo.

Para no llamar la atención (por estar solo y por ser tal vez el único desconocido entre toda esa gente) entabló conversación con una vieja señora. Después de bailar dos o tres piezas la llevó al buffet. Levantaban, en un brindis, copa de champagne, cuando una muchacha rubia, muy linda («a lo mejor», pensó, «una de esas belgas, doradas y fuertes, que me gustan tanto») se interpuso y le dijo:

– Ya que usted no me saca, lo saco.

Reía con una alegría irresistible. Mientras bailaban, ella le pidió que no se enojara («mira que me iba a enojar») y agregó que al verlo acaparado «por la señora esa» creyó que su obligación era rescatarlo. Lo llevó después a una mesa donde tenía amigos y se los presentó. Maceira pensó rápidamente: «Cuando deba dar mi nombre, me descubren». Quiso decir: «Descubren que soy un intruso». No tuvo que dar su nombre y sospechó que ella quería hacerle creer que lo conocía; o a lo mejor, hacer creer a los demás… Me explicó:

– Una mujer que te echa el ojo, no quiere encontrar motivos para soltarte.

– Hombre de suerte -dije.

– Más de lo que te imaginas.

– ¿No me vas a decir que era la hija del industrial?

– Exacto.

Admitió entonces que en el afán de halagarla, por poco da un traspié. Parece que le dijo:

– Yo, a su padre, le saco el sombrero. Este baile es el gesto de un gran señor.

Chantal quedó mirándolo, preocupada, como si quisiera descubrir su pensamiento, hasta que echó a reír de esa manera tan alegre y tan suya.

– ¡Tramposo! -exclamó-. ¡Me engañó! ¡Creí que hablaba en serio! Esté tranquilo, por más bailes que me dé, mi padre no me compra.

Inmediatamente le explicó, como llevada por una obsesión, que el partido ecologista al que ella y Benjamín Languellerie pertenecían, había emprendido una campaña contra la empresa de su padre, cuya usina contaminaba el lago Le Bourget.

Maceira no echó en saco roto el nombre de Benjamín Languellerie. Malició en el acto que se trataba de un rival. La explicación tranquilizadora llegó poco después: Languellerie, amigo y contemporáneo del padre, era una especie de tío viejo de Chantal. La conocía desde cuando era niña y, a pesar de las edades tan desparejas, la amistad entre ellos nunca flaqueó. Hubo, es verdad, un cambio: al cabo de años (los primeros quince o dieciséis de la chica), Languellerie pasó de protector a seguidor. La había protegido de la severidad paterna y luego la siguió a través de obsesiones pasajeras, como el psicoanálisis, la repostería y el ballet, hasta la última, el ecologismo. El hecho de afiliarse al partido ecologista probaba que si debía elegir entre la hija y el padre, elegía a la hija. Cazalis no podía perdonarle esa afiliación, porque el partido ecologista y la guerra a su fábrica eran por aquella época una misma cosa. Los obreros de la fábrica, en volantes impresos y en torpes inscripciones murales, llamaban Judas a Languellerie; el señor Cazalis, en alguna comunicación a su hija, también.

Ya se disponía Maceira a pedirle a Chantal que si estaba por ahí su padre se lo señalara, «para conocer a mi suegro», cuando recapacitó que debía reprimir la curiosidad: al enterarse de que no conocía al señor Cazalis, la muchacha podía muy bien deducir que no había sido invitado por él y que era un intruso. «Vaya uno a saber», se dijo, «si de repente no pierdo todo lo que voy ganando.»

A la noche del baile la siguieron encuentros diarios entre Chantal y Maceira, encuentros que muy pronto fueron apasionados. El amor que ella le expresaba en palabras y en hechos paulatinamente convenció a Maceira, «un viejo zorro incrédulo», de que se encaminaban al casamiento. «Qué más quiero», se dijo. «Es una muchacha diez puntos y con ella la paso bien.» Me aseguró:

– Nunca le oí una estupidez. Quizá la única estupidez para echarle en cara es la ecología, Y oíme bien: no estoy convencido de que sea una estupidez. Lo más que puedo decirte es que para proteger a esta pobre tierra nuestra yo no movería un dedo. Por otra parte, la actitud de Chantal me probaba su decencia. Era para no creerlo: estaba resuelta a llevar una guerra contra sus propios intereses. Contra nuestros intereses. Desde ya que si por mí fuera no renunciaría a un franco de los millones del señor Cazalis, pero son tantos que aún si clausuraran la fábrica, Chantal y yo podríamos vivir a todo lujo y sin la menor preocupación el resto de nuestra vida. No sé si hablo claro: si a ella no le importaba disminuir la herencia, a mí tampoco, dentro de los límites razonables.

Empezó entonces una temporada que Maceira no olvidaría fácilmente. Aunque todas las noches dormía en su hotel de Aix, la mayor parte del tiempo la pasaba con Chantal, en Chambéry o en paseos por Saboya, una de las más lindas regiones de Francia. Fueron a Annecy, a La Charmette, a Belley, a Collonge, donde hay un castillo, a Chamonix, a Megève. Después de marcar en un mapa de la región las ciudades y las aldeas donde habían estado. Chantal afirmó:

– Para que uno conozca bien su provincia, nada mejor que tener amores con un forastero.

Solía agregar observaciones como: «Todavía nos falta acostarnos en Évian».

Dentro del grupo de Chantal la situación de Maceira era reconocida y respetada. El solía decirse: «Ando con suerte». Una sola preocupación, de tarde en tarde, lo sobresaltaba: hasta cuándo aguantaría el bolsillo. Chantal, en efecto, no tenía la costumbre de pagar (típica de algunas mujeres ricas y siempre ofensiva para el amor propio masculino). Entre el envidiable ajetreo de las tardes y el bien ganado sueño de las noches, poco tiempo le quedaba a Maceira, para preocuparse. Por lo demás, las cuentas de hosterías y restaurantes, que sumadas podían alarmarlo, por separado halagaban su orgullo.

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