Francisco Ayala - Los usurpadores
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– Pero tal es su vida auténtica, la que cuadra a su condición. Si ya terminó el mortal forcejeo que los aprisionaba, y han sido por fin liberados, ¿qué mayor delicia? Les abrumaban las situaciones públicas que con tanto afán habían alcanzado, el peso de sus codiciados cargos y prestigios se les vino encima de improviso, al tornárseles en verdades ardientes las mentiras de su boca; y creyeron morir aplastados, porque sus enemigos tardaban ya en venir a desligarles. ¡Qué encanto, ahora, poder saborear el agridulce de la derrota, lejos, solos! ¡Y qué secreta gratitud hacia sus enemigos-libertadores que han convertido al pueblo indómito en un sosegado pueblo de cadáveres! Sí, ésos también viven sin duda, y viven en su elemento, como el pez en el agua.
– No porque sean muertos de nacimiento son menos muertos. Los fuegos fatuos de su intelectualismo, su profesionalismo, de sus pseudos y sus paradojas, pudieron pasar a veces por brillo de vida, no habiendo sido nunca sino luces mendaces de cementerio, vanidad de pudridero y gala de osario.
– ¿Distinguirán, acaso, en la masa compacta del silencio del mundo, en el obstinado callar de los muertos y de las sombras mudas que aún recorren la superficie de la tierras, las vetas de desprecio hacia su ser, el verde y amarillo de la náusea, al igual que los otros perciben sin duda flecos del odio salpicándoles en el rostro como el salivazo caliente, cárdeno, agrio, de la sangre de sus víctimas?
– Sea como quiera, todos merecen compasión; también ellos, unos y otros. No porque el loco ignore su locura, su desvarío frenético o su desvarío caviloso, es menos digno de aquella. Pues, en realidad, se compadece en él, no tanto a él mismo como a la humanidad entera: el no saber y no sentir; la inocencia patética de los recién nacidos; el titubeo de los viejos a quienes, de pronto, se les ha hecho desconocido el mundo; el tantear desesperado de todos hacia lo que no entienden, o entienden mal. Y hasta, más allá de las fronteras, el propio pasmo de los animales sujetos a una suerte que no alcanzan.
– Y ¿hemos de ser nosotros quienes los compadezcamos a ellos, que viven o creen vivir, culpables y traidores; nosotros, la legión innumerable de los sacrificados, de los que estamos comiendo tierra y los que comen, por comer algo, la yerba y las raíces?
– Nosotros, sí, que los contemplamos desde esta gran verdad impasible, unidos para siempre en el anónimo de cada uno y la gloria de todos.
– Nosotros que, todavía fresca la sangre en los labios de la tierra, húmedos aún los pañuelos, calientes los escombros, rotas las gargantas, aterrados los pájaros, nos hallamos instalados ya en una inmortalidad severa, impasible, marmórea, distante.
– Pero ¿es que puede fundarse en nuestra terrible muerte gloria alguna, más allá de la piedad que trasciende de las piedras calcinadas y rotas; orgullo alguno, sobre desolación tan grande? Pues, por nuestra obra, bajo el cielo, de norte a sur y de oriente a occidente, toda la geografía es cementerio: cementerio las marismas, los valles, las llanuras, las montañas violentas y las dulces rías, los huertos y jardines; cementerio las lagunas y pantanos; cementerio los suburbios de las ciudades, el borde de las carreteras, las playas, el lecho de los ríos. Y los hombres mismos son cementerio de sus muertos -encierran dentro, pudriendo, sus muertos: padres, hermanos, hijos, amigos. Y enemigos. Enemigos, sí; que también los enemigos se llevan sobre el corazón, y hacen hediondo el aliento de quienes los han matado con sus manos o con el deseo.
– La tierra ha quedado abandonada, sucia. Perros famélicos van de un lado para otro poseídos de su tristeza inefable; husmean; siguen huellas de personas que ya no existen; mastican interminablemente trapos negros manchados de barro: y luego, rendidos, se tienden con el hocico sobre las patas -desvelados, añorantes, alucinados, locos, sin amo, sin casa, sin sombra.
– Esa es la tierra que nos cubre. Y junto a ella, el mar oleaginoso, pesado, lame lentamente las orillas, denso de sales y yodos, siempre vomitando caracolas, lúbricas algas; siempre amenazando con devolver quién sabe qué; el mar plomizo, inerte, dormido, mudo, insinuante, amargo, irónico.
– Acaso hemos hecho estéril el suelo por cuyo amor dimos la vida, al sembrarlo tan copiosamente con la cal de nuestros huesos.
– Y si por rehacer el país lo hemos deshecho; si soñamos engrandecerlo y ha quedado encogida la pobre piel de toro, ¿no será también mentira la gloria del panteón inmenso? ¿No será sólo, en verdad, inmenso estercolero; y fingida no más la memoria de mármol y bronce?
– La saña del destino no puede excederse a sí misma y trocar en crónica lamentable la bien ganada epopeya de nuestro heroísmo, de nuestra resignación sin fondo y nuestra alegría sin bordes: de nuestra furia y de nuestra hambre, de nuestra firmeza y nuestra paciencia. No puede llegar al sarcasmo de proponer para escarmiento el que es ejemplo de abnegación y sacrificio voluntario y gozosa entrega y holocausto.
– Y, sin embargo, después de haber rodado por valles y praderas, resuena como carcajada extrañamente fría el estruendo de nuestra fe. Hemos creído y querido con desenfreno; pero después de tanto fuego, todo ha quedado en ceniza, blanda ceniza.
– Y los fantasmas de nuestra muerte, de la de cada uno, ¡qué pesados ahora! La alegría desenfrenada del hombre que lanza su juventud al combate y que, en lo más vivo, se dobla como una caña y cae tronchado, roto. El coraje glacial del mártir que dispara su desprecio como dardo tembloroso de acero fino a los ojos de sus verdugos -ojos turbios, purulentos, que sólo cuando ya está en el suelo, ausente, se atreven a mirarlo. El estoicismo del que ha sabido guardar su dignidad frente al horror desmelenado de los aires, y ha vivido cien muertes antes de que, por fin, sus miembros quedaran desparramados entre escombros y ahogada en polvo su garganta. La resignación sin queja del que ha sentido las agujas del hambre comerle la carne, hasta entregarse, por último, sin una palabra, en silencio siempre. La desesperada angustia del que ha buscado la muerte, y ha tenido que forzar a esa esquiva que pretendía olvidarle a él, y sólo a él… De todo esto ¿no había de quedar sino la pesadumbre de un mal sueño oprimiendo el corazón con su mentira? ¿Es mentira? ¿Son figuraciones vacías? ¿Es pura vaciedad?
– Terminado el acoso, ultimada la lidia, roja de sangre la arena, quedará, al menos, vibrando, prendida a los clarines lúgubres, la adusta emoción de la bravura, del arrojo sin malicia en lucha inútil contra la confabulación.
– Queda el inocente valor de los soldados.
– El odio conmovedor de los niños.
– El dolor orgulloso de las mujeres.
– La callada paciencia de los viejos.
– La fe sin esperanza.
– La obstinación sin salida.
– La virtud sin loa.
– El deber sin reconocimiento y el sacrificio sin premio.
– Todo eso queda, sí. Y está ahí, hecho símbolo, con la fecundidad prometida a las tragedias simbólicas. Por inútil, más alta, esencial. Más grande y sagrada, porque ese espíritu de tan bella violencia sucumbió (estrangulado por poderes arteros, alevosos) bajo tropeles de fuerzas ciegas.
– Pero todo eso no es ni mausoleos, ni arcos, ni laurel, ni columnas, ni lápidas, ni himnos; no es mármol ni bronce; no es panteón. Es, acaso, algo leve, sin forma, como un brillo de lágrimas insinuado en una pupila, o una pieza de orgullo y desprecio en el silencio de unos labios. Algo como una rosa dejada en un vaso de agua, en el ángulo de una mesa de pino, o allá, al fondo, puesta sobre el simple vasar.
En la oscurecida tierra sólo se oía un rumor de oculta acequia.
(1939)
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