Francisco Ayala - Los usurpadores

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El tema central, en palabras del prólogo, demuestra que el `poder ejercido por el hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación`. Mediante una amplia gama de tonalidades que va desde lo expositivo y narrativo hasta lo lírico, desde un tono grave de sobriedad hasta el de la más desenfrenada pasión, Francisco Ayala nos ofrece aquí unos cuadros o «ejemplos», inspirados en el pasado español que sirven de espejo para cualquier época y lugar.

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Llegado, pues, éste al centro de la sala, se detuvo allí, único bulto iluminado en aquella asamblea de sombras. Callaban todos en torno; y como se prolongara la vejación del silencio, vieron de pronto subirse a la cabeza del rey el vino de una espesa soberbia: rojo de ira, levantó la voz para preguntar quién de entre ellos era el traidor, el infame, el mal nacido, el bastardo conde de Trastamara. ¡En la palidez de la faz debiera haberlo conocido! Oyendo el improperio, don Enrique saltó de su asiento y acudió a realizar la imagen evocada: el puñal en alto, avanzó hacia el rey. Presos quedaron entonces ambos hermanos el uno del otro, en un abrazo de muerte.

Desde el umbral, interceptada a trechos su vista por los hombros de los capitanes que seguían sus alternativas, presenciaba don Juan Alfonso la lucha de que su propia vida pendía. Mientras duró, tuvo puestos sus cinco sentidos en el jadeante forcejeo; pero cuando -caídos ya, y revolcándose en el polvo los aferrados cuerpos- vio el anciano servidor que la mano de don Pedro se abría, y que soltaba su puñal, y que lo abandonaba en el suelo, volvió espaldas y emprendió la fuga. Gritos desconcertados oyó que lo perseguían por un rato. "¡A ése! ¡A ése!", clamaban desde lejos.

(1945)

Diálogo de los muertos

Elegía española

…gusanos royentes

que coman de dentro su carne podrida…

De La danza de la muerte.

Sin descanso, hora tras hora durante muchos días, había estado lloviendo sobre la tierra. Y ahora, el viento se llevaba a toda prisa los últimos jirones de nubes, dejando limpio el cielo, de un azul inverosímil, al mismo tiempo que arrancaba alaridos sordos, y todavía lágrimas, de los árboles sin hojas, negros, mutilados, crispados, desesperados, amenazantes.

No había nada por ninguna parte. Nada, sino silencio; un silencio húmedo que rezumaba, calaba hasta lo más hondo; un silencio que era la ausencia y el vacío de la atronadora refriega, ya pasada. No había nada, nada sobre la tierra… Bajo ella, muertos infinitos yacían en confusión, ahora casi tierra ya también ellos, y todavía lastimada humanidad, sin embargo; muertos preñados con el plomo de su muerte, muertos retorcidos en el horror de su martirio; muertos consumidos en la perfección absoluta de su hambre; muertos. Sepultados de cualquier modo, entre las raíces de los vegetales -entregados a esas garras ávidas, insaciables, vivificadas por la lluvia que había escurrido tan largamente por entre piedras y huesos.

Y los muertos, bajo la mudez angustiosa y como definitiva del mundo, entablaron un diálogo soterrado, sin comienzo ni final, ni acentos ni pausas; o quizá, mejor, tejieron una red de monólogos dichos en voz apagada y blanda como ruido de pasos sobre las hojas caídas en un sendero, sucias de barro y de invierno.

– Esta mano -dijo uno-, este puñado de huesos que se quiere hundir en la caja vacía de mi pecho, ¿perteneció a un amigo o a un enemigo? Siempre ahí, oprimiendo mi esternón con cruel ensañamiento de guitarrista, ¿no podré saber cuál fue su gesto de aquella hora para conmigo? La incertidumbre de aquel brazo que se ha hecho eterno traslada a la eternidad la angustia de mi vida, dándole fórmula definitiva y simple.

Y otro:

– Ya todo acabó; ya todos somos unos. Nos une la tierra; nos iguala la tiniebla de la tierra; nos liga, tanto como nuestro amor, nuestro odio; nos hermana la comunidad de nuestro destino.

– Impío, burlón destino, si de todo hace tabla rasa y hueso mondo para hermanar en estratos de nuestro suelo a los enemigos, hasta el punto de no poderse distinguir ya el abrazo de la agresión. Y no sólo a los que nos hemos odiado por amor y nos hemos amado por odio, sino también a gentes que vinieron de otras tierras a profanar la nuestra con su codicia logrera, para caer sobre espinos y abrojos cuya fiereza no sospechaban.

– Así es, sin embargo; todos iguales. Y todos igual a nada. Es la grande y redonda verdad, a la que se llega por todos los caminos del mundo.

– En esa mascarada de la muerte, ¿quién es quién, y quién conoce a quién?

– Para siempre, sumidos en este no conocer.

– Bajo las pisadas de los caballos, bajo la reja de los arados, bajo las nieves, y los soles, y los vientos.

– Convertidos ya en suelo patrio, en jugo nutricio de Historia, en dolor y orgullo de los que aún viven y de los que vivirán después.

– Pero ¿sigue la vida? ¿Otros siguen viviendo? ¿No quedó todo detenido de repente un día para nunca más?

– Seguirán su curso los ríos, de nuevo limpios después de haber arrastrado pesados, lentos despojos (¡tanto y tanto han visto los ojos de sus puentes!). Seguirán su curso las estaciones del año en segura rotación: florecerá el campo, y luego volverá a ponerse adusto; vendrán soles blandos, indecisos, tras los soles violentos que arrancan de las breñas mariposas de luto y de fuego. Pero apenas puede concebirse que otros seres humanos sigan viviendo más allá de nuestra muerte, a nuestras espaldas, ni cabe imaginar siquiera esa vida. ¿Habían de ser ellos sangre caliente de nuestra sangre helada, y podrían comer los frutos regados con el jugo de nuestro corazón? ¡Seguir viviendo! Y luego ¡qué villana trivialidad, qué sabor insípido habrían de encontrarle ellos mismos a esa vida, cuando les reviniera a la boca el gusto amargo y glorioso de los días del sacrificio! No; no puede imaginarse tal vida.

– Ni en puridad existe. Pues parecen seres vivientes, y quizá creen serlo: pero no son sino sombras, dobladas de dolor, silenciosas, errabundas, vacías, aterrorizadas. Muchos tienen miembros de su cuerpo pudriendo ya entre nosotros; el alma, todos la tienen muerta. Son proyección nuestra, fantasma, nada. Si hablan, nada dicen; su voz es opaca, suena como el cristal de los vasos que un aire ha trizado; se advierte en ella el poso de lo que no llegó a decirse y ya no se dirá nunca. Si ríen, es con risa hueca de calavera, con risa de nervios y espanto. Y sus ojos nos buscan siempre, atraídos por los senos de la tierra; siguen a las hormigas, quieren distinguir las lombrices del fango, pretenden enviarnos mensajes con los animales que minan el suelo -y ya no saben mirar de frente, huyen la vista unos de otros. ¡Pobres vivientes! ¡Cuánta compasión merece su suerte! Creyeron haber escapado con vida, y la vida se había escapado de ellos.

– Pero, no; que al menos saben, recuerdan. Si su vida quedó cortada como la nuestra, vacía de futuro, tienen en cambio todo el pasado para revivirlo y paladear sus sabores, y desandar el camino una y mil veces. Y saben el nombre de cada uno, y pueden distinguir al enemigo…

– …y aún, en su insensatez de sombras, por la fuerza del hábito criminal, siguen asesinando y siendo asesinados, ya sin odio, sin pasión, lánguidamente, con desgana y hartazgo.

– En todo eso ha de haber, no obstante, una especie de vida y hasta, para algunos, de vida frenética.

– Pues ¿y los traidores, y los insensatos, y los sádicos (locos de atar que anduvieron sueltos); los autores responsables de la tragedia; los verdugos; los frívolos profundos? Preservados por su contumacia los unos, por inconsciencia los otros, por la fuerza funesta de su instinto los demás, acorazados todos ellos tras su respectiva insania, vivirán, y vivirán plenamente.

– Creen vivir quizá, porque están de pie. Pero tienen corrompidas las raíces del ser.

– Los que perpetraron la traición, cegados por la soberbia y poseídos por la furia del mando, están protegidos contra la pesadumbre de todo cargo de conciencia por la liviandad de sus cerebros que les consiente aceptar sin examen los endebles idearios (sarcasmo, a la dura luz de hoy) con que apresuradamente quisieron vestir y dar hechura a su fechoría. En cuanto a sus partidarios, el séquito lamentable de los cobardes, pobres de espíritu, crueles por miedo, por resentimiento, hasta por ramplonería, éstos, saciado con el terror su terror, se sentirán aliviados… Más penoso será el destino de los responsables de la otra banda, de los primeros, o últimos, o sumos responsables, los que con su frivolidad propiciaron la traición; los flojos, los inhibidos, los débiles de voluntad, los pasivos, omisos y remisos -lanzados ahora como tristes pingajos a la intemperie para rumiar sin tregua su culpa. Pues su infierno está hecho de su propia clarividencia, y su tormento de su análisis.

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