Mircea Eliade - La Prueba Del Laberinto, Conversaciones con Claude-Henri Rocquet

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La Prueba Del Laberinto, Conversaciones con Claude-Henri Rocquet: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta es la autobiografía de Mircea Eliade, considerado por muchos como el mejor historiador de las religiones en el siglo XX. En todo caso, junto a Joseph Campbell, Eliade fue el investigador que mejor plasmó por escrito el fenómeno religioso a nivel mundial -desde el chamanismo, pasando por las primeras religiones (en Mesopotámia, por ejemplo), el hinduismo, el cristianismo o el budismo, hasta llegar a nuestros días, con el proceso de secularización que va extendiéndose a nivel planetario.
Y es precisamente debido a este proceso de secularización que la obra de Eliade y otros estudiosos es tan valiosa, pues nos permite aproximarnos a un fenómeno espiritual, simbólico y ritual que tuvo lugar en todas las sociedades a lo largo de milenios. Sólo cabe recordar la frase de R.G. Wasson, cuando disertaba sobre el redescubrimiento de los hongos sagrados en México: «Quizás en nuestra sociedad tecnificada ya no necesitamos más a los hongos, ¿o quizás ahora los necesitamos más que nunca?»
Lo mismo cabría preguntarse sobre las religiones. Vivimos en un mundo mecánico, que presuntamente puede valerse por sí mismo. Entonces bien podríamos decir que hemos superado una etapa 'infantil' de la mente humana que ‘necesitaba’ de explicaciones sobrenaturales para alcanzar una seguridad… Pero si rascamos un poco para ver qué hay debajo de la superficie de este neurótico mundo feliz, nos encontramos que la seguridad es tan sólo aparente y que el desasosiego suele esconderse detrás de un movimiento frenético. En cierto modo, lo que las religiones venían a saciar era la búsqueda de significado de la existencia… entre otros aspectos, dar un valor a la presencia y las acciones de los seres humanos en este Planeta.
Es posible que estas formas espirituales estructuradas no retornen en sus mismas formas, pero bien podríamos decir que la existencia vacía de significado sigue amenazando como un proceso de enajenación mental colectiva. Ya es en este sentido que el que el ‘estudio de las religiones’ puede tener su interés y acabe dando sus pequeños frutos. Estudiar las religiones desde fuera y en conjunto, como imágenes particulares dentro de un proceso global, puede ayudar a entender lo que pretendían y cómo fue la ‘antigua’ forma de pensar y de participar en la existencia. Y de aquí la importancia del trabajo de Eliade y de la claridad de sus escritos, que son tan válidos para el erudito como para el aficionado que no tiene una formación especializada en el tema.
Esta autobiografía, que se desarrolla en forma de una entrevista con Claude-Henri Rocquet, va desplegando la vida de Eliade a lo largo de su infancia en Rumanía, juventud y los estudios universitarios, su estancia en la India, estudiando sánscrito y practicando del yoga en los Himalayas, el encuentro con otros estudiosos (como Jung o Dasgupta), sus novelas 'fantásticas' y también parcialmente autobiográficas, la génesis de su obra, lo que pretendía transmitir y compartir con ella…
Al igual que el libro autobiográfico de Jung, Recuerdos, sueños y pensamientos, la presente obra añade un gran valor a los libros anteriores del autor, pues narra aspectos que desconocíamos de sus trabajos y de la génesis de las ideas y concepciones que le llevaron a su elaboración (como sus años en la India -sobretodo su práctica del yoga). En definitiva, un libro que resulta de gran interés a los lectores de la obra de Eliade e interesados en el fenómeno religioso.

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– Sí, a causa de una desavenencia, que lamento mucho. También él la lamentó. Lo cierto es que ya no me interesaba permanecer en aquella ciudad en que, sin Dasgupta, nada tenía que hacer. Marché hacia el Himalaya. Me fui deteniendo en numerosas ciudades, pero al final decidí quedarme algún tiempo en Hardwar y Rishikesh, pues allí es donde empiezan los verdaderos eremitorios. Tuve la suerte de conocer a Swami Shivanananda, que habló al mohant, el superior, y me consiguió una pequeña choza en el bosque… Las condiciones eran muy sencillas: llevar un régimen vegetariano y prescindir de la indumentaria europea; se entregaba al aspirante una túnica blanca. Cada mañana había que «mendigar» leche, miel y queso. Me quedé allí, en Rishikesh, seis o siete meses, quizá hasta abril.

– Rishikesh está ya en el Himalaya, pero aún no es el Tíbet.

– Para ir al Tíbet hacía falta pasaporte… Sin embargo, en 1929, pasé tres o cuatro semanas en Darjeeling, en el Sikkim, que limita con el Tíbet y donde ya se nota una atmósfera tibetana. Se ven muy bien las montañas del Tíbet.

¿Cómo era el paisaje en torno a su choza?

– Mientras que Darjeeling está a no sé cuántos metros de altura, en un paisaje alpino, Rishikesh se halla a orillas del Ganges, pero el Ganges es allí un pequeño río: cincuenta metros en algunos sitios y luego, de golpe, doscientos metros; a veces se estrecha mucho: veinte metros, diez metros. Allí hay selva, la jungla. En mis tiempos no se veía por allí otra cosa que unas cuantas chozas y un pequeño templo hindú. No había gente. En el bosque, las chozas estaban escalonadas a lo largo de dos o tres kilómetros, a doscientos metros unas de otras, a veces sólo a ciento cincuenta o cincuenta. Desde allí se subía a Lakshmanjula, primera etapa de mi peregrinación, por así decirlo. Allí resulta muy elevada la montaña. Había una serie de grutas en las que vivían los religiosos, contemplativos, ascetas, yoguis. Conocí a muchos de ellos.

¿Cómo eligió a su gurú?

– Era Swami Shivanananda, pero por entonces nadie le conocía, no había publicado nada (luego publicaría unos trescientos volúmenes…). Antes de convertirse en Swami Shivanananda había sido médico, tenía una familia y conocía muy bien la medicina europea, que había practicado, según creo, en Rangún. Después lo abandonó todo un buen día. Se despojó de su traje europeo y vino a pie desde Madras a Rishikesh. Tardó casi un año en recorrer el camino. Es un hombre que me interesó por el hecho de que poseía una formación occidental. Igual que Dasgupta. Era un buen conocedor de la cultura india y estaba en condiciones de comunicarla a un occidental. No se trataba de un erudito, pero tenía una larga experiencia del Himalaya; conocía los ejercicios del yoga, las técnicas de la meditación. Era médico y, en consecuencia, entendía perfectamente nuestros problemas. Fue él quien me orientó un poco en las prácticas de la respiración, de la meditación, de la contemplación. Cosas que yo conocía de memoria, pues no sólo las había estudiado en los textos y los comentarios, sino que además había oído hablar de ellas a otros saddhu y contemplativos en Calcuta, en casa de Dasgupta, y en Santiniketan, donde conocida Tagore. Siempre había ocasión de conocer a alguien que ya había practicado algún método de meditación. Sabía de todo esto, por consiguiente, algo más de lo que hay en los libros, pero nunca había intentado ponerlo en práctica.

Acaba de hablar de la jungla. ¿Habremos de pensar en tigres, en serpientes?

– No recuerdo haber oído hablar nunca de tigres, pero había muchas serpientes, y también monos, unos monos extraordinarios. Creo que fue al tercer día de mi instalación en la choza cuando vi una serpiente. Tuve un poco de miedo, tenía la impresión de que era una cobra; le lancé una piedra para espantarla. Un monje me vio y me dijo (hablaba muy bien el inglés; era un antiguo magistrado): «¿Por qué? Aunque sea una cobra, nada hay que temer. En este eremitorio no se recuerda que se haya producido ni una sola mordedura de serpiente». Me quedé perplejo, pero le pregunté: «¿Y más abajo, en la llanura?» Respondió él: «Sí, allí es verdad, pero no aquí». Coincidencia o no… En cualquier caso, a partir de entonces, cuando veía una serpiente, la dejaba pasar tranquilamente. Y esto era todo. Nunca volví a espantar a una serpiente lanzándole un guijarro.

Han pasado casi cincuenta años entre aquellos tiempos del yogui novicio y el día de hoy en que ya se ha convertido en autor célebre de tres obras sobre el yoga. Uno de ellos lleva como subtítulo Inmortalidad y libertad. Otro se titula Técnicas del yoga… ¿Qué es el yoga? ¿Un sendero místico, una doctrina filosófica, un arte de vivir? ¿Cuál es su objetivo, dar la salvación o dar la salud?

– A decir verdad, desde hace algún tiempo ya no me interesa tanto hablar del yoga. Empecé mi tesis en 1936; llevaba por título Yoga, ensayo sobre los orígenes de la mística india. Se me reprochó, y con razón, el término «mística».

Había trabajado bajo la dirección de Dasgupta, e incluso, según creo, le dictó su comentario de Patañjali…

– Sí, pero antes ya me sentí interesado por el aspecto técnico

de la pedagogía espiritual india. Conocía, evidentemente, la Tradición especulativa, desde las Upanishads hasta Shankara, es decir la filosofía, la gnosis, que había apasionado a los primeros indianistas occidentales. Por otra parte, había leído los libros sobre los rituales… Pero sabía además que existía una técnica espiritual, una técnica psicofisiológica, que no era pura filosofía o sistema ritual. En efecto, había leído algunas obras sobre Patañjali y los libros de John Woodroff (bajo el nombre de Arthur Avallon) sobre el tantrismo. Pensaba que con este método tántrico, es decir con esta serie de ejercicios psicofisiológicos (a los que he llamado «fisiología mística», pues se trata de una fisiología más bien imaginaria), teníamos una oportunidad de descubrir ciertas dimensiones poco atendidas de la espiritualidad india. Dasgupta ya había presentado el aspecto filosófico de este método. Por mi parte, juzgaba importante la descripción de las técnicas en sí mismas y la presentación del yoga en un horizonte comparativo: junto al yoga clásico, descrito por Patañjali en los Yoga-Sutras, los diversos yogas «barrocos», marginales, y también el yoga practicado por Buda y el budismo en la India y luego en el Tíbet, el Japón y China. De ahí mi interés por adquirir una experiencia personal de esas prácticas, de esas técnicas.

¿No habrá alguna relación entre ese deseo y la «lucha contra el sueño» de su adolescencia?

– En mi adolescencia tenía mucho que leer y me daba cuenta de que no se logra gran cosa si se duerme durante siete horas, siete horas y media. Empecé entonces un ejercicio que creo haber inventado. Cada mañana hacía sonar el despertador dos minutos antes que la anterior. En una semana gané, por tanto, un cuarto de hora. A seis horas y media de sueño por noche, dejé de adelantar el despertador durante tres meses, a fin de habituarme perfectamente a esta duración. Luego empecé de nuevo, siempre al ritmo de dos minutos. De este modo llegué a las cuatro horas y media de sueño. Luego, un día tuve vértigos y paré. Yo llamaba a aquello, con la grandilocuencia de los adolescentes, «la lucha contra el sueño». Después leí L'Education de la volonté, del doctor Payot. Recuerdo una página en que decía: «¿Por qué, mediante la simple intervención de la voluntad, no habría de sernos posible comer cosas que únicamente nuestros hábitos culturales nos hacen tener por no comestibles? Mariposas, por ejemplo, o abejas, gusanos, abejorros. O también un bocado de jabón». Yo me preguntaba: «¿por qué no?». Y empecé a «educar mi voluntad», pero creo que entendí mal el libro. En cualquier caso, deseaba dominar ciertas aversiones y ciertas tendencias naturales en un europeo.

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