Allí estaba su anciano padre, en cuclillas y apoyado contra la pared, con su tazón de comida en la mano, pues se la había llevado fuera para cenar tranquilamente, ya que los chiquillos llenaban la choza de clamores y ruidos. El anciano sostenía en una mano el extremo de una tira de tela que O-lan había desgarrado de su cinturón, y de esta tira sujetaba a la niña, que iba tambaleándose de un lado a otro. Así pasaba sus días el anciano: cuidando de esta criatura que ahora protestaba de tener que estar en brazos de su madre mientras pedía limosna. Además O-lan estaba otra vez encinta y la presión que hacía el peso de la niña sobre ella era demasiado dolorosa para que pudiera soportarla.
Wang Lung permaneció observando a la pequeña, que daba tumbos, se caía, se levantaba, se volvía a caer, y al anciano, que tiraba de los extremos de la cinta de tela. Y mientras los observaba sentía que la dulzura del aire nocturno despertaba en él una nostalgia infinita de sus campos.
– En un día así -dijo a su padre en voz alta- hay que trabajar los campos y cultivar el trigo.
– ¡Ah! -dijo el anciano tranquilamente-. Ya sé lo que estás pensando. Cuatro veces en mi vida he tenido que hacer lo que hemos hecho este año: abandonar los campos y saber que no quedaba en ellos simiente para otras cosechas.
– Pero siempre regresasteis, padre.
– Quedaba la tierra, hijo -contestó el viejo con simplicidad.
Bien; pues también ahora regresarían, si no este año, el próximo, se dijo Wang Lung. ¡Mientras quedase la tierra! Y el recuerdo de ella, que le esperaba enriquecida por las lluvias primaverales, llenaba su corazón de deseo. Entrando en la choza le dijo bruscamente a su mujer:
– Si tuviera algo que vender, lo vendería y regresaría a la tierra. O, si no fuese por el anciano, iríamos a pie, aunque nos muriésemos de hambre. ¿Pero cómo podrían él y la criatura pequeña andar cien millas? ¡Y tú con tu carga!
O-lan se hallaba lavando las escudillas de arroz, y después de apilarlas en un rincón de la choza, miró a Wang Lung y dijo:
– No tenemos nada que vender, excepto la niña.
Wang Lung se quedó atónito y gritó:
– ¡Yo no venderé una criatura!
– A mí me vendieron -contestó O-lan muy despacio-. Me vendieron a una gran casa para que mis padres pudieran regresar a la de ellos.
– ¿Y por eso venderías tú a la niña?
– Si no se tratase más que de mi, antes preferiría matarla que venderla… ¡La esclava de esclavas fui yo! Pero la muerte de una niña no produce nada. Sí, yo la vendería para que tú pudieses regresar a la tierra.
– Nunca -contestó Wang Lung rotundamente-. Nunca, aunque tuviera que pasar mi vida en este páramo.
Pero cuando volvió a salir, aquel pensamiento, que jamás hubiera venido a él espontáneamente, le tentó contra su voluntad. Miró a la niña, que se bamboleaba persistentemente al extremo de la tira que su abuelo sostenía. Había crecido bastante con la ayuda de la comida que se le daba diariamente, y aunque todavía no había hablado una palabra, estaba rolliza, como en realidad lo está cualquier niño por poco que se le cuide. Sus labios, que habían parecido los de una vieja, estaban ahora rojos, y, como antes, la niña se alegraba al ver a su padre y sonreía.
"Tal vez lo habría hecho -se dijo Wang Lung- si no la hubiera tenido contra mi pecho y no me hubiese sonreído así"
Y entonces pensó nuevamente en su tierra y exclamó arrebatadamente:
– ¡No habré de verla nunca más! ¡Con tanto trabajar y tanto pedir, nunca tenemos más que lo justo para comer! Entonces, una voz le contestó en la oscuridad:
– No eres tú el único. Como tú hay miles en esta ciudad.
El hombre se acercó fumando una como pipa de bambú. Era el padre de una familia que vivía dos chozas más allá de la de Wang Lung. A la luz del sol se le veía raramente. Dormía de día, pues trabajaba toda la noche tirando de pesados carros de mercancías que eran demasiado grandes para circular por las calles en las horas de tráfico. Pero algunas veces Wang Lung le había visto regresar de madrugada jadeante y exhausto, con sus nudosos hombros abatidos. A veces, Wang Lung lo encontraba así al amanecer, cuando él se dirigía hacia su rickshaw, y en ocasiones el hombre salía al crepúsculo, antes del trabajo nocturno, y se mezclaba con los otros hombres que se disponían a ir a dormir a sus chamizos.
– Bueno, ¿y esto ha de durar siempre? -preguntó Wang Lung. El hombre dio tres chupadas a su pipa y escupió al suelo. Luego dijo:
– No, no siempre. Cuando los ricos son demasiado ricos hay recursos, y cuando los pobres son demasiado pobres hay recursos. El invierno pasado vendimos dos niñas y pudimos resistirlo; y este invierno, si la criatura que lleva mi mujer en el vientre es una niña, la venderemos también. No he conservado más que una esclava: la primera. Las otras es mejor venderlas que matarlas, aunque hay quien prefiere matarlas al nacer. Este es uno de los recursos cuando los pobres son demasiado pobres. Cuando las ricos son demasiado ricos hay otro recurso, y, si no me equivoco, no ha de pasar mucho tiempo sin que se acuda a él.
Movió la cabeza y señaló con la pipa la pared que se elevaba tras ellos, preguntando:
– ¿Has visto lo que hay al otro lado de esa pared?
Wang Lung negó con la cabeza y abrió mucho los ojos. El hombre continuó:
– Llevé ahí a una de mis esclavas para venderla y vi muchas cosas. No me creerías si te contase cómo corre el dinero en esa casa. Te diré esto: incluso los criados comen con palillos de marfil y plata y hasta las esclavas llevan pendientes de jade y perlas; también se cosen perlas en los zapatos, y cuando éstos tienen un poquitín de barro o una rotura que ni tú ni yo la llamaríamos así, los tiran, con perlas y todo.
El hombre dio una fuerte chupada a su pipa. Wang Lung, con la boca abierta, le escuchaba. ¡Al otro lado de la pared ocurrían, pues, tales cosas!
– Hay recursos cuando los ricos son demasiado ricos -dijo de nuevo el hombre, y guardó silencio durante un rato.
Luego, como si no hubiera dicho nada, añadió indiferentemente:
– Bueno, al trabajo otra vez,
Pero Wang Lung no pudo dormir aquella noche pensando en la plata, oro y perlas que se hallaban al otra lado de la pared contra la que su cuerpo descansaba vestido, con la ropa que llevaba día tras día, porque no tenía colcha con que cubrirse, y echado sobre unos ladrillos y una esterilla por todo lecho. Y de nuevo sintió la tentación de vender a la niña y se dijo:
"Quizá sería mejor venderla a una casa rica para que pudiese comer exquisiteces y llevar joyas si tiene la suerte de ser bonita y gustarle a un gran señor."
Pero, contra su voluntad, se contestó a si mismo y pensó de nuevo:
"Bueno, y aunque la vendiese, no vale lo que pesa en oro y rubíes. Si nos diesen lo necesario para regresar a la tierra, ¿de dónde saldrá lo preciso para comprar un buey y la mesa, y camas y bancos nuevamente? ¿Voy a vender una criatura para que podamos morirnos de hambre allá en lugar de aquí? No tenemos ni simiente para sembrar los campos."
Y no lograba comprender a qué podía referirse aquel hombre cuando decía: "Hay un recurso cuando los ricos son demasiado ricos."
La primavera hervía en el pueblo de chozas. La turba de mendigos se dirigía ahora hacia las colinas y los campos en busca de hierbas, dientes de león y otras plantas de las que desplegaban débilmente sus hojas nuevas, y ya no era necesario robar vegetales aquí y allá. Una procesión de mujeres harapientas y de chiquillos salía de las chozas cada día y, con pedazos de hojalata, piedras afiladas o cuchillos gastados, con cestos de bambú trenzado o de juncos, al brazo, buscaban por los montes y los caminos aquellos alimentos que podían conseguir sin dinero y sin mendigar. Y cada día O-lan salía con aquella turba; O-lan y los dos muchachos.
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