– Llévame al templo de Confucio.
Su calma y su superioridad no admitían réplica, y Wang Lung echó a andar hacia delante, como veía hacer a los otros, aunque no tenía la menor idea de dónde se hallaba el templo de Confucio.
Pero según avanzaba iba preguntando aquí y allá, y como las calles estaban llenas de vendedores que pasaban con sus cestos, de mujeres que iban al mercado, de coches tirados por caballos y de muchos otros vehículos como éste del que tiraba Wang Lung, la aglomeración hacía completamente imposible todo intento de correr, así es que se limitaba a andar con tanta ligereza como le era posible y consciente siempre del peso que iba tras él. A llevar cargas sobre los hombros estaba acostumbrado, pero no a arrastrarlas, y antes de que llegara a los muros del templo le dolían los brazos, y las manos se le habían llenado de ampollas, pues las varas del cochechillo rozaban partes que el azadón dejaba sin tocar. El viejo profesor bajó del vehículo cuando Wang Lung se detuvo, y, buscando en las profundidades de su bolso, sacó una monedita de plata y se la dio, diciendo:
– No tengo costumbre de pagar nunca más de esto. Es inútil protestar.
Wang Lung no había pensado en protestar, pues era la primera vez que veía una moneda como aquélla e ignoraba cuántos peniques valía. Entró en una tienda de arroz cercana que era a la vez casa de cambio y le dieron por la monedita veintiséis peniques, maravillándose Wang Lung de la facilidad con que se ganaba el dinero en el Sur. Pero otro conductor de rickshaw que se hallaba junto a él se inclinó para verle contar el dinero y le dijo:
– Sólo veintiséis. ¿Hasta dónde llevaste al viejo?
Y cuando Wang Lung se lo dijo, el hombre exclamó:
– ¡Qué mal alma! Te ha dado solamente la mitad de lo que debía. ¿Qué precio fijaste antes de empezar la carrera?
– Ninguno -contestó Wang Lung-. El me hizo seña y yo fui. El otro le lanzó una mirada de lástima y exclamó, dirigiéndose a cuantos les rodeaban:
– ¡Fijaos en este patán! Alguien le hace seña de que vaya, y el grandísimo tonto va sin fijar el precio. "¿Cuánto por la carrera?” Has de saber esto. idiota: que sólo a los hombres blancos se les puede tomar sin ajustar el precio, y cuando te dicen: "¡Ven!", puedes ir con toda confianza, porque son tan imbéciles que no saben el precio de nada y la plata les afluye de los bolsillos como agua.
Y la gente escuchaba y se reía.
Pero Wang Lung no dijo nada. Se sentía muy ignorante y humilde entre estas gentes ciudadanas, y cogiendo su vehículo se alejó de allí sin responder nada.
"No importa: con esto tengo para que coman mis hijos mañana", se dijo tercamente, y entonces se acordó de que tenía que pagar por la noche el alquiler del cochecillo y que con lo que había ganado no tenía ni con que abonar la mitad.
Tuvo otro pasajero durante la mañana y dos más durante la tarde, y con éstos si discutió hasta ponerse de acuerdo sobre el precio. Pero por la noche, cuando contó todo el dinero que tenía, encontróse con que una vez pagado el vehículo, le quedaba únicamente un penique para él. Con esto regresó a su choza, amargado hasta el fondo de su alma y diciéndose que después de un día de labor mucho más duro que un día de siega, sólo había ganado aquella miseria. Entonces, como un alud le pasaron por la memoria los recuerdos de su tierra. No había pensado en ella ni una vez durante todo aquel extraño día, mas al imaginarla ahora, lejana, pero suya y aguardándole, sentía que una calma y una dulzura infinitas le invadían.
Y así siguió andando y llegó a su choza.
Al entrar encontróse con que O-lan había reunido, con las limosnas del día, cuarenta piezas pequeñas, o sea menos de cinco peniques; y de los muchachos, el mayor había recogido ocho piezas, y el pequeño, trece. Reuniéndolo todo había con que comprar arroz por la mañana. Pero cuando quisieron juntar el dinero del niño menor al de los demás, el pequeño comenzó a chillar reclamando su propiedad. El amaba aquel dinero que había mendigado y que era suyo, y no hubo manera de quitárselo. Aquella noche durmió con el bien apretado en la mano y no lo soltó hasta la mañana siguiente, para pagar su propio arroz.
Pero al anciano no le habían dado nada. Todo el día permaneció sentado en la calle, obedientemente, pero sin mendigar. Se dormía, se despertaba y fijaba los ojos asombrados en los transeúntes, volviendo a dormirse cuando se cansaba. Y, como era de la vieja generación, no se le podía reprender.
Al ver que tenía vacías las manos dijo con simplicidad:
– He labrado la tierra, sembrado el grano y recogido la cosecha; y así he llenado de arroz mi escudilla. Y además he engendrado un hijo que ha engendrado hijos a su vez.
Confiaba así, como un niño, en que no le faltaría qué comer, puesto que tenía un hijo y nietos.
Ahora, cuando la aguda punzada del hambre se hubo calmado, cuando Wang Lung vio que sus hijos comían cada día, que cada día se podía comprar arroz con el producto de su trabajo y las limosnas de O-lan, lo fantástico de aquella existencia comenzó a esfumarse y empezó a darse cuenta de lo que era aquella ciudad a cuyos muros se asía. Corriendo todo el día por las calles pudo llegar a conocerla en cierta manera y a descubrir aquí y allí parte de sus secretos. Supo que, por la mañana, las personas que llevaba en su cochecillo iban, si eran mujeres, al mercado, y si eran hombres, a las escuelas y las casas de negocios. Pero lo que no llegaba a descubrir era de qué clase de escuelas se trataba; sólo sabía que tenían nombres como "Gran escuela de estudios occidentales", o "Gran escuela de China", pues jamás traspasaba sus puertas, seguro de que, de haberlo hecho, alguien le hubiera preguntado en seguida por qué se metía donde no le llamaban y donde no le correspondía estar. En cuanto a las casas de negocios, ignoraba todo lo relativo a ellas, ya que sus pasajeros le pagaban sin darle explicaciones.
Y por las noches sabía que llevaba a los hombres a grandes casas de té y a lugares de placer, del placer abierto que sale a la calle en el sonido de la música y en el del juego (juego con piezas de marfil y bambú lanzadas contra mesas de madera), y del placer que permanece silencioso y secreto, escondido tras las paredes. Pero Wang Lung no conocía ninguno de estos placeres, ya que sus pies no traspasaban más umbral que el de su choza y su camino terminaba siempre ante una puerta. El vivía en aquella opulenta ciudad como puede vivir una rata en la casa de un rico: de lo que se desecha y escondiéndose aquí y allá, sin jamás formar parte de la verdadera vida de la casa.
Así ocurría que, aunque cien millas no representan la misma distancia que mil, y un camino de tierra no va tan lejos como un camino de agua, Wang Lung y su mujer y sus hijos eran como extranjeros en esta ciudad del Sur. Cierto que las gentes que se veían por aquellas calles tenían idéntico cabello e idénticos ojos que Wang Lung y su familia, y que todos los que habían nacido en su país, y cierto que, si uno prestaba atención al lenguaje que hablaban estas gentes, se podía entender, aunque con dificultad.
Pero Anhwei no es Kiangsu. En Anhwei, donde Wang Lung había nacido, el idioma era lento y profundo y el sonido arrancaba de la garganta. Pero en esta ciudad de Kiangsu donde ahora vivían, la gente hablaba por medio de sílabas que saltaban de los labios y de la punta de la lengua. Y mientras los campos de Wang Lung producían lenta y cómodamente dos cosechas anuales de trigo, arroz y algo de maíz y ajos, en las heredades cercanas a la ciudad, los hombres estimulaban perpetuamente la tierra con apestosos abonos, forzándola a producir este y aquel vegetal además del arroz.
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