Se levantaron todos, casi con alegría, y salieron nuevamente. Y esta vez los dos niños iban tamborileando con los palillos en sus escudillas, porque pronto habría algo que poner en ellas.
No tardaron en saber por qué las chozas habían sido levantadas a lo largo de aquella pared, pues a una pequeña distancia, más allá de su extremo norte, había una calle y por aquella calle pasaba la gente llevando cubos, escudillas y vasijas de hojalata, todos vacíos. Estas gentes iban a las cocinas de los pobres, que estaban al final de la calle, no lejos de allí. De manera que Wang Lung y su familia se unieron a los otros y juntos llegaron a dos grandes edificios hechos de esteras. Todo el mundo se agrupó en el espacio que se abría ante ellos.
En la trasera de cada edificio había grandes cocinas de tierra, y en ellas unos calderos enormes en los que hervía el blanco arroz y de los que se escapaba un vapor fragante y apetitoso. Cuando la gente percibía este olorcillo del arroz, el mejor de la tierra para ellos, se prensaban unos a otros en su impaciencia por avanzar, y las madres gritaban encolerizadas, temerosas de que sus hijos fuesen aplastados, y la criaturitas pequeñas rompían a llorar, y los hombres de los calderos vociferaban estentóreamente:
– ¡Hay para todos! ¡Cada cual en su turno!
Pero nada podía detener a aquella masa de hombres y mujeres hambrientos y luchaban como fieras hasta haber comido. Wang Lung, arrastrado con ellos, no podía hacer otra cosa que agarrarse a su padre y a sus dos hijos, y cuando se encontró ante el enorme caldero, tendió su escudilla y, una vez llena, entregó el penique.
Luego, cuando se encontraron nuevamente en la calle, empezó a comer el arroz hasta sentirse satisfecho, y viendo que le quedaba un poco, dijo.
– Guardaré éste para la noche.
Pero un hombre que estaba cerca de él, y que debía de ser una especie de guardia de aquel lugar, pues llevaba un uniforme azul y rojo, le advirtió:
– No; sólo puedes llevarte lo que te quepa en la barriga. Y Wang Lung se asombró al oír esto y dijo:
– Buena, y si he pagado mi penique, ¿qué importa que me coma el arroz aquí o en casa?
Entonces el hombre se explicó así:
– Tenemos que hacer observar esta regla, porque hay hombres de corazón tan duro que vienen aquí, cogen este arroz que se destina a los pobres, pues por un penique no se podría comprar una cantidad así, se lo llevan a su casa y lo echan a los cerdos. Y el arroz es para los hombres y no para los cerdos.
Wang Lung escuchó esto estupefacto, y gritó:
– ¿Pueden existir hombres así?
Y luego dijo:
– Pero ¿por qué se da esto a los pobres y quién lo da? El hombre del uniforme le contestó:
– Los ricos y la nobleza de la ciudad. Algunos lo hacen para contar con una buena obra en el futuro y hacer méritos para el cielo, y otros porque se hable bien de ellos.
– Sea por la razón que sea -repuso Wang Lung-, es una obra caritativa, y algunos la harán simplemente por buen corazón.
Y viendo que el hombre no le contestaba, añadió en defensa de su idea:
– Por lo menos habrá algunos de éstos, ¿verdad?
Pero el guardia se había cansado de hablar con él y, volviéndole la espalda, se alejó silbando una canción. Entonces los chiquillos rodearon a Wang Lung y éste condujo a su familia a la choza que habían construido y se echaron en el suelo, durmiendo hasta la mañana siguiente, pues era la primera vez desde el verano que habían comido verdaderamente, y el sueño les rendía después de haber saciado el hambre.
Al día siguiente se hacía preciso encontrar más dinero, pues habían gastado su último penique comprando el arroz para la mañana. Wang Lung miró a O-lan sin saber qué hacer. Pero no había en su mirada la desesperación que reflejaban sus ojos cuando la miraba allá, en su casa, ante los campos resecos y desnudos; aquí, entre el ir y venir de gentes bien nutridas, con los mercados llenos de carne, verduras y pescado, era imposible que un hombre y sus hijos pudieran morir de hambre. Aquí no era como en su propia tierra, donde ni aun con dinero se podía conseguir comida, porque no la había. Y O-lan contestó con aplomo, como si ésta fuese la vida que siempre hubiera conocido:
– Yo puedo pedir limosna, y los niños, y también el anciano. Sus cabellos grises conmoverán a muchos que no me darían nada a mi.
Y llamó a los dos niños, que, con la curiosidad de las criaturas. habían salido a la calle y lo miraban todo con asombro:
– Traed vuestras escudillas y cogedlas así y gritad así…
Y cogiendo su escudilla vacía la tendió en la mano, exclamando desoladamente:
– Tened compasión, buen señor…, tened compasión, buena señora… ¡Tened compasión! Una buena obra, por el cielo… Una monedita, la más pequeña, la que no queráis… ¡Alimentad a una criatura que se muere de hambre!
Los dos niños la contemplaban extrañados, lo mismo que Wang Lung, que se preguntaba dónde habría aprendido O-lan a pedir así. ¿Cuánto había en esta mujer que le era a el desconocido? O-lan contestó a su mirada diciendo:
– Así pedía cuando era niña, y así comía. En un año como éste me vendieron como esclava.
El anciano, que había estado durmiendo, se despertó entonces, y le dieron una escudilla y los cuatro salieron al camino a mendigar. La mujer empezó la primera a pedir, sacudiendo su escudilla ante todos los transeúntes. Se había metido a la pequeña en su seno desnudo y la criatura dormía, agitando lastimosamente la cabeza mientras su madre corría de un lado a otro tendiendo la escudilla. Mientras mendigaba señalaba a la niña y decía:
– Si no dais, buen señor, buena señora, esta criatura se muere. Nos morimos de hambre, nos morimos…
Y así lo parecía, en realidad, pues diríase que la niña estuviera ya muerta, y algunas gentes echaban de mala gana una monedita en la escudilla.
Pero los dos chicos empezaron a tomar aquello como un juego, y el anciano estaba avergonzado y sonreía estúpidamente mientras mendigaba. Entonces la madre arrastró a los dos chiquillos dentro de la choza y los abofeteó a más y mejor, riñéndoles furiosamente:
– ¡Y habláis de morir de hambre, riendo al mismo tiempo! ¡Idiotas!
Y los abofeteó otra vez hasta que las manos le dolieron y hasta que los niños se pusieron a llorar desoladamente, con grandes lagrimones que les rodaban por las mejillas. Entonces les mandó otra vez a la calle, exclamando:
– ¡Ahora estáis en condición de pedir! ¡Eso y más os daré si volvéis a reíros!
En cuanto a Wang Lung, vagó por las calles preguntando aquí y allá hasta que dio con un puesto donde se alquilaban rickshaws . Y entró, alquiló uno por media moneda de plata, que debía ser abonada a la noche, y salió de nuevo a la calle arrastrando el cochecillo tras él.
Se sentía cohibido y en ridículo y le parecía que todo el mundo se burlaba de él. Entre las dos varas del cochecillo se sentía tan torpe como un buey que es uncido por vez primera al arado; apenas sabía cómo caminar. Y, sin embargo, tenía que hacerlo para ganarse la vida, pues aquí y allá, por todas partes de esta ciudad corrían hombres arrastrando a otros en cochecillos. Wang Lung se fue a una calle lateral donde no había tiendas, sino domicilios privados. casas silenciosas y cerradas, y empezó a andar arriba y abajo, tirando del rickshaw para acostumbrarse, y en el preciso momento en que se decía a si mismo, desesperado, que le valdría más ir a pedir, se abrió una puerta y un hombre viejo, con lentes y ataviado como un profesor, le hizo seña.
Wang Lung comenzó a explicarle que era demasiado nuevo en el oficio para poder correr, pero el anciano era sordo y no se enteró de lo que Wang Lung le decía, y así se limitó a indicarle que bajase las varas del coche para poder subir. Wang Lung obedeció, no sabiendo qué hacer y sintiéndose obligado por la sordera y por la apariencia señorial del anciano. Este, una vez estuvo sentado, ordenó:
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