Toda la noche, Wang Lung tiraba desesperadamente de las cuerdas a lo largo de las calles oscuras, con el cuerpo desnudo y empapado en sudor y los pies descalzos, que, lisos y mojados por la humedad de la noche, resbalaban sobre las piedras. Delante de los hombres, y para mostrarles el camino, marchaba un chiquillo llevando una antorcha flameante, y a la luz de esta antorcha los cuerpos y los rostros de los hombres brillaban lo mismo que las húmedas piedras.
Wang Lung llegaba a su casa al amanecer, jadeante y tan roto por el esfuerzo que no podía comer hasta después de haber dormido. Pero durante el día, mientras los soldados exploraban las calles, él dormía sano y salvo en un rincón de su choza detrás de un montón de paja que O-lan había reunido para resguardarle.
Qué batallas se libraban y quién guerreaba contra quién, Wang Lung no lo sabía. Pero con el avance de la primavera la ciudad se llenó de miedo y de inquietud. Todos los días aparecían coches tirados por caballos que conducían a hombres ricos con sus ropas satinadas y sus bellas mujeres y sus joyas hasta la orilla del río, donde entraban en los barcos que los llevaban a otros lugares. Y otros iban a la casa adonde llegaban los vagones de fuego y partían en ellos. Wang Lung no transitaba nunca por las calles durante el día, pero sus hijos llegaban con los ojos muy abiertos y brillantes trayendo las noticias.
– Hemos visto a un hombre tan gordo y monstruoso como un dios del templo y llevaba el cuerpo cubierto con muchas varas de seda amarilla y en el pulgar una gran sortija de oro con una piedra verde como un trozo de vidrio. Y tenía la carne brillante de aceite y de comer mucho.
O el mayor contaba:
– Y hemos visto cajas y más cajas y, cuando preguntamos lo que había en ellas, un hombre nos dijo: "Están llenas de oro y de plata, pero los ricos no pueden llevarse todo lo que tienen y algún día será nuestro". ¿Qué quiso decir, padre mío?
Y el muchacho abría más los ojos y miraba a su padre.
Pero cuando Wang Lung contestaba brevemente: "¿Cómo he de saber lo que quiere decir uno de esos ociosos ciudadanos?", el muchacho replicaba con avidez:
– ¡Oh, quisiera que pudiésemos ir ahora mismo y cogerlo, si es nuestro! Me gustaría probar un pastel. Nunca he probado uno de esos pasteles dulces, salpicados de ajonjolí.
El anciano despertaba de su ensoñación al oír esto y decía:
– Cuando había buena cosecha teníamos de esos pasteles, en las fiestas de otoño. Cuando el ajonjolí había sido trillado, y antes de venderlo, nos reservábamos un poco para hacer esos pasteles.
Y Wang Lung recordó los que O-lan había hecho una vez por Año Nuevo, pasteles de harina de arroz, manteca y azúcar, y la boca se le hacía agua y el corazón le dolía con la nostalgia del pasado.
– ¡Si al menos estuviésemos en nuestra tierra! -murmuró.
Súbitamente le pareció entonces que no podría soportar ni un día más en esta choza miserable, tan estrecha que no le permitía ni tenderse cuan largo era tras el montón de paja; ni podría pasar otra noche con el cuerpo inclinado sobre una cuerda que le cortaba las carnes y tirando desesperadamente de la carga a lo largo de las calles empedradas.
Cada piedra se había convertido ahora en un enemigo personal, y aprendió a conocer cada carril por el cual podía evitar una piedra y economizar una onza de su vida. Incluso hubo horas en aquellas negras noches, especialmente cuando había llovido y las calles estaban mojadas, más mojadas que de ordinario, en que todo el odio de su corazón iba contra aquellas piedras que parecían agarrarse, colgarse de las ruedas de su inhumana carga.
– ¡Ah, la bella tierra! -gritó de pronto, y empezó a sollozar de tal manera que los niños se asustaron y el anciano, mirando a su hijo consternado, inclinaba el rostro a un lado y a otro como hace una criatura cuando ve llorar a su madre.
Y de nuevo fue O-lan quien dijo con su voz llana y oscura:
– Espera un poco todavía y ocurrirán cosas. Se habla mucho ahora en todas partes.
Desde su choza, donde permanecía oculto, Wang Lung oía las pisadas de los soldados que se dirigían a la batalla. A veces levantaba un poco la esterilla que le separaba de ellos, miraba por el resquicio y veía aquellos pies pasar, pasar; los pies calzados con zapatos de cuero, las piernas cubiertas de tela, uno tras otro, par tras par, línea sobre línea, millar sobre millar. Por las noches, cuando trabajaba, veía sus rostros pasar junto a el, iluminados brevemente por la luz de la antorcha. No se atrevía a hacer pregunta alguna que le concerniese, pero tiraba de su carga con obstinación, comía su escudilla de arroz y dormía su sueño agitado en la choza, tras el montón de paja. En aquellos días nadie hablaba. La ciudad estaba sacudida de espanto y todos hacían rápidamente sus quehaceres, se iban a sus casas y cerraban la puerta.
En torno a las chozas ya no se oían al anochecer más conversaciones ociosas. En los mercados, los puestos de comida estaban vacíos. Las tiendas de seda retiraron sus alegres colgaduras y cerraron la fachada de sus grandes escaparates con gruesas tablas sólidamente ajustadas, de manera que si se pasaba por la ciudad al mediodía era como si la gente se hallase durmiendo.
Por todas partes se murmuraba que el enemigo iba acercándose, y todo el que poseía algo se hallaba atemorizado. Pero Wang Lung no tenía miedo, ni tampoco los moradores de las chozas. No sabían, primeramente, quién era este enemigo, y no tenían, por otro lado, nada que perder, ya que ni sus propias vidas significaban una gran pérdida. Si este enemigo se acercaba, que se acercase: nada para ellos podía ser peor que la situación presente. Pero cada cual iba a lo suyo y nunca hablaban unos con otros abiertamente.
Luego, los encargados de las casas de mercancías dijeron a los trabajadores que arrastraban las cajas de un lado a otro desde la orilla del río, que no necesitaban volver más, ya que actualmente no había nadie para comprar y vender en los mostradores, así es que Wang Lung permaneció día y noche en la choza sin hacer nada. Al principio se alegró, pues parecía que todo descanso era insuficiente a su cuerpo, y durmió pesadamente, como un hombre muerto. Pero si no trabajaba no podía ganar, y al cabo de unos cuantos días los peniques de reserva que poseían se habrían ido. Wang Lung se encontró de nuevo ante el desesperante problema de decidir qué debía hacer, y como si no hubieran caído sobre ellos suficientes calamidades, las cocinas públicas cerraron sus puertas, y los que por aquel medio habían provisto para los pobres, se metieron en sus casas y cerraron la puerta. Y no había comida, ni trabajo, ni nadie pasaba por las calles a quien se le pudiera pedir una limosna.
Entonces Wang Lung cogió a la niña en sus brazos y, sentándose con ella en la choza, la miró dulcemente y dijo:
– Pequeña tonta, ¿te gustaría ir a una casa grande donde hay que comer y que beber y donde te darían un abrigo entero para cubrirte el cuerpo?
La niña sonrió, sin entender lo que se le decía, y levantó la manita para tocar los ojos asombrados de su padre. Wang Lung no pudo soportarlo y le gritó a la mujer:
– Dime, ¿y te pegaban en aquella casa grande?
O-lan contestó sombríamente:
– Todos los días me pegaban.
Y él gritó de nuevo:
– ¿Pero con un cinturón de tela o con un bambú o una cuerda? Y ella contestó con la misma voz muerta:
– Era con una correa de cuero que había servido de cabestro a una de las mulas. Estaba siempre colgada en la pared de la cocina.
Bien comprendía él que O-lan sabía lo que estaba pensando. Pero se acogió a una última esperanza y dijo:
– Esta niña nuestra es una linda doncellita. Dime, ¿les pegaban también a las esclavas bonitas?
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