Virginia Woolf - Al Faro

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Tal y como viene siendo habitual en la obra de Virginia Woolf, en?Al Faro? no se descubre nada nuevo para los incondicionales de la autora. Tanto en el argumento como en la técnica narrativa se pueden encontrar elementos comunes: personajes atormentados e insatisfechos consigo mismos y con la realidad que les ha tocado vivir, paisajes agrestes y desfavorables para la convivencia y habitabilidad humana, y la novedosa utilización de la tercera persona y del reproducción de los pensamientos de los protagonistas.
Este hecho puede dificultar la lectura a los no duchos en la materia, lo que no le quita un ápice a la tensión narrativa, al contrario, quizás se deba prestar más atención y leer con más tranquilidad. Apenas hay separación entre los participantes de un diálogo, sino que se reproducen literalmente lo que se les pasa por la cabeza, puede dar la sensación de que no hay contacto físico entre los individuos, lo que lleva al desconcierto y a darle a la incomunicación una importancia aún mayor.
La señora Ramsay planea hacer una excursión a un faro con sus ocho hijos y algunos amigos, pero el mal tiempo y la autoridad de un marido prepotente hará que sus planes se deshagan, lo que supone un enfrentamiento entre los miembros de la familia contra el señor Ramsay. La excursión podría interpretarse como una viaje?iniciático?, una válvula de escape ante la opresión, una huida en busca de la verdad por una mismo.
En cuanto a los personajes suelen repetirse los mismos roles que tanto obsesiona a la autora: la mujer,?realizada? como madre de familia numerosa, pero frustrada a nivel intelectual por la sociedad machista de la época victoriana, la estigmatización de la solterona,?obligada? a elegir entre la búsqueda de su felicidad, materializada en su cultivo profesional, pero casi siempre abandonada por?el qué dirán?, la figura del hombre, que aparece como una figura paternalista,?ejecutor? del carácter más rebelde y sublime de la mujer. Y, en cuanto los fenómenos atmosféricos, el mar, las tempestades, el viento… todos aliados en la eterna lucha de sexos, en la incompatibilidad, en la incomunicación…
Esposas rebeldes de pensamiento pero no de acción, mujeres que luchan por defender su valía, no sólo en el campo de la maternidad, individuos que oprimen, otros que son oprimidos…Todo tejido en todo a la complejidad del carácter de Virginia Wolf, que, o desconcierta y engancha, o harta.
Pero que, sobre todo, no pasa desapercibida…

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No saben pintar, no saben escribir, murmuraba de forma monótona, considerando con gran preocupación cuál debería ser el plan de ataque. Porque el volumen tomaba forma ante ella, se hacía visible, sentía la fuerza que ejercía contra sus globos oculares. Entonces, como si algún jugo necesario para la lubricación de sus facultades se hubiera segregado, comenzó de forma titubeante a coger los azules y ámbares, moviendo el pincel aquí y allí, pero ahora estaba más cargado, y se deslizaba más lentamente, como si hubiera adoptado un ritmo que le dictara a ella (no dejaba de mirar al seto, al lienzo) lo que veía, de forma que mientras la mano temblaba llena de vida, el ritmo era lo suficientemente fuerte para arrastrarla en su comente. A decir verdad, había perdido el conocimiento del mundo exterior. Y mientras perdía consciencia del mundo exterior, y se olvidaba de su nombre y personalidad y aspecto, y de si Mr. Carmichael estaba allí o no, su mente continuaba arrojando, desde lo más hondo, escenas, nombres, dichos, recuerdos e ideas, como una fuente cuyo surtidor se derramara sobre aquel deslumbrante e increíblemente difícil espacio en blanco, mientras lo modelaba con verdes y azules.

Era Charles Tansley quien solía decirlo, se acordaba, lo de que las mujeres no sabían pintar, no sabían escribir. Se le acercaba por detrás, mientras pintaba en este mismo lugar, y ahí se quedaba, cerca; y ella lo detestaba. «Tabaco de picadura -decía él-, a cinco peniques la onza», siempre estaba exhibiendo su pobreza, sus principios. (Pero la guerra le había arrancado el aguijón de su femineidad. Pobres diablos, pensaría cualquiera, pobres diablos de ambos sexos, en qué líos no se meterán.) Siempre llevaba un libro bajo el brazo: un libro de color púrpura. Él «trabajaba». Se sentaba, lo recordaba, y trabajaba a pleno sol. Durante la cena se sentaba en medio del paisaje. Y también estaba, ahora que pensaba en ello, la escena de la playa. Había que recordarlo. Era una mañana de viento. Se habían ido todos a la playa. Mrs. Ramsay estaba sentada junto a una piedra escribiendo cartas. Escribía sin pausa. «¡Ah! -había dicho, levantando la mirada hacia algo que flotaba en la mar-, ¿es una nasa para langostas?, ¿es una barca volcada?» Era tan miope que no veía nada, y Charles Tansley se portó todo lo bien que supo. Empezaron a hacer saltar piedras planas sobre el agua. Elegían piedrecillas negras planas, y las hacían saltar sobre las olas. De vez en cuando Mrs. Ramsay miraba por encima de las gafas, y se reía. No se acordaba de lo que decían, sólo la recordaba a ella y a Charles, que tiraba piedras, y que se había vuelto repentinamente amable, y recordaba que Mrs. Ramsay los miraba. Era muy consciente de aquello. Mrs. Ramsay, pensó, retrocediendo un paso y mirando atentamente. (Seguro que la composición era muy diferente cuando estaba sentada en el escalón con james. Debía de haber alguna sombra.) Mrs. Ramsay. Cuando pensaba en ella y en Charles Tansley tirando piedras al agua, y en toda aquella escena en la playa, todo parecía depender en cierta manera de Mrs. Ramsay, sentada bajo la piedra aquélla, con el cuaderno sobre las rodillas, escribiendo cartas. (Escribía cartas sin parar, y a veces el viento cogía alguna, y ella o Charles rescataban alguna página de la mar.) Pero ¡qué poder el del alma humana!, pensaba. Aquella mujer allí sentada, escribiendo junto a la piedra, hacía que todo adquiriera una repentina sencillez; hacía que aquellas iras, irritaciones, le parecieran cosa de nada; reunía esto y aquello y lo de más allá, y convertía toda esta tontería y desdén (las disputas y porfías de Charles y de ella habían sido necias, desdeñables) en algo -esta escena de la playa, por ejemplo, este momento de amistad y confraternización- que sobrevivía, tras todos estos años, íntegro; de forma que se zambullía en esto de nuevo para revivir los recuerdos de él, recuerdos que permanecían en su mente casi como una obra de arte.

«Como una obra de arte», se repitió, mientras miraba desde el lienzo hacia los escalones de la sala, y de nuevo al lienzo. Tenía que descansar unos momentos. Descansando, mirando de uno a otro, de forma inconcreta, la vieja pregunta que de forma perpetua atravesaba el cielo del alma, la pregunta inmensa, general, que fácilmente sabía hacerse concreta en momentos semejantes, cuando daba libertad a facultades que habían estado sometidas a tensiones, se quedaba sobre ella, hacía una pausa sobre ella, se oscurecía sobre ella. ¿Qué sentido tiene la vida? Eso era todo: una sencilla pregunta; que con los años tendía a hacerse más acuciante.

Nunca se había producido la gran revelación. La gran revelación quizá no llegaría nunca. En su lugar había pequeños milagros cotidianos, iluminaciones, cerillas que de repente iluminaban la oscuridad; y aquí había una. Esta, aquélla y la de más allá; ella y Charles en la ola que rompía; Mrs. Ramsay uniéndolos; Mrs. Ramsay diciendo: «Vida, deténte aquí»; Mrs. Ramsay convirtiendo el momento en algo permanente (al igual que en una esfera diferente Lily pretendía convertir otro momento también en algo permanente): esto participaba de la naturaleza de las revelaciones. En medio del caos había una forma; este eterno pasar y fluir (dirigió la mirada hacia las nubes que cruzaban el cielo, hacia las hojas que se movían al viento) quedaba fijo en alguna estabilidad. Vida, deténte aquí, había dicho Mrs. Ramsay. «¡Mrs. Ramsay! ¡Mrs. Ramsay!», se repetía. Esta revelación se la debía a ella.

Todo estaba callado. No se oía a nadie en la casa. Vio cómo dormía el edificio en la primera luz de la mañana, con las ventanas verdes y azules por los reflejos de las hojas. Los delicados pensamientos que había dirigido hacia Mrs. Ramsay parecían rimar con esta casa silenciosa, este humo, este fresco aire del amanecer. Tenue e irreal, este aire era, sin embargo, sorprendentemente puro y embriagador. Confiaba en que nadie abriera una ventana, o saliera de la casa, para que la dejaran en paz con sus pensamientos, para poder seguir pintando. Se volvió al lienzo. Pero, impulsada por alguna clase de curiosidad, atraída por el remordimiento de la compasión que no había sabido manifestar, se acercó unos pasos hasta el borde del jardín, para ver si se veía, abajo, en la playa, cómo se hacía a la mar el grupito. Allí abajo, donde estaban las barcas, algunas tenían las velas recogidas, otras se alejaban poco a poco; era un día de una gran bonanza; había una que se había apartado de las demás. Estaban desplegando la vela en este momento. Decidió que en aquella remota barquita completamente silenciosa se hallaba Mr. Ramsay con Cam y James. Ya habían desplegado la vela, tras unos movimientos de duda, las velas cogieron aire, envueltas en un profundo silencio, y observó cómo la barquita se hacía a la mar con toda deliberación, y dejaba atrás a las demás barcas.

4

Las velas se movían sobre sus cabezas. El agua bañaba los costados de la barca, soñolienta e inmóvil bajo el sol. De vez en cuando las velas se agitaban con una leve brisa, pero cesaba la brisa y cesaba el movimiento. La barca estaba inmóvil. Mr. Ramsay estaba sentado en medio de la barca. Dentro de poco daría señales de impaciencia, pensaba James; y Cam también lo pensaba, mientras miraba a su padre, sentado en medio de la barca, entre ellos (James llevaba el timón, Cam estaba sentada en la proa), con las piernas recogidas. Detestaba perder el tiempo. Seguro que dentro de unos segundos diría algo del niño de los Macalister, que sacó los remos y empezó a remar. Pero su padre, tras unos movimientos nerviosos, lo sabían, sólo se habría quedado contento si hubieran ido volando. No dejaba de buscar una brisa, moviéndose nervioso, diciendo cosas en voz baja, que Macalister y el hijo de Macalister podían oír, y ambos podían sentirse muy mal. Les había hecho venir. Los había obligado. Como estaban enfadados, esperaban que no soplara el viento, que todo le saliera mal, porque los había obligado a ir en contra de su voluntad.

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