La señora Morrow no dijo nada. Pero, ¡jo! ¡Había que verla! La tenía pegada al asiento. Todas las madres son iguales. Les encanta que les cuenten lo maravilloso que es su hijo.
Entonces fue cuando de verdad me puse a mentir como un loco.
– ¿Le ha contado lo de las elecciones? -le pregunté-. ¿Las elecciones que tuvimos en la clase?
Negó con la cabeza. La tenía como hipnotizada.
– Verá, todos queríamos que Ernie saliera presidente de la clase. Le habíamos elegido como candidato unánimemente. La verdad es que era el único tío que podía hacerse cargo de la situación -le dije. ¡Jo! ¡Vaya bolas que le estaba metiendo!-. Pero salió elegido otro chico, Harry Fencer, y por una razón muy sencilla y evidente: que Ernie es tan humilde y tan modesto que no nos permitió que presentáramos su candidatura. Se negó en redondo. ¡Es tan tímido! Deberían ayudarle a superar eso -la miré-. ¿Se lo ha contado?
– No. No me ha dicho nada.
– ¡Claro! ¡Típico de Ernie! Eso es lo malo, que es demasiado tímido. Debería ayudarle a salir de su cascarón.
En ese momento llegó el revisor a pedir el billete a la señora Morrow y aproveché la ocasión para callarme. Esos tíos como Morrow que se pasan el día atizándole a uno con la sana intención de romperle el culo, resulta que no se limitan a ser cabrones de niños. Luego lo siguen siendo toda su vida. Pero apuesto la cabeza a que después de todo lo que le dije aquella noche, la señora Morrow verá ya siempre en su hijo a un tío tímido y modesto que no se deja ni proponer como candidato a unas elecciones. Vamos, eso creo. Luego nunca se sabe. Aunque las madres no suelen ser unos linces para esas cosas.
– ¿Le gustaría tomar una copa? -le pregunté. Me apetecía tomar algo-. Podemos ir al vagón restaurante.
– ¿No eres muy joven todavía para tomar bebidas alcohólicas? -me preguntó, pero sin tono de superioridad. Era demasiado simpática para dárselas de superior.
– Sí, pero se creen que soy mayor porque soy muy alto -le dije-, y porque tengo mucho pelo gris.
Me volví y le enseñé todas las canas que tengo. Eso le fascinó.
– Vamos, la invito. ¿No quiere? -le dije-. La verdad es que me habría gustado mucho que aceptara.
– Creo que no. Muchas gracias de todos modos -me dijo-. Además el restaurante debe estar ya cerrado. Es muy tarde, ¿sabes?
Tenía razón. Se me había olvidado la hora que era. Luego me miró y me dijo lo que desde un principio temía que acabaría preguntándome:
– Ernest me escribió hace unos días para decirme que no os darían las vacaciones hasta el miércoles. Espero que no te hayan llamado urgentemente porque se haya puesto enfermo alguien de tu familia -no lo preguntaba por fisgonear, estoy seguro.
– No, en casa están todos bien -le dije-. Yo soy quien está enfermo. Tienen que operarme.
– ¡Cuánto lo siento! -dijo. Y se notaba que era verdad. En cuanto cerré la boca me arrepentí de haberlo dicho, pero ya era demasiado tarde.
– Nada grave. Es sólo un tumor en el cerebro.
– ¡Oh, no! -se llevó una mano a la boca y todo.
– No crea que voy a morirme ni nada. Está por la parte de fuera y es muy pequeñito. Me lo quitarán en un dos por tres.
Luego saqué del bolsillo un horario de trenes que llevaba y me puse a leerlo para no seguir mintiendo. Una vez que me disparo puedo seguir horas enteras si me da la gana. De verdad. Horas y horas.
Después de aquello ya no hablamos mucho. Ella empezó a leer un Vogue que llevaba, y yo me puse a mirar por la ventanilla. En Newark se bajó. Me deseó mucha suerte en la operación. Seguía llamándome Rudolph. Luego me dijo que no dejara de ir a visitar a Ernie durante el verano, que tenían una casa en la playa con pista de tenis y todo en Gloucester, Massachusetts, pero yo le di las gracias y le dije que me iba de viaje a Sudamérica con mi abuela. Esa sí que era una trola de las buenas, porque mi abuela no sale ni a la puerta de su casa si no es para ir a una sesión de cine o algo así. Pero ni por todo el oro del mundo hubiera ido a visitar a ese hijo de puta de Morrow. Por muy desesperado que estuviera.
Lo primero que hice al llegar a la Estación de Pennsylvania fue meterme en una cabina telefónica. Tenía ganas de llamar a alguien. Dejé las maletas a la puerta para poder vigilarlas y entré, pero tan pronto como estuve dentro no supe a quién llamar. Mi hermano D.B. estaba en Hollywood y mi hermana pequeña, Phoebe, se acuesta alrededor de las nueve. No le habría importado nada que la despertara, pero lo malo es que no hubiera cogido ella el teléfono. Habrían contestado mis padres, así que tuve que olvidarme del asunto. Luego, se me ocurrió llamar a la madre de Jane Gallaher para preguntarle cuándo llegaba su hija a Nueva York, pero de pronto se me quitaron las ganas. Además, era ya muy tarde para telefonear a una señora. Después pensé en llamar a una chica con la que solía salir bastante a menudo. Sally Hayes. Sabía que ya estaba de vacaciones porque me había escrito una carta muy larga y muy cursi invitándome a decorar el árbol con ella el día de Nochebuena, pero me dio miedo de que se pusiera su madre al teléfono. Era amiga de la mía y una de esas tías que son capaces de romperse una pierna con tal de correr al teléfono para contarle a mi madre que yo estaba en Nueva York. Además no me atraía la idea de hablar con la señora Hayes. Una vez le dijo a Sally que yo estaba loco de remate y que no tenía ningún propósito en la vida. Al final pensé en llamar a un tío que había conocido en Whooton, un tal Carl Luce, pero la verdad es que era un poco imbécil. Así que acabé por no llamar a nadie.
Después de pasarme como veinte minutos en aquella cabina, salí a la calle, cogí mis maletas, me acerqué al túnel donde está la parada de taxis, y cogí uno.
Soy tan distraído que, por la fuerza de la costumbre, le di al taxista mi verdadera dirección. Me olvidé totalmente de que iba a refugiarme un par de días en un hotel y de que no iba a aparecer por casa hasta que empezaran oficialmente las vacaciones. No me di cuenta hasta que habíamos cruzado ya medio parque. Entonces le dije muy deprisa:
– ¿Le importaría dar la vuelta cuando pueda? Me equivoqué al darle la dirección. Quiero volver al centro.
El taxista era un listo.
– Aquí no puedo dar la vuelta, amigo. Esta calle es de dirección única. Tendremos que seguir hasta la Diecinueve.
No tenía ganas de discutir:
– Está bien – le dije. De pronto se me ocurrió preguntarle si sabía una cosa-. ¡Oiga! -le dije-. Esos patos del lago que hay cerca de Central Park South… Sabe qué lago le digo, ¿verdad? ¿Sabe usted por casualidad adonde van cuando el agua se hiela? ¿Tiene usted alguna idea de dónde se meten?
Sabía perfectamente que cabía una posibilidad entre un millón. Se volvió y me miró como si yo estuviera completamente loco.
– ¿Qué se ha propuesto, amigo? -me dijo-. ¿Tomarme un poco el pelo?
– No. Sólo quería saberlo, de verdad.
No me contestó, así que yo me callé también hasta que salimos de Central Park en la calle Diecinueve. Entonces me dijo:
– Usted dirá, amigo. ¿Adonde vamos?
– Verá, la cosa es que no quiero ir a ningún hotel del Este donde pueda tropezarme con cualquier amigo. Viajo de incógnito -le dije. Me revienta decir horteradas como «viajo de incógnito», pero cuando estoy con alguien que dice ese tipo de cosas procuro hablar igual que él-. ¿Sabe usted quién toca hoy en la Sala de Fiestas del Taft o del New Yorker?
– Ni la menor idea, amigo.
– Entonces lléveme al Edmont -le dije-. ¿Quiere parar en el camino y tomarse una copa conmigo? Le invito. Estoy forrado.
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