El muy cabrón mentía como un cosaco.
– ¿Qué dijo? ¿Sigue dejando todas las damas en la fila de atrás?
– No se lo pregunté. No pensarás que nos hemos pasado la noche jugando a las damas, ¿no?
No le contesté. ¡Jo! ¡Cómo le odiaba!
– Si no fuisteis a Nueva York, ¿qué hicisteis?
No podía controlarme. La voz me temblaba de una manera horrorosa. ¡Qué nervioso estaba! Tenía el presentimiento de que había pasado algo.
Estaba acabando de cortarse las uñas de los píes. Se levantó de la cama en calzoncillos, tal como estaba, y empezó a hacer el idiota. Se acercó a mi cama y, de broma, me dio una serie de puñetazos en el hombro.
– ¡Deja ya de hacer el indio! -le dije-. ¿Adonde la has llevado?
– A ninguna parte. No bajamos del coche.
Volvió a darme otro puñetazo en el hombro.
– ¡Venga, no jorobes! -le dije-. ¿Del coche de quién?
– De Ed Banky.
Ed Banky era el entrenador de baloncesto. Protegía mucho a Stradlater porque era el centro del equipo. Por eso le prestaba su coche cuando quería. Estaba prohibido que los alumnos usaran los coches de los profesores, pero esos cabrones deportistas siempre se protegían unos a otros. En todos los colegios donde he estado pasaba lo mismo.
Stradlater siguió atizándome en el hombro. Llevaba el cepillo de dientes en la mano y se lo metió en la boca.
– ¿Qué hiciste? ¿Tirártela en el coche de Ed Banky? -¡cómo me temblaba la voz!
– ¡Vaya manera de hablar! ¿Quieres que te lave la boca con jabón?
– Eso es lo que hiciste, ¿no?
– Secreto profesional, amigo.
No me acuerdo muy bien de qué pasó después. Lo único que recuerdo es que salté de la cama como si tuviera que ir al baño o algo así y que quise pegar con todas mis fuerzas en el cepillo de dientes para clavárselo en la garganta. Sólo que fallé. No sabía ni lo que hacía. Le alcancé en la sien. Probablemente le hice daño, pero no tanto como quería. Podría haberle hecho mucho más, pero le pegué con la derecha y con esa mano no puedo cerrar muy bien el puño por lo de aquella fractura de que les hablé.
Pero, como iba diciendo, cuando me quise dar cuenta estaba tumbado en el suelo y tenía encima a Stradlater con la cara roja de furia. Se me había puesto de rodillas sobre el pecho y pesaba como una tonelada. Me sujetaba las muñecas para que no pudiera pegarle. Le habría matado.
– ¿Qué te ha dado? -repetía una y otra vez con la cara cada vez más colorada.
– ¡Quítame esas cochinas rodillas de encima! -le dije casi gritando-. ¡Quítate de encima, cabrón!
No me hizo caso. Siguió sujetándome las muñecas mientras yo le gritaba hijoputa como cinco mil veces seguidas. No recuerdo exactamente lo que le dije después, pero fue algo así como que creía que podía tirarse a todas las tías que le diera la gana y que no le importaba que una chica dejara todas las damas en la última fila ni nada, porque era un tarado. Le ponía negro que le llamara «tarado». No sé por qué, pero a todos los tarados les revienta que se lo digan.
– ¡Cállate, Holden! -me gritó con la cara como la grana-. Te lo aviso. ¡Si no te callas, te parto la cara!
Estaba hecho una fiera.
– ¡Quítame esas cochinas rodillas de encima! -le dije.
– Si lo hago, ¿te callarás?
No le contesté.
– Holden, si te dejo en paz, ¿te callarás? -.repitió.
– Sí.
Me dejó y me levanté. Me dolía el pecho horriblemente porque me lo había aplastado con las rodillas.
– ¡Eres un cochino, un tarado y un hijoputa! -le dije.
Aquello fue la puntilla. Me plantó la manaza delante de la cara.
– ¡Ándate con ojo, Holden! ¡Te lo digo por última vez! Si no te callas te voy a…
– ¿Por qué tengo que callarme? -le dije casi a gritos-. Eso es lo malo que tenéis todos vosotros los tarados. Que nunca queréis admitir nada. Por eso se os reconoce en seguida. No podéis hablar normalmente de…
Se lanzó sobre mí y en un abrir y cerrar de ojos me encontré de nuevo en el suelo. No sé si llegó a dejarme K.O. o no. Creo que no. Me parece que eso sólo pasa en las películas. Pero la nariz me sangraba a chorros. Cuando abrí los ojos lo tenía encima de mí. Llevaba su neceser debajo del brazo.
– ¿Por qué no has de callarte cuando te lo digo? -me dijo.
Estaba muy nervioso. Creo que tenía miedo de haberme fracturado el cráneo cuando me pegó contra el suelo. ¡Ojalá me lo hubiera roto!
– ¡Tú te lo has buscado, qué leches!
¡Jo! ¡No estaba poco preocupado el tío!
– Ve a lavarte la cara, ¿quieres? -me dijo.
Le contesté que por qué no iba a lavársela él, lo cual fue una estupidez, lo reconozco, pero estaba tan furioso que no se me ocurrió nada mejor. Le dije que camino del baño no dejara de cepillarse a la señora Schmidt, que era la mujer del portero y tenía sesenta y cinco años.
Me quedé sentado en el suelo hasta que oí a Stradlater cerrar la puerta y alejarse por el pasillo hacia los lavabos. Luego me levanté. Me puse a buscar mi gorra de caza pero no podía dar con ella. Al fin la encontré. Estaba debajo de la cama. Me la puse con la visera para atrás como a mí me gustaba, y me fui a mirar al espejo. Estaba hecho un Cristo. Tenía sangre por toda la boca, por la barbilla y hasta por el batín y el pijama. En parte me asustó y en parte me fascinó. Me daba un aspecto de duro de película impresionante. Sólo he tenido dos peleas en mi vida y las he perdido las dos. La verdad es que de duro no tengo mucho. Si quieren que les diga la verdad, soy pacifista.
Pensé que Ackley habría oído todo el escándalo y estaría despierto, así que crucé por la ducha y me metí en su habitación para ver qué estaba haciendo. No solía ir mucho a su cuarto. Siempre se respiraba allí un tufillo raro por lo descuidado que era en eso del aseo personal.
Por entre las cortinas de la ducha se filtraba en su cuarto un poco de luz. Estaba en la cama, pero se le notaba que no dormía.
– Ackley -le pregunté-. ¿Estás despierto?
– Sí.
Había tan poca luz que tropecé con un zapato y por poco me rompo la crisma. Ackley se incorporó en la cama y se quedó apoyado sobre un brazo. Se había puesto por toda la cara una pomada blanca para los granos. Daba miedo verle así en medio de aquella oscuridad.
– ¿Qué haces?
– ¿Cómo que qué hago? Estaba a punto de dormirme cuando os pusisteis a armar ese escándalo. ¿Por qué os peleabais?
– ¿Dónde está la llave de la luz? -tanteé la pared con la mano.
– ¿Para qué quieres luz? Está ahí, a la derecha.
Al fin la encontré. Ackley se puso la mano a modo de visera para que el resplandor no le hiciera daño a los ojos.
– ¡Qué barbaridad! -dijo-. ¿Qué te ha pasado?
Se refería a la sangre.
– Me peleé con Stradlater -le dije. Luego me senté en el suelo. Nunca tenían sillas en esa habitación. No sé qué hacían con ellas-. Oye -le dije-, ¿jugamos un poco a la canasta? -era un adicto a la canasta.
– Estás sangrando. Yo que tú me pondría algo ahí.
– Déjalo, ya parará. Bueno, ¿qué dices? ¿Jugamos a la canasta o no?
– ¿A la canasta ahora? ¿Tienes idea de la hora que es?
– No es tarde. Deben ser sólo como las once y media.
– ¿Y te parece pronto? -dijo Ackley-. Mañana tengo que levantarme temprano para ir a misa y a vosotros no se os ocurre más que pelearos a media noche. ¿Quieres decirme que os pasaba?
– Es una historia muy larga y no quiero aburrirte. Lo hago por tu bien, Ackley -le dije.
Nunca le contaba mis cosas, sobre todo porque era un estúpido. Stradlater comparado con él era un verdadero genio.
– Oye -le dije-, ¿puedo dormir en la cama de Ely esta noche? No va a volver hasta mañana, ¿no?
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