Jerome Salinger - El guardián entre el centeno

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J. D. Salinger es un autor perteneciente a la lamada `generación perdida` o movimiento literario que surgiría en torno a los años 20 en Norteamérica, y que se caracterizó por la expresión en las obras de sus autores representativos, de un sentimiento de desesperanza y pesimismo vitales, que se va a ver plasmado exactamente en este libro.
El autor, que suele tomar como referentes de su obra a los más jóvenes, en concreto a los que pasan por esa edad tan crítica de la adolescencia y de tránsito a la edad adulta, refleja con gran precisión la confusión y búsqueda de la identidad que, casi con total seguridad, habrá pasado más de un lector que se adentre en las páginas de esta especie de libro-diario, en el que el protagonista va a narrar su, para él, deprimente e insulsa vida cotidiana.
Y es que Holden, como así se llama el joven, es el típico niño-bien, perteneciente a una familia acomodada en la que todo se le da y se le consiente, pero en la que no van a estar presentes unos padres en su educación y estabilidad emocional, demasiados ocupados por el trabajo o por los compromisos sociales a los que tienen que acudir. No tiene ilusión por nada, no sabe lo que quiere, nada le llena y todo le parece aburrido… y además, le expulsan del instituto en el que estudia, del que escapará sin rumbo ni objetivos.
El autor va a hacer que el protagonista descubra, en su huida a ninguna parte, lo más bajo del ser humano, la violencia, la codicia, el vicio… levándole a una cada vez más marcada madurez… parece que así, a base de malas experiencias, como se suele decir, se aprende a crecer y ser una persona adulta y coherente: la huida es la búsqueda de la propia identidad del joven. El regreso al buen camino va a ser, como en la parábola del `hijo pródigo`, la vuelta a casa, pudiendo empezar de cero una nueva vida.
Puede chocarle al lector el `pasotismo` o descaro con el que Holden cuenta sus experiencias, pero no hay que olvidar que se trata de un lenguaje producto de la confusión y rabia de cualquier joven, ya esté enclavada la acción en la Nueva York de los años 40, como es este caso, o la de hoy día… son sentimientos y situaciones que se han dado y se darán siempre… es ley de vida.
A propósito del título, éste hace referencia a que al joven lo único que le gustaría ser es un `guardián entre el centeno`, y `evitar que los niños caigan en el precipicio (…), vigilarles todo el tiempo…` es el deseo del protagonista de que nadie más pueda pasar por lo mismo que él, en el fondo es una persona muy sensible y,de provocar al principio cierto rechazo, el lector acaba apiadándose de él.

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– Lo siento mucho -me dijo-, ¿pero tiene algún documento que acredite que es mayor de edad? ¿El permiso de conducir, por ejemplo?

Le lancé una mirada gélida, como si me hubiera ofendido en lo más vivo y le pregunté:

– ¿Es que parezco menor de veinte años?

– Lo siento, señor, pero tenemos nuestras…

– Bueno, bueno -le dije. Había decidido no meterme en honduras-. Tráigame una coca-cola.

Ya se iba cuando le llamé:

– ¿No puede ponerle al menos un chorrito de ron? -se lo dije de muy buenos modos-. Aquí no hay quien aguante sobrio. Ande, échele un chorrito de algo…

– Lo siento, señor -dijo. Y se largó.

La verdad es que él no tenía la culpa. Si les pillan sirviendo bebidas alcohólicas a un menor, les ponen de patitas en la calle. Y yo, ¡qué puñeta!, era menor de edad.

Volví a mirar a las tres brujas que tenía al lado, mejor dicho, a la rubia. Para mirar a las otras dos había que echarle al asunto mucho valor. La verdad es que lo hice muy bien, como el que no quiere la cosa, muy frío y con mucho mundo, pero en cuanto ellas lo notaron empezaron a reírse las tres como idiotas. Probablemente me consideraban demasiado joven para ligar. ¿No te fastidia? Ni que hubiera querido casarme con ellas. Debía haberlas mandado a freír espárragos, pero no lo hice porque tenía muchas ganas de bailar. Hay veces que no puedo resistir la tentación y ésa era una de ellas. Me incliné hacia las tres chicas y les dije:

– ¿Os gustaría bailar?

No lo pregunté de malos modos ni nada, al contrario, estuve finísimo, pero no sé por qué aquello les hizo un efecto increíble. Empezaron a reírse como locas, de verdad. Eran las tres unas cretinas integrales.

– Venga -les dije-, bailaré con las tres una detrás de otra, ¿de acuerdo? ¿Qué os parece? Decid que sí.

Me moría de ganas de bailar. Al final, como se notaba que a quien me dirigía era a ella, la rubia se levantó para bailar conmigo y salimos a la pista. Mientras tanto, los otros dos esperpentos siguieron riéndose como histéricas. Debía estar loco para molestarme siquiera por ellas.

Pero valió la pena. La rubia aquélla bailaba de miedo. He conocido a pocas mujeres que bailaran tan bien. A veces esas estúpidas resultan unas bailarinas estupendas, mientras que las chicas inteligentes, la mitad de las veces, o se empeñan en llevarte, o bailan tan mal que lo mejor que puedes hacer es quedarte sentado en la mesa y emborracharte con ellas.

– Lo haces muy bien -le dije a la rubia aquélla-. Deberías dedicarte a bailarina, de verdad. Una vez bailé con una profesional y no era ni la mitad de buena que tú. ¿Has oído hablar de Marco y Miranda?

– ¿Qué?

Ni siquiera me escuchaba. Estaba mirando a las mesas.

– He dicho que si has oído hablar de Marco y Miranda.

– No sé. No. No sé quiénes son.

– Son una pareja de bailarines. Ella no me gusta nada. Se sabe todos los pasos perfectamente, pero no baila nada bien. ¿Quieres que te diga en qué se nota cuándo una mujer es una bailarina estupenda?

– ¿Qué?

No me escuchaba. No hacía más que mirar por toda la habitación.

– He dicho que si sabes en qué se nota cuándo una mujer es una bailarina estupenda.

– No…

– Verás, yo pongo la mano en la espalda de mi pareja, ¿no? Pues si me da la sensación de que más abajo de la mano no hay nada, ni trasero, ni piernas, ni pies, ni nada, entonces es que la chica es una bailarina fenomenal.

Nada, ni caso, así que dejé de hablarle un buen rato y me limité a bailar. ¡Jo! ¡Qué bien lo hacía aquella idiota! Buddy Singer y su orquesta tocaban esa canción que se llama Just one of those things, y por muchos esfuerzos que hacían no lograban destrozarla del todo. Es una canción preciosa. No intenté hacer ninguna exhibición ni nada porque me revientan esos tíos que se ponen a hacer fiorituras en la pista, pero me moví todo lo que quise y la rubia me seguía perfectamente. Lo más gracioso es que me creía que ella se lo estaba pasando igual de bien que yo hasta que se descolgó con una estupidez:

– Anoche mis amigas y yo vimos a Peter Lorre en persona. El actor de cine. Estaba comprando el periódico. Es un sol.

– Tuvisteis suerte -le dije-. Mucha suerte, ¿sabes?

Era una estúpida, pero qué bien bailaba. Por mucho que traté de contenerme no pude evitar darle un beso en aquella cabeza de chorlito, justo en la coronilla. Cuando lo hice se enfadó.

– ¡Oye! Pero, ¿qué te has creído?

– Nada, no me he creído nada. Es que bailas muy bien -le dije-. Tengo una hermana pequeña que está en el cuarto grado. Tú bailas casi tan bien como ella y eso que mi hermana lo hace como Dios.

– Mucho cuidado con lo que dices.

¡Jo! ¡Vaya tía! Era lo que se dice una malva.

– ¿De dónde sois?

– ¿Qué? -dijo.

– Que de dónde sois. Pero no me contestes si no quieres. No tienes que hacer tal esfuerzo.

– Seattle, Washington -dijo como si me estuviera haciendo un gran favor.

– Tienes una conversación estupenda -le dije-, ¿sabes?

– ¿Qué?

Me di por vencido. De todas formas no hubiera entendido la indirecta.

– ¿Quieres que hagamos un poco de jitterbug? Nada de saltar a lo hortera. Tranquilo y suavecito. Cuando tocan algo rápido, se sientan todos menos los viejos y los gordos, o sea que nos quedará la pista entera. ¿Qué te parece?

– Lo mismo me da -contestó-. Oye, y tú ¿cuántos años tienes?

No sé por qué pero aquella pregunta me molestó muchísimo.

– ¡Venga, mujer! ¡No jorobes! Tengo doce años, pero ya sé que represento un poco más.

– Oye. Ya te lo he dicho antes. No me gusta esa forma de hablar. Si sigues diciendo palabrotas, voy a sentarme con mis amigas y asunto concluido.

Me disculpé a toda prisa porque la orquesta empezaba a tocar una pieza rápida. Bailamos el jitterbug, pero sin nada de cursiladas. Ella lo hacía estupendamente. No había más que darle un toquecito ligero en la espalda de vez en cuando. Y cuando se daba la vuelta movía el trasero a saltitos de una manera graciosísima. Me encantaba. De verdad. Para cuando volvimos a la mesa ya estaba medio loco por ella. Eso es lo que tienen las chicas. En cuanto hacen algo gracioso, por feas o estúpidas que sean, uno se enamora de ellas y ya no sabe ni por dónde se anda. Las mujeres. ¡Dios mío! Le vuelven a uno loco. De verdad.

No me invitaron siquiera a sentarme con ellas, creo que sólo porque eran unas ignorantes, pero me senté de todos modos. La rubia, la que había bailado conmigo, se llamaba Bernice Crabs o Krebes o algo por el estilo. Las dos feas se llamaban Marty y Láveme. Les dije que me llamaba Jim Steele. Me dio por ahí. Luego traté de mantener con ellas una conversación inteligente, pero era prácticamente imposible. Costaba un esfuerzo ímprobo. No podía decidir cuál era más estúpida de las tres. Miraban constantemente a su alrededor como esperando que de un momento a otro fuera a aparecer por la puerta un ejército de actores de cine. Las muy tontas se creían que cuando los artistas van a Nueva York no tienen nada mejor que hacer que ir al Salón Malva en vez de al Club de la Cigüeña, o al Morocco, o a sitios así. Trabajaban en una compañía de seguros. Les pregunté si les gustaba lo que hacían, pero me fue absolutamente imposible extraer una respuesta inteligente de aquellas tres idiotas. Pensé que las dos feas, Marty y Láveme, eran hermanas, pero cuando se lo pregunté se ofendieron muchísimo. Se veía que ninguna quería parecerse a la otra, lo cual era comprensible pero no dejaba de tener cierta gracia.

Bailé con las tres, una detrás de otra. La más fea, Láveme, no lo hacía mal del todo, pero lo que es la otra, era criminal. Bailar con la tal Marty era como arrastrar la estatua de la Libertad por toda la pista. No tuve más remedio que inventarme algo para pasar el rato, así que le dije que acababa de ver a Gary Cooper.

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