Pero no quiero que se hagan ustedes la idea de que Jane era una especie de témpano o algo así sólo porque nunca nos besábamos ni nada. Por ejemplo hacíamos manitas todo el tiempo. Comprendo que no parece gran cosa, pero para eso de hacer manitas era estupenda. La mayoría de las chicas, o dejan la mano completamente muerta, o se creen que tienen que moverla todo el rato porque si no vas a aburrirte como una ostra. Con Jane era distinto. En cuanto entrábamos en el cine, empezábamos a hacer manitas y no parábamos hasta que se terminaba la película. Y todo el rato sin cambiar de posición ni darle una importancia tremenda. Con Jane no tenías que preocuparte de si te sudaba la mano o no. Sólo te dabas cuenta de que estabas muy a gusto. De verdad.
De pronto recordé una cosa. Un día, en el cine, Jane hizo algo que me encantó. Estaban poniendo un noticiario o algo así. Sentí una mano en la nuca y era ella. Me hizo muchísima gracia porque era muy joven. La mayoría de las mujeres que hacen eso tienen como veinticinco o treinta años, y generalmente se lo hacen a su marido o a sus hijos. Por ejemplo, yo le acaricio la nuca a mi hermana Phoebe de vez en cuando. Pero cuando lo hace una chica de la edad de Jane, resulta tan gracioso que le deja a uno sin respiración.
En todo eso pensaba mientras seguía sentado en aquel sillón vomitivo del vestíbulo. ¡Jane! Cada vez que me la imaginaba con Stradlater en el coche de Ed Banky me ponía negro. Sabría que no le habría dejado que la tocara, pero, aun así, sólo de pensarlo me volvía loco. No quiero ni hablar del asunto.
El vestíbulo estaba ya casi vacío. Hasta las rubias con pinta de putas habían desaparecido y, de pronto, me entraron unas ganas terribles de largarme de allí a toda prisa. Aquello estaba de lo más deprimente. Como, por otra parte, no estaba cansado, subí a la habitación y me puse el abrigo. Me asomé a la ventana para ver si seguían en acción los pervertidos de antes, pero estaban todas las luces apagadas. Así que volví a bajar en el ascensor, cogí un taxi, y le dije al taxista que me llevara a Ernie. Es una sala de fiestas adonde solía ir mi hermano D.B. antes de ir a Hollywood a prostituirse. A veces me llevaba con él. Ernie es un negro enorme que toca el piano. Es un snob horroroso y no te dirige la palabra a menos que seas un tipo famoso, o muy importante, o algo así, pero la verdad es que toca el piano como quiere. Es tan bueno que casi no hay quien le aguante. No sé si me entienden lo que quiero decir, pero es la verdad. Me gusta muchísimo oírle, pero a veces le entran a uno ganas de romperle el piano en la cabeza. Debe ser porque sólo por la forma de tocar se le nota que es de esos tíos que no te dirige la palabra a menos que seas un pez gordo.
Era un taxi viejísimo que olía como si acabara de vomitar alguien dentro. Siempre me toca uno de ésos cuando voy a algún sitio de noche. Pero más deprimente aún era que las calles estuvieran tan tristes y solitarias a pesar de ser sábado. Apenas se veía a nadie. De vez en cuando cruzaban un hombre y una mujer cogidos por la cintura, o una pandilla de tíos riéndose como hienas de algo que apuesto la cabeza a que no tenía la menor gracia. Nueva York es terrible cuando alguien se ríe de noche. La carcajada se oye a millas y millas de distancia y le hace sentirse a uno aún más triste y deprimido. En el fondo, lo que me hubiera gustado habría sido ir a casa un rato y charlar con Phoebe. Pero, en fin, como les iba diciendo, al poco de subir al taxi, el taxista empezó a darme un poco de conversación. Se llamaba Howitz y era mucho más simpático que el anterior. Por eso se me ocurrió que a lo mejor él sabía lo de los patos.
– Oiga, Howitz -le dije-. ¿Pasa usted mucho junto al lago de Central Park?
– ¿Qué?
– El lago, ya sabe. Ese lago pequeño que hay cerca de Central South Park. Donde están los patos. Ya sabe.
– Sí. ¿Qué pasa con ese lago?
– ¿Se acuerda de esos patos que hay siempre nadando allí? Sobre todo en la primavera. ¿Sabe usted por casualidad adonde van en invierno?
– Adonde va, ¿quién?
– Los patos. ¿Lo sabe usted por casualidad? ¿Viene alguien a llevárselos a alguna parte en un camión, o se van ellos por su cuenta al sur, o qué hacen?
El tal Howitz volvió la cabeza en redondo para mirarme. Tenía muy poca paciencia, pero no era mala persona.
– ¿Cómo quiere que lo sepa? -me dijo-. ¿Cómo quiere que sepa yo una estupidez semejante?
– Bueno, no se enfade usted por eso -le dije.
– ¿Quién se enfada? Nadie se enfada.
Decidí que si iba a tomarse las cosas tan a pecho, mejor era no hablar. Pero fue él quien sacó de nuevo la conversación. Volvió otra vez la cabeza en redondo y me dijo:
– Los peces son los que no se van a ninguna parte. Los peces se quedan en el lago. Esos sí que no se mueven.
– Pero los peces son diferentes. Lo de los peces es distinto. Yo hablaba de los patos -le dije.
– ¿Cómo que es distinto? No veo por qué tiene que ser distinto -dijo Howitz. Hablaba siempre como si estuviera muy enfadado por algo- No irá usted a decirme que el invierno es mejor para los peces que para los patos, ¿no? A ver si pensamos un poco…
Me callé durante un buen rato. Luego le dije:
– Bueno, ¿y qué hacen los peces cuando el lago se hiela y la gente se pone a patinar encima y todo?
Se volvió otra vez a mirarme:
– ¿Cómo que qué hacen? Se quedan donde están. ¿No te fastidia?
– No pueden seguir como si nada. Es imposible.
– ¿Quién sigue como si nada? Nadie sigue como si nada -dijo Howitz. El tío estaba tan enfadado que me dio miedo de que estrellara el taxi contra una farola-. Viven dentro del hielo, ¿no te fastidia? Es por la naturaleza que tienen ellos. Se quedan helados en la postura que sea para todo el invierno.
– Sí, ¿eh? Y, ¿cómo comen entonces? Si el lago está helado no pueden andar buscando comida ni nada.
– ¿Que cómo comen? Pues por el cuerpo. Pero, vamos, parece mentira… Se alimentan a través del cuerpo, de algas y todas esas mierdas que hay en el hielo. Tienen los poros esos abiertos todo el tiempo. Es la naturaleza que tienen ellos. ¿No entiende? -se volvió ciento ochenta grados para mirarme.
– Ya -le dije. Estaba seguro de que íbamos a pegarnos el trastazo. Además se lo tomaba de un modo que así no había forma de discutir con él-. ¿Quiere usted parar en alguna parte y tomar una copa conmigo? -le dije.
No me contestó. Supongo que seguía pensando en los peces, así que le repetí la pregunta. Era un tío bastante decente. La verdad es que era la mar de divertido hablar con él.
– No tengo tiempo para copitas, amigo -me dijo-. Además, ¿cuántos años tiene usted? ¿No debería estar ya en la cama?
– No estoy cansado.
Cuando me dejó a la puerta de Ernie y le pagué, aún insistió en lo de los peces. Se notaba que se le había quedado grabado:
– Oiga -me dijo-, si fuéramos peces, la madre naturaleza cuidaría de nosotros. No creerá usted que se mueren todos en cuanto llega el invierno, ¿no?
– No, pero…
– ¡Pues entonces! -dijo Howitz, y se largó como un murciélago huyendo del infierno. Era el tío más susceptible que he conocido en mi vida. A lo más mínimo se ponía hecho un energúmeno.
A pesar de ser tan tarde, Ernie estaba de bote en bote. Casi todos los que había allí eran chicos de los últimos cursos de secundaria y primeros de universidad. Todos los colegios del mundo dan las vacaciones antes que los colegios adonde voy yo. Estaba tan lleno que apenas pude dejar el abrigo en el guardarropa, pero nadie hablaba porque estaba tocando Ernie. Cuando el tío ponía las manos encima del teclado se callaba todo el mundo como si estuvieran en misa. Tampoco era para tanto. Había tres parejas esperando a que les dieran mesa y los seis se mataban por ponerse de puntillas y estirar el cuello para poder ver a Ernie. Habían colocado un enorme espejo delante del piano y un gran foco dirigido a él para que todo el mundo pudiera verle la cara mientras tocaba. Los dedos no se le veían, pero la cara, eso sí. ¿A quién le importaría la cara? No estoy seguro de qué canción era la que tocaba cuando entré, pero fuera la que fuese la estaba destrozando. En cuanto llegaba a una nota alta empezaba a hacer unos arpegios y unas florituras que daban asco. No se imaginan cómo le aplaudieron cuando acabó. Entraban ganas de vomitar. Se volvían locos. Eran el mismo tipo de cretinos que en el cine se ríen como condenados por cosas que no tienen la menor gracia. Les aseguro que si fuera pianista o actor de cine o algo así, me reventaría que esos imbéciles me consideraran maravilloso. Hasta me molestaría que me aplaudiesen. La gente siempre aplaude cuando no debe. Si yo fuera pianista, creo que tocaría dentro de un armario. Pero, como iba diciendo, cuando acabó de tocar y todos se pusieron a aplaudirle como locos, Ernie se volvió y, sin levantarse del taburete, hizo una reverencia falsísima, como muy humilde. Como si además de tocar el piano como nadie fuera un tío sensacional. Tratándose como se trataba de un snob de primera categoría, la cosa resultaba bastante hipócrita. Pero, en cierto modo, hasta me dio lástima porque creo que él ya no sabe siquiera cuándo toca bien y cuándo no. Y me parece que no es culpa suya del todo. En parte es culpa de esos cretinos que le aplauden como energúmenos. Esa gente es capaz de confundir a cualquiera. Pero, como les iba diciendo, aquello me deprimió tanto que estuve a punto de recoger mi abrigo y volverme al hotel, pero era pronto y no tenía ganas de estar solo.
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