Las Iglesias me aborrecen. Los creyentes tiemblan ante mi nombre. Pero tengo, quieran que no, un papel en el mundo. […] Dios me creó para que yo lo imitara de noche. Él es el Sol, yo soy la Luna. Mi luz se cierne sobre todo cuanto es fútil o acabado, fuego fatuo, riberas de río, pantanos y sombras. […] Tal vez, en el fondo inmenso del abismo, el propio Dios me busque, para que yo lo complete, pero la maldición del Dios Mayor -el Saturno de Jehová- planea sobre él y sobre mí, nos separa, cuando debería unirnos, para que la vida y lo que deseamos de ella fueran una sola cosa.
Este Diablo aparece, por lo tanto, no como el opositor de Dios sino como su opuesto nocturno. No tiene, como Él, la función de crear, sino tan sólo la de hacer soñar. "Soy el Dios de la Imaginación, perdido porque no creo", agrega a cierta altura del fragmento citado. Pero reivindica su papel en una Unidad cualquiera diciéndose "la encarnación de la nada".
Este Diablo es un Dios triste del que María, una mujer a la que escogió para Madre de su hijo, se compadece. Es un Dios esquivo: "Señor absoluto del intersticio y del intermedio, de lo que en la vida no es vida". A pesar de ser él mismo el Deseo, sólo por interpósito gesto acaricia: "¿Qué hombre posó sobre tus senos aquella mano que fue mía? ¿Qué beso te dieron que fuese igual al mío?".
Repetidamente declara a María su "cansancio de todos los abismos" y revela un corazón hambriento de amor que envidia la condición humana y "tiene añoranzas imaginarias de la tierra donde nunca estuve".
Este Diablo tiene, por último, una voz interior, embustera como la Luna, que es su "cara vista en las aguas del caos", como declara. Es una presencia materna y envolvente como la noche, que, como dice, "acoge y consuela a los tristes y cansados de la vida". Y afirma aun: "Como la noche es mi reino, el sueño es mi dominio". (Y no podemos dejar de pensar en esa "Noche antiquísima" que Campos invoca en un conocido poema, regazo de agua y tinieblas a la que también Bernardo Soares pide muchas veces refugio.)
Y cuando la mujer, con los ojos humedecidos de lágrimas, confesó sentir por él una enorme pena, le pasó por el rostro "una expresión de angustia como nadie imaginaria que pudiera haber". Y, dejando caer "de pronto el brazo que enlazaba el de ella", desapareció, abandonándola en el lugar en que la había raptado, en la banal calle de su realidad cotidiana. Y exiliada para siempre de ese lejano país natal, el Sueño, del que se dice representante. "Sólo los sueños son siempre lo que son -afirma-. Es el lado de nosotros en que nacemos y en que somos siempre naturales y nuestros".
Este "Señor absoluto del intersticio y del intermedio" debía de tener una gran complicidad con el Poeta que contempló reunir su obra bajo el título genérico de "Ficciones del Interludio", al que también llamó "Intermedio". Y también refleja una nostalgia siempre presente en la obra de Pessoa: la de vivir sin ambiciones ni vértigos, como ese "animal humano" que Alberto Caeiro quería enseñarle a ser. Este Diablo, desde lo alto de su condición de inmortal, envidia a los hombres:
Tenéis la ventaja de ser hombres, y creo a veces, desde el fondo de mi cansancio de todos los abismos, que más vale la calma y la paz de una noche de la familia junto al hogar que toda esta metafísica de los misterios a que nosotros, los dioses y los ángeles, estamos condenados por sustancia. Cuando, a veces, me inclino sobre el mundo, veo a lo lejos, yéndose del puerto o volviendo a él, las velas de los barcos de los pescadores, y mi corazón siente añoranzas imaginarias de la tierra donde nunca estuve. Felices los que duermen, en su vida animal: un sistema peculiar de alma, velado de poesía e ilustrado por palabras.
Álvaro de Campos, en un poema en que invoca (más que evoca) a su maestro Alberto Caeiro, ya entonces fallecido, declara: "Me despertaste, pero el sentido de ser humano es dormir". Y lamenta haber sido por él "despertado", iniciado a una nueva dimensión en que le falta el aire: "¿Por qué me llamaste a lo alto de los montes / si yo, hijo de las ciudades del valle, no sabía respirar?". Y concluye: "¿Para qué me tornaste yo? ¡Me dejaste ser humano!".
Ser humano es caliente y dulce: "Es caliente tener padre y madre, hermanos y hermanas", dice Sakyamuni (Buda) en una pieza poco conocida 5. Y las Veladoras del "drama extático" O Marinheiro (El marinero) fluctúan entre la doble solicitación del Cielo y de la Tierra. Una de ellas suspira: "Ser pequeño calienta".
Es tal vez para calentarse un poco junto al hogar de ser mortal que el Diablo quiere encarnarse en esa criatura de la Tierra ya camino a la vida hace tres meses en el seno de una mujer. Por eso la rapta de su trivialidad cotidiana y durante un "viaje extraño" le administra las enseñanzas que van, al fin y al cabo, dirigidas al hijo que lleva en el vientre y al que el Diablo quiere iniciar, es decir, consagrar poeta.
Los largos monólogos del Diablo, declaradamente dirigidos al Hijo y no a la Madre (que apenas hace, en forma espaciada, breves intervenciones), tienen en última instancia el alcance de una iniciación. Este Diablo, que se declara un Iniciado, es también un Iniciador. Y este cuento podrá leerse como el relato en prosa de ese "poema escrito casi en sueños" en que el Hijo del Diablo, que se tornó un poeta de genio, da noticia del viaje que decidió su nacimiento y su destino. Pero incluso deja de ser importante saber quién es el narrador de este cuento, porque todos los poetas aparecen como hijos del Diablo…
Es, de hecho, un viaje iniciático, éste, que comienza con una especie de rapto de lo real de que es no víctima sino elegida una mujer, María, una vulgar esposa, que, en los comienzos de una gravidez, va a un baile de máscaras donde encuentra a un extraño personaje vestido de rojo que la conduce a la casa; un personaje al que ella llama una vez Mefistófeles, otra Doctor Fausto, en los dos finales diferentes que Pessoa imaginó para la historia.
Al principio el narrador-dramaturgo nos deja entrever dos escenarios. Primero, el de una calle cualquiera (frente a una cerrajería, precisamente), en que viven una mujer cualquiera y su desdibujado marido, que sellan esa unión simple con vacíos rituales, como el beso "de la costumbre que nadie al darlo sabe si es costumbre si es beso". Pero este escenario va a abrirse a otro, ilimitado y fantástico, que ya no es un lugar donde se vive sino por donde se viaja, fuera del espacio y del tiempo: "Abajo, a una distancia más que imposible, había, como astros diseminados, grandes manchas de luz: ciudades, sin duda, de la Tierra".
De ese viaje-sueño desembarcó María en un punto que era puente entre esos dos planos y que el narrador describe como "una terminal de trenes", y el Hijo, como "un subterráneo". Ambas metáforas desembocan en la realidad: "exactamente aquí, al final de la calle", dice el Hijo, al contar su sueño. Y no puedo dejar de recordar a Campos, que, de sus constantes viajes allende la "prisión de la personalidad" -expresión esta de Bernardo Soares-, regresaba siempre "a la normalidad como a una terminal de línea" 6.
En apariencia nada acontece durante este "viaje sin término real ni propósito útil": sólo los monólogos, rara vez dialogados, entre el Diablo y María. Para que no quede sombra de duda, él aclara: "No hablo contigo sino con tu hijo…". Es el Diablo el que en verdad fecunda, con el Verbo, el fruto de su vientre, que lo arranca de su condición de ser cualquiera y lo consagra poeta de genio. María apenas va a actuar, a semejanza de la Virgen Madre del mito católico, como "la maleta" que lo transportará al mundo (es ésta la expresión que Caeiro usa peyorativamente en el "Oitavo Poema do Guardador de Rebahnos" (El octavo poema del cuidador de rebaños).
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