Camilo Cela - La familia de Pascual Duarte

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La novela cuenta la vida de Pascual Duarte, desde su nacimiento en un pequeño pueblo de Badajoz, hasta su muerte – ejecutado en prisión. A lo largo de la historia se nos van narrando las más tremendas desgracias que el protagonista nunca es capaz de enderezar y que al contrario, como si se tratara de una tragedia griega, lo lleva inexorablemente de un destino desdichado a otro peor.
“La familia de Pascual Duarte” empieza y termina por unos documentos que ofrecen datos sobre su autor y también sobre el camino que el manuscrito hubo que recorrer hasta ser publicado.
En “Pascual Duarte, de limpio” el autor explica la historia y los cambios que su libro soportó de una edición a otra. Luego, en la “Nota del transcriptor”, éste advierte al lector de que la historia ofrece un modelo de conducta para no seguir. La “Carta anunciando el envío del original” fue escrita por Pascual Duarte en la cárcel de Badajoz; en esta, Pascual nos explica las razones y los deseos que lo llevaron a escribir sus memorias. La “Carta…” fue enviada al Señor don Joaquín Barrera López, amigo de don Jesús González de la Riva. En la “Cláusula del testamento ológrafo otorgado por don Joaquín Barrera López, quién por morir sin descendencia legó sus bienes a las monjas del servicio doméstico” don José da cuenta de su voluntad en trance de muerte de dar a las llamas el manuscrito titulado "Pascual Duarte", que se encuentra en el cajón de su escritorio, "por disolvente y contrario a las buenas costumbres".
El manuscrito de "Pascual Duarte" empieza con una dedicatoria al conde de Torremejía, don Jesús González de la Riva, "quien al irlo a rematar el autor de este escrito, le llamó Pascualillo y sonreía".
El relato mismo viene desarrollado a lo largo de diecinueve capítulos. Los primeros cinco remiten a la niñez y a la juventud de Pascual Duarte: su pueblo y su casa (cap. 1), sus padres (2), su hermana Rosario (2-3), su hermano Mario (4-5). Al final del capítulo 5, al lado de la sepultura de su hermano, Pascual hace amor con Lola por la primera vez; aquí se interrumpe la narración. En el capítulo 6, Pascual, que se encuentra en el penal, ha pasado quince días sin escribir; medita sobre la muerte y hasta se imagina una familia feliz. Tras esta pausa reflexiva el relato continúa por seis capítulos a lo largo de los cuales Pascual, sin dejar de ser hijo y hermano, se nos presenta también como novio, esposo y padre, casándose con Lola (7). Su luna de miel tiene un final sangriento (8): Lola aborta su primer hijo (9). El segundo hijo muere a los once meses de “un mal aire traidor” (10). Su madre, mujer y hermana lamentan interminablemente la muerte de Pascualillo (11). La mujer y la madre abruman a Pascual con insoportables reproches (12). Sigue una nueva pausa reflexiva: el condenado a muerte ha pasado treinta días sin escribir. De nuevo, medita. Ha confesado con el capellán de la cárcel y desea seguir escribiendo esta otra confesión que tanto alivio le trae (cap. 13). La narración continúa. Pascual huye de su familia a Madrid; luego se va a la Coruña, donde hará todo tipo de trabajo (14). Al regresar, al cabo de dos años, su esposa le confesa que se había entregado a "El Estirao", rufián de su hermana Rosario. Lola se muere después de confesar su pecado (15) y él mata a su enemigo cuando éste viene a llevarse a Rosario (16). Pasados tres años en el penal de Chinchilla, se ve puesto en libertad por su buena conducta y retorna a su casa (17). Rosario ha buscado a Pascual una novia, Esperanza (18), con la cual Pascual se casa. Sin embargo, no puede ser feliz ni siquiera ahora, ya que su madre le hace imposible la vida y él la asesina (19).
Al final hay otra Nota del transcriptor en la que éste supone que Pascual permaneció en Chinchilla hasta 1935 ó 1936. También dice que no ha podido averiguar nada acerca de su actuación durante los quince días de revolución que pasaron sobre su pueblo, salvo que asesinó a don Jesús por motivos ignorados. Una carta del capellán de la cárcel de Badajoz y otra de un guardia civil dan sendas versiones de la ejecución de Pascual y de su conducta en aquel momento: conducta ejemplarmente cristiana, según el sacerdote, y cobarde en extremo, según el gendarme.

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IX

Y o tiré para casa acompañado de tres o cuatro de los íntimos, algo fastidiado por lo que acababa de ocurrir.

– También fue mala pata…, a los tres días de casado.

Íbamos callados, con la cabeza gacha, como pesarosos.

– Él se lo buscó; la conciencia bien tranquila la tengo. ¡Si no hubiera hablado!

– No le des más vueltas, Pascual.

– ¡Hombre, es que lo siento, ya ves! ¡Después de que todo pasó!

Era ya la madrugada y los gallos cantores lanzaban a los aires su pregón.

El campo olía a jaras y a tomillo.

– ¿Dónde le di?

– En un hombro.

– ¿Muchas?

– Tres.

– ¿Sale?

– ¡Hombre, sí! ¡Yo creo que saldrá!

– Más vale.

Nunca me pareció mi casa tan lejos como aquella noche.

– Hace frío…

– No sé, yo no tengo.

– ¡Será el cuerpo!

– Puede…

Pasábamos por el cementerio.

– ¡Qué mal se debe estar ahí dentro!

– ¡Hombre! ¿Por qué dices eso? ¡Qué pensamientos más raros se te ocurren!

– ¡Ya ves!

El ciprés parecía un fantasma alto y seco, un centinela de los muertos.

– Feo está el ciprés…

– Feo.

En el ciprés una lechuza, un pájaro de mal agüero, dejaba oír su silbo misterioso.

– Mal pájaro ese.

– Malo…

– Y que todas las noches está ahí.

– Todas…

– Parece como si gustase de acompañar a los muertos.

– Parece…

– ¿Qué tienes?

– ¡Nada! ¡No tengo nada! Ya ves, manías…

Miré para Domingo; estaba pálido como un agonizante.

– ¿Estás enfermo?

– No…

– ¿Tienes miedo?

– ¿Miedo yo? ¿De quién he de tener miedo?

– De nadie, hombre, de nadie; era por decir algo.

El señorito Sebastián intervino:

– Venga, callaros; a ver si ahora la vais a emprender vosotros.

– No…

– ¿Falta mucho, Pascual?

– Poco; ¿por qué?

– Por nada…

La casa parecía como si la cogieran con una mano misteriosa y se la fuesen llevando cada vez más lejos.

– ¿Nos pasaremos?

– ¡Hombre, no! Alguna luz ya habrá encendida. Volvimos a callarnos. Ya poco podía faltar.

– ¿Es aquello?

– Sí.

– ¿Y por qué no lo decías?

– ¿Para qué? ¿No lo sabías?

A mí me extrañó el silencio que había en mi casa. Las mujeres estarían aún allí según la costumbre, y las mujeres ya sabe usted lo mucho que alzan la voz para hablar.

– Parece que duermen.

– ¡No creo! ¡Ahí tienen una luz!

Nos acercamos a la casa; efectivamente, había una luz.

La señora Engracia estaba a la puerta; hablaba con la s, como la lechuza del ciprés; a lo mejor tenía hasta la misma cara.

– ¿Y usted por aquí?

– Pues ya ves, hijo, esperándote estaba.

– ¿Esperándome?

– Sí.

El misterio que usaba conmigo la señora Engracia no me podía agradar.

– ¡Déjeme pasar!

– ¡No pases!

– ¿Por qué?

– ¡Porque no!

– ¡Ésta es mi casa!

– Ya lo sé, hijo; por muchos años… Pero no puedes pasar.

– ¿Pero por qué no puedo pasar?

– Porque no puede ser, hijo. ¡Tu mujer está mala!

– ¿Mala? -Sí.

– ¿Qué le pasa?

– Nada; que abortó.

– Sí; la descabalgó la yegua…

La rabia que llevaba dentro no me dejó ver claro; tan obcecado estaba que ni me percaté de lo que oía.

– ¿Dónde está la yegua?

– En la cuadra.

La puerta de la cuadra que daba al corral era baja de quicio. Me agaché para entrar; no se veía nada.

– ¡To, yegua!

La yegua se arrimó contra el pesebre; yo abrí la navaja con cuidado; en esos momentos, el poner un pie en falso puede sernos de unas consecuencias funestas. -¡To, yegua! Volvió a cantar el gallo en la mañana.

– ¡To, yegua!

La yegua se movía hacia el rincón. Me arrimé; llegué hasta poder darle una palmada en las ancas. El animal estaba despierto, como impaciente.

– ¡To, yegua!

Fue cosa de un momento. Me eché sobre ella y la clavé; la clavé lo menos veinte veces…

Tenía la piel dura; mucho más dura que la de Zacarías… Cuando de allí salí saqué el brazo dolido; la sangre me llegaba hasta el codo. El animalito no dijo ni pío; se limitaba a respirar más hondo y más de prisa, como cuando la echaban al macho.

X

P or seguro se lo digo que -aunque después, al enfriarme, pensara lo contrario- en aquel momento no otra cosa me pasó por el magín que la idea de que el aborto de Lola pudiera habérsele ocurrido tenerlo de soltera. ¡Cuánta bilis y cuánto resquemor y veneno me hubiera ahorrado!

A consecuencia de aquel desgraciado accidente me quedé como anonadado y hundido en las más negras imaginaciones y hasta que reaccioné hubieron de pasar no menos de doce largos meses en los cuales, como evadido del espíritu, andaba por el pueblo. Al año, o poco menos, de haberse malogrado lo que hubiera de venir, quedó Lola de nuevo encinta y pude ver con alegría que idénticas ansias y los mismos desasosiegos que la vez primera me acometían: el tiempo pasaba demasiado despacio para lo de prisa que quisiera yo verlo pasar, y un humor endiablado me acompañaba como una sombra dondequiera que fuese.

Me torné huraño y montaraz, aprensivo y hosco, y como ni mi mujer ni mi madre entendieran gran cosa de caracteres, estábamos todos en un constante vilo por ver dónde saltaba la bronca. Era una tensión que nos destrozaba, pero que parecía como si la cultivásemos gozosos; todo nos parecía alusivo, todo malintencionado, todo de segunda intención. ¡Fueron unos meses de un agobio como no puede usted ni figurarse!

La idea de que mi mujer pudiera volver a abortar era algo que me sacaba de quicio; los amigos me notaban extraño, y la Chispa -que por entonces viva andaba aún-parecía que me miraba menos cariñosa.

Yo la hablaba, como siempre.

– ¿Qué tienes?

Y ella me miraba como suplicante, moviendo el rabillo muy de prisa, casi gimiendo y poniéndome unos ojos que destrozaban el corazón. A ella también se le habían ahogado las crías en el vientre. En su inocencia, ¡quién sabe si no conocería la mucha pena que su desgracia me produjera!, eran tres los perrillos que vivos no llegaron a nacer; los tres igualitos, los tres pegajosos como la almíbar, los tres grises y medio sarnosos como ratas. Abrió un hoyo entre los cantuesos y allí los metió. Cuando al salir al monte detrás de los conejos parábamos un rato por templar el aliento, ella, con ese aire doliente de las hembras sin hijos, se acercaba hasta el hoyo por olerlo.

Cuando, entrado ya el octavo mes, la cosa marchaba como sobre carriles; cuando, gracias a los consejos de la señora Engracia, el embarazo de mi mujer iba camino de convertirse en un modelo de embarazo y cuando, por el mucho tiempo pasado y por el poco que faltaba ya por pasar, todo podía hacer suponer que lo prudente sería alejar el cuidado, tales ansias me entraban, y tales prisas, que por seguro tuve desde entonces el no loquear en la vida si de aquel berenjenal salía con razón.

Hacia los días señalados por la señora Engracia, y como si la Lola fuera un reló, de precisa como andaba, vino al mundo, y con una sencillez y una felicidad que a mí ya me tenían extrañado, mi nuevo hijo, mejor dicho, mi primer hijo, a quien en la pila del bautismo pusimos por nombre Pascual, como su padre, un servidor. Yo hubiera querido ponerle Eduardo, por haber nacido en el día del santo y ser la costumbre de la tierra; pero mi mujer, que por entonces andaba cariñosa corno nunca, insistió en ponerle el nombre que yo llevaba, cosa para la que poco tiempo gastó en convencerme, dada la mucha ilusión que me hacía. Mentira me parece, pero por bien cierto le aseguro que lo tengo, el que por entonces la misma ilusión que a un muchacho con botas nuevas me hicieron los accesos de cariño de ¡ni mujer; se los agradecía de todo corazón, se lo juro.

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