–¿Más cuidado, por qué, Rudi, a lo que se escribe? ¿Con lo que se escucha? ¿A cómo se habla? ¿En lo que se piensa? ―Fosco hablaba con rabia.
–No… no… no quería decir esto… decía… mirar a nuestro alrededor con más cautela…
–¿No crees, por el contrario que, lo que ha sucedido, pueda marcar un giro, que se deba incitar a actuar de otra manera, a participar más directamente en los acontecimientos y no sólo a describirlos?
–Fosco ¿por qué crees que no es suficiente? ¿No es ya ésta una forma de combatir? ¿No es éste un modo de actuar?
Los dos amigos, sentados en la trattoria de siempre, en un rincón, hablaban en voz baja. Habían escogido una mesa alejada de oídos indiscretos, una pequeña mesa para dos pegada a la pared, lo más distante posible de los pocos clientes. Esperaban a que Totò trajese las viandas. El rostro de Fosco estaba ceñudo, los ojos bajos mirando fijamente a un punto indefinido del mantel. Con los codos apoyados mantenía las manos juntas delante de la boca y las palabras salían con dificultad, fruto de un pensamiento largamente meditado.
–No lo sé, Fosco, no lo sé… ―continuó Rudi ―creo que tú tienes razón… quizás no basta ya definirse en contra… quizás es necesario actuar contra…
–Rudi, escucha…―de repente el rostro de Fosco se había animado y, curvando el pecho hacia delante, se había acercado más al amigo. ―Escucha ―repitió ―En estos últimos años hemos visto cambiar a la sociedad… a mejor… a peor… para unos sí, para otros no… no lo sé, depende… pero de lo que estoy convencido es de que, si hay alguien que quiere matar mi pensamiento, es porque tiene miedo de este pensamiento y si tiene miedo es porque en su mundo no hay lugar para todos, sino sólo para algunos. Lo que ha sucedido esta mañana en el periódico me da miedo por mí, por ti, pero aquello por lo que todos somos amenazados mi aterroriza todavía más, porque no me ofrece seguridad con respecto al futuro.
Rudi escuchaba en silencio, los brazos cruzados sobre la mesa con las manos cerradas en un puño. Vio subir de la cocina a Totò y por un momento le sonrió.
–¡Aquí está, buen provecho!
El rostro del tabernero, abierto y cordial, disipó por un instante incluso los pensamientos de Fosco que se enderezó en la silla y acogió el plato humeante con un Gracias, Totò.
Durante unos minutos los dos amigos comieron en silencio, luego, después de haberse servido un abundante vaso de vino. Fosco volvió a hablar:
–¿Has comprendido lo que quiero decir?
–He comprendido y no sé si hacerte caso… veo todos los días que le situación empeora… ahora ya quien se opone tiene miedo de acabar como Matteotti y muchos se marchan…
–¡Es eso lo que quieren! ¡Expulsarnos, reducirnos al silencio! Esa calavera que hemos encontrado esta mañana dibujada en la puerta del periódico dice esto: ¡cuidado, estáis siendo controlados y vuestra vida no vale nada para nosotros! Lo que quieren es nuestro silencio, ¡el silencio o el consenso servil de la prensa!
–¿Qué más se puede hacer sino continuar defendiéndonos?
–No dejarán que lo hagamos, ya lo verás. Es demasiado fácil para ellos. ¿Cuánto piensas que podamos todavía resistir? Dentro de poco nos reducirán al silencio como ya han hecho con los otros y entonces la batalla estará perdida.
Rudi miró con aprensión al amigo y después de unos momentos de duda, dijo:
–¿Qué te propones hacer?
Fosco guardó silencio. Había comido muy poco. Alejó el plato hasta el centro de la mesa, bebió un sorbo de vino manteniendo la mirada baja murmuró:
–No lo sé, realmente no lo sé. Debo pensar sobre esto… debo pensarlo.
―Giovanni, ¿qué ocurre?
La pregunta le había cogido por sorpresa y a Giulia no se le escapó un ligero sobresalto. La casa estaba silenciosa con los chicos en la escuela y María encerrada en las habitaciones de arriba.
Giovanni estaba quieto y miraba afuera desde la gran ventana de la cocina. El campo en diciembre estaba vacío, endurecido por el viento tramontano. Con las faenas casi paradas había poco que hacer. Por la mañana podía demorarse en casa y salir sin prisa. Giulia, antes de hablar, se había parado un instante para observar la figura cargada por los años, los cabellos con alguna cana y las espaldas un poco curvadas. Una gran ternura la había invadido, parecida a aquella que sentía cuando observaba a sus hijos dormir cuando por la noche entraba en sus habitaciones y los acariciaba con los ojos para no despertarlos.
–¿Qué ocurre? ―le repitió.
Había angustia en su voz. Entre ellos nunca había sido ella la que había hecho preguntas. Giovanni sabía hablarle facilidad de cualquier cosa y a ella le bastaba con escucharle para comprender todo. Ahora advertía detrás de su silencio una inquietud que no conseguía entender, especialmente amenazadora porque era indescifrable.
Después de unos minutos Giovanni respondió.
–Pienso en el doctor… en cómo lo han matado.
–Es por el doctor ―pensó Giulia ―Es desde entonces cuando las cosas han cambiado.
–Ha sido terrible para todos, Giovanni, para todos.
Se le acercó hasta tocarlo. Lo acarició en un brazo y sintió que su tensión no había desaparecido.
–No es sólo esto ―pensó.
No se equivocaba con sus intuiciones. Buscó las palabras que pudiesen hacerlo sentir cómo sería más fácil ayudarle si ella hubiese comprendido sus pensamientos hasta el fondo. Luego, de repente, ya no hubo necesidad de esta explicación y advirtió también en ella el peso de la preocupación que lo atormentaba.
Fue ella la que habló primero.
–Los tiempos son difíciles… hay decisiones que se deben tomar que no nos competen sólo a nosotros…
Como un ovillo hasta este momento inextricable que después de un solo movimiento casi de repente se desenreda, de esta manera Giovanni sintió que podía comunicar su dolor.
–Giulia, es la primera vez en toda mi vida que no sé qué hacer. Tu hermano habla libremente de sus ideas y yo me he enterado de que los teléfono están siendo controlados. He visto lo que han hecho a Marinucci y tengo miedo por vosotros.
No había ya un motivo para esconderlo y ahora las palabras salían de manera apasionada. Giulia lo veía tantear, sin encontrar un apoyo, en busca de una solución que pudiese aliviar su angustia.
–Dentro de unos días es Navidad y Rudi regresa a casa ―dijo ―Hablaremos sobre esto con él, le pediremos que sea más prudente, que evite explicar sus opiniones por teléfono…
–Ya lo he pensado ―respondió Giovanni ―y es por esto que en los últimos tiempos he evitado hablarle.
–Esperemos todavía unos días, luego veremos cómo actuar. Rudi lo entenderá, verás como lo entenderá.
El ligero chirrido de la puerta los hizo volverse. Era María que, silenciosamente, había bajado las escaleras y había entrado en la cocina.
Faltaban pocos días para Navidad y en casa había la agitación de todos los anos, con los chicos que vagabundeaban por las habitaciones a la espera de la fiesta.
Esperaban sobre todo al tío Rudi que, desde Milano, llegaría con su carga de noticias y de regalos. Antonino y Clara advertían la extraña inquietud de los adultos y, cada uno a su manera, intentaba mantenerla alejada. Antonino entraba en la cocina a todas horas y, robando con descaro los dulces que la madre y la tía estaban preparando, bromeaba con ellas consiguiendo siempre hacerlas sonreír. Clara sentía el peso de una ansiedad que todos, por cariño hacia los otros, intentaban disimular y por su parte se esforzaba por estar mas disponible, luchando para no escapar arriba y encerrarse en la habitación dejando afuera al resto del mundo. Tampoco esto, lo sabía bien, habría bastado y el buscado aislamiento no habría hecho otra cosa que intensificar su desazón. Mejor esforzarse intentando participar en los pequeños hechos cotidianos que preparaban para la fiesta.
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