Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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La noche del domingo llamé a mi abuela y estuve hablando con ella durante bastante tiempo. Si había alguien capaz de comprender la barbaridad que estábamos a punto de llevar a cabo, esa persona era mi abuela, que no se sorprendió en absoluto de lo que le conté y que, encima, me alentó con gran entusiasmo. Estoy por jurar que le hubiera encantado cambiarse por mí y jugarse el pellejo en el Infierno verde, la única expresión que Efraín, Marta y Gertrude utilizaban para referirse a la selva amazónica. Me pidió que fuera muy prudente y que no corriera riesgos innecesarios pero en ningún momento me dijo que no lo hiciera. Mi abuela era pura energía y hasta su último aliento seguiría siendo la persona más viva de todo el planeta Tierra. Acordamos que ella no le diría nada a mi madre y yo le prometí ponerme en contacto en cuanto me fuera posible. Me contó que estaban pensando llevarse a Daniel a casa, puesto que continuar con la hospitalización no servía para nada y, en ese instante, estuve a punto de confesarle lo del robo de material del despacho de Marta. No lo hice por un instinto egoísta y absurdo: si nos ocurría algo malo durante la expedición, el delito de mi hermano prescribiría en ese mismo instante, de modo que no valía la pena hacer sufrir a mi abuela por cosas que, si no tenía más remedio, ya le contaría cuando volviera a Barcelona.

El domingo, con todo el material preparado y almacenado en el hotel, Marc y Efraín seguían recopilando información sobre el Madidi que Gertrude, Marta, Lola y yo leíamos brevemente pasándonos las hojas de uno a otro conforme iban saliendo de las impresoras. El parque fue creado por el gobierno boliviano el 21 de septiembre de 1995, haciendo coincidir sus lindes con los de otros parques nacionales (el Manuripi Heath, el Área Natural de Manejo Integrado Apolobamba y la Reserva de la Biosfera Pilón Lajas). Su clima era tropical, cálido y con una humedad del ciento por ciento, lo que convertía en una pesadilla cualquier esfuerzo físico. Los reconocimientos aéreos y las fotografías por satélite revelaban que su parte sur se caracterizaba por valles profundos y altas pendientes, mientras que la región subandina presentaba serranías con altitudes que podían alcanzar los dos mil metros. De modo que, por lo poco que sabíamos de nuestra ruta, tendríamos que dejar esas sierras a nuestras espaldas para internarnos en primer lugar por zona de llanos, siguiendo la cuenca del río Beni y, luego, desviarnos hacia los valles y las pendientes del sur.

– Hay algo que no encaja -comentó Lola, levantándose del sofá y acercándose con gesto de preocupación a los mapas militares que todavía teníamos desplegados sobre la mesa-. Si, como hemos calculado, la distancia entre Taipikala y el punto final del trazado del plano de oro es de unos cuatrocientos cincuenta kilómetros y, en una marcha por la montaña, sin apurarse demasiado, se pueden recorrer a pie unos quince o veinte kilómetros al día, algo falla, porque se tardaría menos de un mes en llegar al triángulo y, sin embargo, Sarmiento de Gamboa habla de dos.

– Bueno, por nuestro bien espero que te equivoques -le dijo Marc, mosqueado-. Recuerda que sólo hemos comprado víveres para quince días.

– Tampoco podríamos acarrear más -argüí.

Nuestra reserva de alimentos había sido estimada descontando los kilómetros que haríamos en avión desde La Paz hasta Rurrenabaque. Una vez allí, el recorrido que nos separaba del triángulo del mapa era de poco más de cien kilómetros, de manera que, contando con la inexperiencia de Lola, Marc y mía, los posibles accidentes y el tener que abrirnos camino a machetazos, habíamos decidido ser generosos y repartir entre los seis la provisión de comida para un par de semanas, es decir, contando también con los cien kilómetros de vuelta. Estábamos convencidos de que no nos haría falta más y de que, incluso, regresaríamos con latas en las mochilas, pero preferíamos ser precavidos a pasar hambre ya que, una vez en la selva, lo que no tuviéramos no podríamos adquirirlo en ninguna tienda y sería una experiencia muy desagradable ver a mi amigo Marc mordisqueando los troncos de los árboles o dando un bocado a la primera serpiente que se le pusiera por delante. La noche anterior al vuelo hacia Rurrenabaque no pude pegar ojo. Recuerdo que me pilló la madrugada respondiendo los últimos correos electrónicos de Núria sobre cuestiones de trabajo y que me quedé embobado contemplando cómo se colaba la luz del amanecer por los resquicios de las persianas. Hay veces en que uno no sabe cómo ha llegado hasta donde está, que no puede explicar cómo sucedieron las cosas que le llevaron hasta una situación determinada. Recordaba lejanamente haber organizado un boicot contra el canon de la Fundación TraxSG y que mi cuñada me había llamado para decirme que Daniel estaba enfermo. Hasta ese día mi vida había sido una buena vida. Quizá solitaria (bueno, lo admito, bastante solitaria), pero creía que me sentía a gusto con lo que hacía y con lo que había conseguido. No me permitía tener muchos ratos para pensar, como estaba haciendo en aquel instante, en aquella habitación de hotel a miles de kilómetros de mi casa. Tenía la sensación de haber estado existiendo dentro de una burbuja en la que no sabía ni cuándo ni cómo había entrado. Quizá nací ya dentro de ella y, en el mismo momento en que lo pensé, supe que era verdad. Si todo volvía algún día a la normalidad, me dije, seguiría dirigiendo Ker-Central hasta que me cansara de ella y, después, la vendería para saltar a otra cosa, a otro asunto o negocio que me interesara más. Siempre había sido así: en cuanto algo se convertía en rutinario y dejaba de ocuparme todas las horas del día, lo abandonaba y buscaba de nuevo el corazón de la burbuja con una nueva actividad que me obligara a superar mis límites y que me impidiera pensar, estar a solas conmigo mismo sin otra cosa que hacer que ver salir el sol a través de unas ventanas a medio cerrar como estaba haciendo entonces.

Quizá no regresara de la selva, pensé, quizá nos esperaban peligros demasiado grandes para tres novatos, dos aficionados y una pseudoexperta, pero, en cualquier caso, me sentía mejor de lo que me había sentido en toda mi vida. Estaba fuera de la burbuja, contemplando el mundo real, arriesgándome a mucho más que a recibir un virus en mi ordenador o a perder unos cuantos millones en una mala inversión. De repente intuía que había otras cosas más allá de lo que era mi estrecho mundo virtual, donde sonaba mi música favorita, estaban mis libros y podía contemplar a placer las pinturas que más me gustaban. En el fondo, me dije, tendría que darle las gracias a Daniel cuando se curara -después de partirle la cara, metafóricamente hablando- por haberme dado la oportunidad de salir de mi vida perfecta y cuadriculada. Todo aquel rollo de los aymaras me había roto los esquemas y me había hecho enfrentarme a una parte de mí que desconocía. ¿Acaso había estado alguna vez más vivo que cuando atravesaba aquel pasillo formado por planchas de oro en las tripas de una pirámide preincaica o que cuando ataba cabos como un loco con los datos dejados por los cronistas españoles de la conquista de América en el siglo XVI? No sabía exactamente cómo definir mi sensación de esos momentos, pero me hubiera atrevido a afirmar que era algo muy parecido a la pasión, a una pasión que me aceleraba la sangre en las venas y me hacía abrir los ojos, fascinado.

Cuando Marc y Lola pasaron a recogerme para bajar a desayunar, cerca de las diez de la mañana, me encontraron dormido en el sillón con los pies descalzos sobre la mesa y la misma ropa que llevaba el día anterior.

Esa mañana tenía que hacer algo muy importante: iba a pelarme antes de tomar el vuelo de la TAM hacia Rurrenabaque. Según me había advertido Marta, el pelo largo en la selva era un reclamo para todo tipo de bichos.

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