Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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– ¿De qué habla, Gertrude? -le preguntó Lola, muy interesada. Su instinto de mercenaria había despertado.

– Desde que entré a formar parte del secreto de los yatiris -empezó a explicar la doctora, abandonando los cubiertos en el plato y arreglándose discretamente el pelo ondulado-, me obsesionó lo que ustedes llaman el poder de las palabras, la capacidad del lenguaje aymara para producir extraños efectos en los seres humanos a través de los sonidos. Como médica, sentí una gran curiosidad y he pasado los últimos años conciliando mi trabajo en Relief con la investigación científica sobre la influencia del sonido en el cerebro. Tengo mi propia teoría sobre el asunto y mi precio, Lola, es descubrir si estoy en lo cierto.

El silencio se hizo alrededor de la mesa.

– Y… ¿cuál es esa teoría? -me atreví a preguntar, intrigado. Aquello prometía.

– Es demasiado aburrido -se excusó ella, desviando la mirada.

– ¡Oh, venga, linda! -protestó su marido-. ¿Acaso no ves que se mueren por saberlo? Tenemos tiempo.

– Cuéntaselo, Gertrude -apuntó Marta-. Lo entenderán perfectamente.

La doctora Bigelow empezó a jugar con unas migas que había sobre el mantel.

– Está bien -dijo-. Si no comprenden algo me lo preguntan.

Con un gesto rápido, cruzó los brazos sobre la mesa y tomó aire.

– Verán -empezó a explicar-, durante los últimos cincuenta años se han realizado grandes avances en el estudio del cerebro humano. Apenas sabíamos nada y, de pronto, todo el mundo empezó a estudiar las cosas que este órgano tan perfecto es capaz de hacer. Actualmente continúa siendo un gran misterio y seguimos utilizando solamente el cinco por ciento de su inmensa capacidad, pero hemos avanzado mucho y somos capaces de trazar un mapa bastante completo de las distintas áreas y funciones. También sabemos que la inmensa actividad eléctrica del cerebro, que emite infinidad de tipos de ondas, provoca que neuronas individuales o grupos de neuronas emitan ciertas sustancias químicas que controlan nuestros estados de ánimo y nuestros sentimientos y, por lo tanto, los comportamientos provocados por los mismos. Estas sustancias, o neurotransmisores, aunque circulan por todas partes, pueden operar en lugares bastante específicos con resultados muy diferentes. Se conocen más de cincuenta neurotransmisores, pero los más importantes son siete: dopamina, serotonina, acetilcolina, noradrenalina, glutamato, y los opiáceos conocidos como encefalinas y endorfinas.

– ¡Un momento! -exclamó Marc, alzando la mano en el aire-. ¿Ha dicho usted que esas sustancias que circulan por nuestro cerebro son las causantes de nuestros sentimientos?

– En efecto, así es -confirmó Gertrude.

– ¡Pero eso es fantástico! -se entusiasmó-. Somos máquinas programables como los ordenadores.

– Y el código que nos maneja son esos neurotransmisores -añadí yo.

– Exacto -confirmó él, cuyo cerebro de ingeniero iba y venía a velocidades cuánticas-. Si escribiésemos con neurotransmisores podríamos programar a las personas.

– Déjenme seguir -nos pidió la doctora Bigelow, con un acusado acento yanqui-. Lo que les estoy diciendo no es una teoría: está científicamente comprobado desde hace muchos años y hoy en día aún sabemos mucho más. ¿Qué le parecería, Marc, si yo le dijera que, estimulando eléctricamente una zona del lóbulo temporal de su cerebro y, por lo tanto, activando ciertos neurotransmisores, puedo provocar que usted tenga una profunda experiencia mística y que esté convencido de que ve a Dios? Pues esto es cierto, está empíricamente comprobado, como también lo es que no se ha encontrado ninguna zona del cerebro donde radique la felicidad, aunque sí las hay para el dolor, tanto físico como anímico, y para la angustia. Si la dopamina circula por su cerebro, usted sentirá placer, pero sólo durante el tiempo que ese neurotransmisor esté activo. Cuando deje de estarlo, la sensación o el sentimiento desaparecerá. Si está muy atareado o muy concentrado en alguna tarea, una parte de su cerebro llamada amígdala, que es la responsable de generar las emociones negativas, permanecerá inhibida. Por eso dicen que mantenerse ocupado cura todos los males. En fin, la cuestión es que tanto el miedo como el amor, la timidez, el deseo sexual, el hambre, el odio, la serenidad, etcétera, nacen porque hay una sustancia química que se activa por una pequeña descarga eléctrica. Siendo más concreta, hay una clase especial de neurotransmisores, los llamados neurotransmisores peptídicos, que trabajan de una manera mucho más precisa y que pueden hacer que cualquiera de nosotros odie el color amarillo, tenga ganas de escuchar música o de leer un libro, o se sienta atraído por los pelirrojos -y terminó mirando a Lola con una sonrisa.

– O tenga miedo a volar -añadió Marc.

– En efecto.

– O sea, que el aymara contiene algún tipo de onda electromagnética -aventuró Proxi con cara de no estar muy segura de ello- que los yatiris saben utilizar.

– No, Lola -denegó Gertrude, agitando su pelo pajizo al mover la cabeza-. Si mi teoría es cierta, y es lo que quiero descubrir con este viaje, se trata de algo mucho más sencillo. Yo creo que el aymara es, con diferencia, la lengua más perfecta que existe. Efraín y Marta me lo han explicado muchas veces y, aunque apenas la entiendo, sé que tienen razón. Pero lo que yo creo es que, en realidad, se trata de un vehículo perfecto para bombardear el cerebro con sonidos. ¿Han visto la típica escena de película en la que una copa de cristal estalla cuando se produce cerca un sonido muy fuerte o muy agudo? Pues el cerebro responde de la misma manera cuando se le bombardea con ondas sonoras.

– ¿Estalla? -bromeó Jabba.

– No. Resuena. Responde a la vibración del sonido. Estoy convencida de que lo que hace el aymara es propiciar que un determinado tipo de ondas puedan ser producidas por los órganos fonadores de la boca y la garganta y que lleguen al cerebro a través del oído disparando los neurotransmisores que provocan tal o cual estado de ánimo o tal o cual sentimiento. Y si lo que activa son los especializadísimos neurotransmisores peptídicos, entonces puede conseguir casi cualquier cosa.

– Pero, ¿y el aymara que se sigue hablando hoy en día? -pregunté, intrigado-. ¿Por qué no produce los mismos efectos…?, ¿por las pequeñas influencias del quechua y el castellano de los últimos quinientos o seiscientos años?

– No, no lo creo -rehusó la doctora-. Mi teoría, como les he dicho, es que el aymara es el vehículo perfecto para producir los sonidos que alteran el cerebro, pero ¿en qué orden o secuencia hay que producirlos para que provoquen el efecto deseado? ¿Un solo sonido de la maldición que afectó a su hermano fue el que lo causó todo o se trató, más bien, de una combinación determinada de sonidos? Creo que lo que hacen los yatiris es pronunciar las palabras precisas en el orden necesario.

– En resumen: las fórmulas mágicas de toda la vida -apuntó Lola con retintín, como quien ve confirmada su teoría-. No es por trivializar, ni mucho menos, pero ¿se han planteado que la vieja expresión de los cuentos de brujas, el famoso Abracadabra, podría contener los principios de la teoría de activación de neurotransmisores?

– ¡Sería interesante hacer un estudio sobre eso! -señalé yo.

– ¡No sigas, que te conozco! -exclamó Marc, preocupado-. Y eres capaz de dejarlo todo para meterte de cabeza en el asunto.

– ¿Cuándo he hecho yo eso? -me indigné.

– Muchas veces -confirmó Lola con indiferencia-. La última, el día que descubriste un papel misterioso con unas palabras en aymara que parecían tener relación con la enfermedad de tu hermano.

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