Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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– Bueno, pues aquí estamos -comentó Proxi disparando fotografías con su minúscula cámara digital. Habíamos traído con nosotros un buen equipo informático de reducidas dimensiones que nos permitiría trabajar en el hotel en caso necesario. Sólo teníamos que descargar las imágenes en uno de los portátiles y podríamos obtener las ampliaciones e impresiones que nos hicieran falta. Lo cierto era que, por culpa del soroche, aún no habíamos instalado nada y yo empezaba a sentir remordimientos por el montón de correos que me habría enviado Núria y que estarían esperando respuesta.

– Parece mentira -comenté- que hace una semana ni siquiera pensáramos en venir a Taipikala y hoy estemos aquí.

– Espero que todo el esfuerzo haya servido para algo -dijo Jabba, rencoroso, justo en el momento de pasar junto a nosotros en su ir y venir entre Cuvieronius.

– Venga, no perdamos más tiempo -declaré-. Tenemos mucho que ver todavía.

La verdad era que de Akapana no quedaba demasiado, sólo un par de enormes terrazas de piedra saliendo de una colina cubierta de hierba. Aquello de que era una pirámide de siete pisos lo creímos por fe, porque no había ninguna pista que lo indicara. En la parte superior de la colina, a la que subimos por detrás, podía verse una especie de hoyo que era, presuntamente, el depósito en el que se recogía el agua de la lluvia para hacerla circular por los recién descubiertos canales zigzagueantes que nadie sabía de verdad para qué servían. Pero, puestos a hacer canalizaciones, ¿por qué con aquella forma tan extraña si total no iban a verse?

Proxi soltó una risita borde.

– Pues si creéis que esto es un desastre -nos advirtió-, esperaos a Lakaqullu, que no puede ser mucho mejor.

– Será peor, seguro -confirmé con desaliento, recordando que Lakaqullu estaba enterrada por completo bajo tierra.

Según ascendía el sol en el cielo y avanzaba la mañana, la temperatura se volvía más agradable. Terminamos por desabrocharnos las chaquetas y quitarnos los jerseys, anudándolos a la cintura para que no nos dieran calor. Llegó un momento en que hasta me sentí afortunado por llevar en la cabeza el sombrero panamá y lo que, desde luego, agradecimos hasta el infinito fue el cómodo calzado que nos permitía ascender colinas, caminar sobre tierra y roquedos y superar con facilidad los afilados fragmentos de viejas piedras talladas que abundaban por todas partes. El número de visitantes aumentaba también con el calor y ya se veían grupos dispersos por aquí y por allá. Los ruidosos colegiales que nos precedían desaparecieron de nuestra vista y nuestros oídos, seguramente para desarrollar alguna actividad escolar sedentaria y, en su lugar, empezaron a ensordecernos las cigarras, con sus monótonas carracas.

La ruta por las ruinas nos llevó a continuación hasta Puma Punku, a un kilómetro de distancia de su supuesta gemela, Akapana, donde, además de comprobar que, efectivamente, los motivos ornamentales eran marinos y que, sin duda, por la perfección, la piedra había tenido que ser trabajada con lo que fuera que los aymaras utilizaran como taladro mecánico, nos encontramos con un poco más de lo mismo: caos total en un mar de piedras gigantescas. Sólo tropezamos con algo inesperado al doblar un recodo de la colina: una valla metálica que circunvalaba una zona en la que, sin lugar a dudas, se estaba llevando a cabo una excavación. Había gente dentro del perímetro, todos uniformados con gorras o sombreros vaqueros o panamás, camisetas, pantalones cortos y recias botas de las que les sobresalían los calcetines. En total habría una docena de personas subiendo y bajando escaleras de mano y transportando cajas de un lado para otro. En uno de los extremos del vallado se levantaba una gran tienda militar de lona (el cuartel general, probablemente) con el emblema de la UNAR, la Unidad Nacional de Arqueología Regional.

– ¿Conque los sábados no se trabaja, eh? -pregunté con ironía.

– Calla y retrocede -farfulló Jabba a mi lado, cogiéndome por el brazo.

– Pero, ¿qué pasa?

– Que ella está ahí, ¿no la ves? -murmuró Proxi, dando la espalda al campamento y caminando lentamente en dirección contraria-. Es la que lleva la camiseta roja.

Antes de girarme para seguir a mis amigos, tuve tiempo de vislumbrar a la mujer que decía Proxi, pero me pareció imposible que fuera Marta Torrent.

– No es ella -murmuré, mientras nos alejábamos con aires de turistas despistados-. Ésa no es la catedrática.

– Le he visto la cara, así que no te detengas y sigue caminando.

– Pero, ¿queréis no ser burros, por favor? -exclamé cuando hubimos rodeado la colina y quedado fuera del campo visual de la excavación-. Esa mujer de la camiseta roja no tenía el cuerpo ni la pinta de una cincuentona estirada y pija, ¿vale? Estaba cubierta de tierra y lucía unas piernas estupendas.

– ¿No te está diciendo Jabba que le hemos visto la cara? ¡Pero si hasta le sobresalía el pelo blanco por debajo del sombrero!

– Me juego el cuello a que los dos os habéis equivocado.

Yo recordaba a una mujer mayor, elegantemente vestida con un traje de chaqueta de ante, calzada con unos zapatos de tacón muy fino, pendientes y collar de perlas, una ancha pulsera de plata, y unas gafas estrechas de montura azul con cordoncillo metálico que le cubrían los ojos. Sus movimientos eran distinguidos y su voz y su forma de hablar un tanto góticas. ¿Qué demonios tenía todo eso que ver con aquella mujer mucho más joven, de sombrero vaquero, botas mugrientas, camiseta sucia de manga corta y pantalones militares cortos y viejos que cargaba cajas con aires de estibador? ¡Por favor! Ni que fuera el doctor Jekyll y mister Hyde.

– Vale, nos hemos equivocado, pero vámonos de aquí por si se le ocurre venir.

Caminamos de regreso hacia Akapana como si nos persiguiera el diablo.

– Quizá deberíamos marcharnos -murmuró pensativo Jabba.

– Yonson Ricardo vendrá por nosotros a partir de las horas catorce -recordó Proxi, repitiendo la expresión que nos había dicho el taxista y que nos había dejado sin aliento-, y todavía faltan dos horas y pico.

– Pero tenemos su número de celular -dije yo, imitando también la forma de hablar del boliviano.

– No, no nos iremos -atajó ella, muy decidida-. Buscaremos las entradas a la cámara de Lakaqullu y organizaremos la manera de hacerlo, tal y como teníamos pensado, aunque estaremos muy pendientes de la gente que se nos acerque.

En el siguiente cruce de caminos de tierra torcimos hacia la izquierda, dirigiéndonos hacia Putuni, el Palacio de los Sepulcros. Según la guía, allí habían vivido los sacerdotes de Tiwanacu, en unas habitaciones de muros coloreados situadas junto a las extrañas oquedades del suelo. Esta información nos sorprendió bastante porque, según habíamos leído nosotros estando en Barcelona, la supuesta residencia de los Capacas y los yatiris había sido Kerikala, el edificio que íbamos a visitar a continuación. En fin, lo cierto es que tampoco quedaba mucho que ver, pues ni siquiera podía advertirse ya aquella supuesta puerta inexpugnable que confundió a los conquistadores haciéndoles creer que allí se escondían grandes tesoros.

Kerikala fue el penúltimo desengaño, aunque no debería llamarlo así porque, puestos a ser jueces del pasado, también la Acrópolis de Atenas podía considerarse un resto menospreciable de lo que fue en su época de esplendor. Sin embargo, lo que no podía negarse era que, entre conquistadores y oriundos, habían hecho un gran trabajo de sistemática y tenaz destrucción. Quizá el cercano pueblo de Tiahuanaco (especialmente su catedral) y la vía férrea Guaqui-La Paz fueran un motivo de orgullo nacional o tuvieran una función social realmente importante, pero nada justificaba la devastación que habían ocasionado en un lugar tan importante e irremplazable como Taipikala.

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