Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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– Y, ¿cuándo dicen los arqueólogos que se construyó Tiwanacu? -preguntó confundido Jabba.

– Doscientos años antes de nuestra era -repuse.

– O sea, hace dos mil doscientos años, ¿no es así?

Asentí con un gruñido gutural.

– Pues no encaja… No encaja con estos animalitos, ni con el mapa de Piri Reis, ni con la supuesta antigüedad del lenguaje aymara, ni con la historia de los yatiris…

En aquel momento, Proxi dio un brinco de entusiasmo en su asiento y se giró velozmente para mirarnos. Tenía los ojos brillantes.

– Os ahorraré todo lo inútil e iré directamente a lo que nos interesa -exclamó-. Según los últimos estudios sobre el tema, el Dios de los Báculos podría ser, en realidad, Thunupa, ¿os acordáis?, el dios del diluvio, el de la lluvia y el rayo.

– ¡Caramba! Tiwanacu es un pañuelo, ¿eh? -dije con sorna.

– Parece que esas marcas que tiene en las mejillas son lágrimas -siguió explicando- y los bastones simbolizarían su poder sobre el rayo y el trueno. Nuestro amigo Ludovico Bertonio aporta un dato muy curioso en su famoso diccionario: Thunupa, después de la conquista, se transformó en Ekeko, un dios que, actualmente, sigue teniendo muchos adeptos entre los aymaras porque, según el arqueólogo Carlos Ponce Sanjinés (14), la lluvia, por escasa, ha pasado a ser sinónimo de abundancia y Ekeko es el dios de la abundancia y la felicidad.

(14) C. Ponce Sanjinés, Thunupa y Ekeko: Estudio Arqueológico acerca de las efigies precolombinas de dorso adunco, Academia Nacional de Ciencias de Bolivia, La Paz, 1969.

– Muy imaginativo -masculló Jabba. Ella ni se inmutó.

– Así que los aymaras siguen adorando a Thunupa después de tantos miles de años. ¿No es fantástico? La cuestión es que, como sabéis, el mapa de la cámara se encuentra bajo los piececitos de este dios y… -arrastró largamente el sonido mientras subía el tono para destacar lo que iba a decir-, resulta que el nombre del dios tiene un significado muy especial. -Su rostro se ensanchó con una amplia sonrisa de satisfacción-. ¿Sabéis lo que quiere decir Thunu en aymara?

– Si me dejas consultar el diccionario de Bertonio… -dije, haciendo el gesto de ir a levantarme.

– Puedes consultar lo que quieras pero, antes, deja que yo te lo cuente. Thunu, en aymara, significa algo que está oculto, escondido como el bulbo de una planta bajo la tierra, y la terminación Pa pone a Thunu en relación con la tercera persona singular. O sea, que Thunupa quiere decir que hay algo oculto bajo la figura del dios. El dios señala el lugar.

Jabba y yo nos quedamos callados durante unos instantes, asimilando el hecho de que las piezas seguían encajando unas con otras de manera sorprendente.

– Quizá es así de simple -observó Jabba, con voz insegura.

– ¡No es simple! -exclamó Proxi, sin dejar de sonreír-. Es perfecto.

– ¡Pero eso no nos dice nada nuevo! -objeté con energía-. Ya sabíamos que el dios señalaba el lugar. ¿Dónde están las entradas a la cámara?

– Utiliza la lógica, Arnauet: si, hasta ahora, todo viene reflejado en el friso de la Puerta del Sol, las entradas a los corredores secretos también deben aparecer allí. Y si aparecen, como cabría esperar, las hemos tenido delante de las narices desde el principio, ¿no crees?

Yo la miraba con ojos de loco, abiertos de par en par.

– Observa esta ampliación del Dios de los Báculos -continuó ella, impertérrita, alargándome un papel que yo recogí-. Descríbeme la pirámide de tres pisos.

– Pues… Como su nombre indica, es una pirámide y tiene, en efecto, tres pisos. Dentro aparecen una serie de bichos extraños y un cuadrado con una serpiente cornuda.

– ¿Qué más? -me animó Proxi, en vista de que me quedaba callado.

– Nada más -repuse-, aunque si quieres que también te describa al dios, lo hago.

– ¿Ves lo que tiene el dios en las manos?

– Los báculos.

– Y, ¿hacia dónde señalan los báculos?

– ¿Hacia dónde van a señalar…? -mascullé exasperado, pero, entonces, me di cuenta de algo-. Deberían señalar hacia arriba, ¿no es cierto?

Ella sonrió.

– Pero, en realidad, es como si el dios los llevara al revés: los picos de los cóndores, o lo que sean, señalan hacia…

– ¿Hacia…?

– Hacia abajo. Es un poco extraño, ¿no?

– ¿Y hacia dónde señalan esos báculos invertidos? -insistió.

– Hacia estas cosas raras que sobresalen de…, de la pirámide. Vaya… Tú tenías razón -murmuré devolviéndole el papel, que ella abandonó sobre la mesa.

Me cabreé conmigo mismo. ¿Cómo podía ser tan imbécil? Había estado viendo aquellas prolongaciones de la pirámide desde que descubrí el dibujo de mi hermano y, aunque resultara increíble, precisamente por ser tan raras, no les había prestado la menor atención. Eran un adorno, un ornamento más. Mi cerebro las había ignorado por completo por resultarle inexplicables.

– Como ves, del escalón inferior de la pirámide -terminó ella- parte una línea horizontal a derecha e izquierda que debería representar el suelo pero que, curiosamente, al poco, vuelve a elevarse hacia arriba dibujando una especie de chimeneas a ambos lados que están cubiertas por dos objetos estrafalarios y sin sentido.

– Son como… -murmuró Jabba examinando otra reproducción del dios-. ¡La verdad, no sé cómo son! ¿Podrían simbolizar cascos de guerreros?

– Sí, y también animales extraterrestres o naves espaciales -se burló Proxi -. Observa que cada uno tiene un único ojo redondo y profundo idéntico a los ojos del dios. Pero, bueno, ¿qué más da? En realidad, no creo que sean otra cosa que una marca. Allá donde aparezcan estas cosas en Tiwanacu, estarán los accesos a los corredores. ¿Tú qué dices, Root ?

Ya no recordaba exactamente lo que le había contestado aquella noche pero, obviamente, supongo que me mostré conforme. Toda aquella conversación, sostenida poco antes de hacer las maletas para venirnos a Bolivia, había vuelto a mi mente en el breve plazo que tardamos en recorrer la distancia que nos separaba de la auténtica y verdadera Puerta del Sol. Quizá el soroche había borrado dos días completos de mi vida pero, sin duda, había respetado aquella última hora de trabajo en Barcelona. Y, ahora, allí estábamos, frente a la Puerta, separados de ella tan sólo por la endeble alambrada que la protegía. Mis ojos se incrustaron directamente en la figura central del dios, que, en vivo y en directo, con sus relieves y sus sombras producidas por la luz del sol, parecía un pequeño monstruito de malvadas intenciones. Aquél era Thunupa, el dios del diluvio, el que escondía un secreto… Sus ojos redondos miraban hacia ninguna parte, sus brazos en V sujetaban los báculos (un propulsor y una honda, decía la guía que llevaba Proxi ) y, de sus codos, colgaban cabezas humanas, igual que de su cinturón. En el pecho, sobre el pectoral, se repetía la imagen de la pequeña culebra que aparecía a sus pies, en la cámara secreta que intentaríamos alcanzar aunque aún no supiéramos muy bien cómo. Y allí estaba la pirámide de tres terrazas, con su interior lleno de corredores acabados en cabezas de pumas y de cóndores, con las dos entradas laterales que parecían chimeneas cubiertas por esos extraños cascos de guerreros que también podían ser animales extraterrestres o naves espaciales dotadas de ojos. Jabba, que no paraba de moverse a izquierda y derecha de la Puerta, soltaba exclamaciones de admiración a la vista de sus amigos los elefantes-Cuvieronius, inconfundibles hasta el punto de clamar al cielo por la indiferencia que provocaban en la ciencia oficial, una ciencia que decía regirse por lo empíricamente verificable. Pues bien, ahí estaba la prueba indiscutible de que al menos la Puerta tenía que haber sido hecha cuando aquellos mastodontes pululaban por el Altiplano, es decir, un mínimo de once mil años atrás. Sin embargo, como al mapa de Piri Reis, nadie parecía hacerles caso. No pude evitar preguntarme una vez más por qué. Tenía que existir alguna razón. El miedo al ridículo académico no podía ser un motivo tan fuerte como para negarse a investigar la verdad. Ciertamente, en la Edad Media la Inquisición castigaba la herejía con la muerte pero, ahora, ¿qué razón podía haber?

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