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Matilde Asensi: El Origen Perdido

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Matilde Asensi El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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La mole gris del viejo edificio de La Custodia resultaba bastante deprimente. Parecía un amontonamiento de cubos llenos de diminutos agujeros. Si todo lo que podía ingeniar un arquitecto después de tantos años de estudio era aquello, me dije mientras buscaba la entrada de vehículos, más hubiera valido que se dedicara a tapar zanjas. Afortunadamente, una gran cantidad de coches estaba saliendo en aquel preciso instante -debía de ser la hora del cambio de turno de personal-, así que pude aparcar en seguida, librándome de dar vueltas y más vueltas en torno a aquel indignante paradigma de la vulgaridad. No había estado en aquel hospital en toda mi vida y no tenía ni idea de adónde debía dirigirme. Por suerte, Ona, que me estaba esperando, me había visto aparcar y, con el pequeño Dani dormido en los brazos, se fue acercando mientras yo salía del vehículo.

– Gracias por venir tan rápido -murmuró mientras, ladeada para no despertar al niño, me daba un beso y sonreía con tristeza. Envuelto en los pliegues de una pequeña manta de color azul, Dani apoyaba la cabeza sobre el hombro de su madre y tenía los ojos cerrados y el chupete en la boca. Su pelo, escandalosamente rubio y muy recortado, nacía tan erizado que, según como le diera la luz, parecía una aura eléctrica relampagueante. En esto, había salido a su padre.

– ¿Y mi hermano? -pregunté caminando con ella hacia la escalinata de la entrada.

– Acaban de subirlo a la planta. El neurólogo todavía está con él.

Cruzamos las puertas del inmenso edificio y atravesamos pasillos y más pasillos de paredes desconchadas hasta llegar a los ascensores. El revestimiento de mármol del suelo original ya no era detectable, pues donde las placas no estaban totalmente desgastadas, se veían pegotes de algo parecido a caucho negro que hacían saltar por los aires las ruedas de las camillas que empujaban los celadores. Todas las esquinas exhibían rótulos con indicaciones hacia lugares poco deseables: «Cirugía», «Cobalto», «Rehabilitación», «Diálisis», «Extracciones de sangre», «Quirófanos»… Ni siquiera el chirriante ascensor en el que nos embutimos con otras quince o veinte personas, muy parecido en tamaño y forma a un contenedor portuario, se libraba de ese olor a vaya usted a saber qué, tan característico de los hospitales. Frías luces blancas de neón, laberintos de caminos y escaleras, puertas gigantescas con letreros misteriosos (UCSI, TAC, UMP), gentes con miradas perdidas y muecas de ansiedad, preocupación o dolor paseando de un lado a otro como si el tiempo no existiera… Y, de hecho, el tiempo no existía en el interior de aquel taller de reparación de cuerpos, como si la cercanía de la muerte detuviese los relojes hasta que el médico-mecánico diera el permiso para seguir viviendo.

Ona caminaba a mi lado cargando resueltamente con la bolsa de pertrechos de Dani y los casi diez kilos de su hijo. Mi cuñada era muy joven, apenas tenía veintiún años recién cumplidos. Había conocido a Daniel en el primer curso de carrera, en la clase de Introducción a la Antropología que aquel año impartía mi hermano en la facultad, y se fueron a vivir juntos poco después, en parte por amor y en parte, supongo, porque Mariona era de Montcorbau, un pueblecito del Valle de Aran, y no debían encontrarse muy cómodos compartiendo su intimidad con las otras cuatro estudiantes aranesas que se alojaban en el mismo piso de alquiler que Ona. Hasta entonces, Daniel había vivido conmigo, pero, de repente, un día, apareció en la puerta del salón con el monitor de su ordenador bajo el brazo, una mochila al hombro y una maleta en la mano.

– Me voy a vivir con Ona -anunció con una mirada alegre. Los ojos de mi hermano eran de un color sorprendente, un violeta intenso que no se veía con frecuencia. Por lo visto los había heredado de su abuela paterna, la madre de Clifford, y él estaba tan orgulloso de ellos que se había llevado un buen disgusto cuando los ojos de su hijo Dani, al ir aclarándose, se quedaron simplemente en azules. Para resaltar el diferente combinado genético del que procedíamos, los míos eran de color castaño oscuro, como el café, igual que mi pelo, moreno, aunque ahí terminaban las diferencias físicas.

– Enhorabuena -fue todo lo que le respondí aquel día-. Que os vaya bien.

No es que mi hermano y yo nos llevásemos mal. Todo lo contrario; estábamos tan unidos como podían estarlo dos hermanos que se quieren y que se han criado prácticamente solos. El problema era que, siendo ambos hijos de Eulalia Sané (antes, la mujer más habladora de Cataluña y, desde hacía veinticinco años, la de Inglaterra), teníamos que salir silenciosos a la fuerza. Y, al fin y al cabo, a lo largo de la vida, se aprende, se experimenta y se madura; pero cambiar, lo que se dice cambiar, no se cambia mucho porque uno es, en todo momento, el que siempre ha sido.

Mi padre murió en 1972, cuando yo tenía cinco años, después de permanecer en cama durante mucho tiempo. Apenas conservo en la memoria una imagen suya sentado en un sillón, llamándome con la mano, pero no estoy seguro de que sea real. Al poco, mi madre se casó con Clifford Cornwall y Daniel nació dos años después, cuando yo acababa de cumplir siete. Le pusieron ese nombre porque era idéntico en ambos idiomas, aunque nosotros siempre lo pronunciábamos a la inglesa, poniendo el acento en la «a». El trabajo de Clifford en el Foreign Office le obligaba a viajar incesantemente entre Londres y Barcelona, donde estaba el Consulado General, de modo que continuamos residiendo en la casa de siempre mientras él iba y venía. Mi madre, por su parte, se ocupaba de las amistades, la vida social y de seguir siendo -o considerándose- la musa espiritual del amplio grupo de viejos compañeros de mi padre de la universidad, en la que había sido catedrático de Metafísica durante veintitantos años (era mucho mayor que mi madre cuando se casaron, en Mallorca, de donde era originario), así que Daniel y yo tuvimos una infancia bastante solitaria. De vez en cuando nos mandaban unos meses a Vic, con la abuela, hasta que se dieron cuenta de que mis notas escolares empezaban a ser espantosas a fuerza de tanto faltar a clase. Entonces me matricularon como interno en el colegio La Salle y mi madre, Clifford y Daniel se fueron a vivir a Inglaterra. En un primer momento pensé que me llevarían con ellos, o sea, que nos iríamos todos, pero cuando me di cuenta de que no iba a ser así, asimilé sin problemas que tendría que aprender a sobrevivir solo y que no podía confiar en nadie más que en mi abuela, quien todos los viernes por la tarde me esperaba como un poste a la salida del colegio. Cuando monté mi primera empresa, Inter-Ker, en 1994, mi hermano, desesperado por alejarse de las faldas de nuestra madre, regresó a Barcelona para estudiar Filología Hispánica y, después, el segundo ciclo de Antropología en la Universidad Autónoma. Desde entonces, y hasta que se marchó diciendo «Me voy a vivir con Ona», habíamos compartido casa.

A pesar de ser tan introvertido como yo, la gente, en general, apreciaba mucho más a Daniel por su afabilidad y dulzura. Hablaba poco pero, cuando hablaba, todo el mundo prestaba atención y todos pensaban que nunca habían oído algo tan oportuno e interesante. Como su hijo, casi siempre mantenía una sonrisa en los labios, mientras que yo era hosco y taciturno, incapaz de sostener una conversación normal con alguien en quien no hubiera depositado desde muchos años atrás toda mi confianza. Es verdad que tenía amigos (aunque más que amigos eran, en realidad, conocidos cercanos) y que, por negocios, conservaba buenas relaciones con gentes de todo el mundo, pero eran tan raros como yo, poco dispuestos a comunicarse o a hacerlo sólo a través de un teclado, con vidas que transcurrían casi siempre bajo luz artificial y que, cuando no estaban frente a un ordenador, se dedicaban a aficiones tan pintorescas como la espeleología urbana o los juegos de rol, a coleccionar animales salvajes o a estudiar funciones fractales (4), mucho más importantes, naturalmente, que cualquier persona viva que tuvieran cerca.

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