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Matilde Asensi: El Origen Perdido

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Matilde Asensi El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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Envié, además, un fichero ejecutable que permanecería escondido en las profundidades de la máquina y que renovaría las modificaciones cada vez que alguien intentara borrarlas, de modo que les costara muchísimo tiempo y dinero recuperar su marca original. Este fichero, entre otras cosas, imprimiría en todos los documentos una calavera pirata sobre dos tibias cruzadas y, de nuevo, la frase «Ni canon, ni corsarios». Por último, hice una copia de todos los documentos que encontré relativos al dichoso canon que la Fundación había conseguido imponer a los fabricantes de software y los distribuí generosamente a través de internet. Ya sólo quedaba lanzar a la red, desde aquellos estudios de Miramar y por el tiempo que tardaran en localizar el equipo y apagarlo, la campaña diseñada por nosotros pidiendo el boicot a todos los productos de la TraxSG y animando a la gente a comprar esos mismos productos en el extranjero.

– Debemos irnos -avisó Jabba con voz de alarma mirando su reloj-. El guarda de seguridad pasará por el corredor dentro de tres minutos.

Cerré el portátil, lo dejé en el suelo y me puse en pie sacudiéndome los vaqueros. Proxi cubrió la tarima con una gruesa lona que ocultaría el equipo a los ojos de posibles mirones; esa cobija no evitaría que, antes o después, lo descubriesen, pero al menos le daría a la protesta unos cuantos días de prórroga. Iba a ser divertido ver la noticia en los periódicos.

Aprovechando los últimos segundos de nuestra estancia allí, mientras Proxi y Jabba se afanaban recogiendo los restos del material, saqué del macuto un pequeño spray de pintura roja, le puse la válvula Harcore, para trazos gruesos y grandes, lo agité hasta que escuché los golpecitos metálicos en el interior que indicaban que la mezcla estaba lista y, con una buena dosis de vanidad personal, sobre una de las paredes dibujé una esfera muy grande en cuyo interior, ocupando todo el espacio en sentido horizontal, tracé un largo y vertiginoso bucle y firmé con el apodo por el que era conocido: Root. Este era mi tag, mi firma personal, visible en muchos lugares supuestamente inexpugnables. Si en esta ocasión no lo había incluido en los ordenadores de TraxSG -siempre lo dejaba en los lugares pirateados, reales o virtuales-, era porque no estaba solo ni trabajaba para mí.

– ¡Vámonos! -urgió Jabba dirigiéndose a paso ligero hacia las puertas del estudio.

Apagamos las linternas y, con la única luz de los pequeños pilotos de emergencia como guía, atravesamos pasillos y bajamos escaleras rápida y sigilosamente. En los sótanos se encontraba el cuchitril de los transformadores que alojaba los antediluvianos cuadros eléctricos de los estudios. Allí, en el suelo, disimulada por nuestros útiles de espeleología, una plancha de hierro daba paso al extraño mundo subterráneo que se escondía bajo el asfalto de Barcelona: enlazado en múltiples puntos con los casi cien kilómetros de túneles de las líneas del metro y del ferrocarril, se hallaba el colosal entramado de galerías del alcantarillado que conectaba con todos los edificios, centros e instituciones oficiales de la ciudad. Como Nueva York, Londres o París, Barcelona escondía una segunda ciudad en sus entrañas, una ciudad tan viva y llena de misterios como la de arriba, la que recibía la luz del sol y las aguas del mar. Esta ciudad oculta, además de poseer sus propios núcleos habitados, su propia vegetación autóctona, sus propios animales y su propia unidad de policía (la llamada «Unitat de subsòl»), contaba también con numerosos turistas que acudían desde todos los lugares del mundo para practicar un deporte -naturalmente, ilegal- conocido como espeleología urbana.

Me quité la goma elástica con la que me recogía el pelo y me encajé en la cabeza el casco, ajustándome el barboquejo hacia delante. Nuestros tres cascos Ecrin Roc llevaban, sujetas en los clips, linternas frontales de leds (2), que daban una luz mucho más blanca que las normales y eran mucho menos peligrosas en caso de escape de gases. Además, si se fundía uno de los leds, siempre habría otros funcionando, de manera que nunca podías quedarte completamente a oscuras.

(2) Light Emitting Diode (L.E.D.). Pequeño diodo emisor de luz.

Como un destacamento militar perfectamente sincronizado encendimos los detectores de gas, levantamos la plancha de hierro del suelo que exhibía la marca forjada de la compañía eléctrica, y nos lanzamos por una estrecha galería vertical que descendía a plomo un largo trecho provocando una opresiva sensación de claustrofobia -sobre todo a Jabba, que era el más grande de los tres-. La increíble extensión de la galería era debida a que los estudios de Miramar habían sido levantados en una de las dos montañas de Barcelona, Montjuic, y, por tanto, se encontraban a mucha altura respecto al nivel del suelo. Como casi todo este tipo de conducciones, la galería estaba ocupada en una cuarta parte por cables eléctricos cuyos anclajes en el cemento utilizábamos para bajar. Llevábamos, pues, unos incómodos guantes de aislamiento que entorpecían aún más nuestro descenso.

Alcanzamos, por fin, el túnel de servicio que unía la Zona Franca con la plaça de Catalunya. En el subsuelo, si hay algo que impresiona de verdad no son las serpientes, ni las ratas, ni la gente fantasmal que puedas encontrar en tu camino; lo que realmente te encoge el corazón y te retuerce el estómago es el rotundo silencio, la absoluta oscuridad y el intenso olor a humedad viscosa. Allí, en mitad de la nada, cualquier pequeño ruido se multiplica y distorsiona hasta el infinito y todos los lugares parecen iguales. En París, un par de años atrás, a pesar de que íbamos acompañados por un tipo del Grupo Francés de Espeleología Urbana que conocía las tripas de la ciudad mejor que la palma de su mano, mi equipo se había perdido durante siete horas en el gélido alcantarillado medieval que perfora la cuenca oriental del Sena. Nunca más me había vuelto a suceder, pero la experiencia fue lo bastante peligrosa como para obligarme a tomar, desde aquel día, todas las precauciones posibles.

Aún descendimos un poco más utilizando uno de los pozos rápidos del sistema de alcantarillas pero, a la altura de la calle del Hospital, después de desviarnos en el entronque de colectores del Liceo -donde, por cierto, mi tag aparecía dibujado justo al lado de la escalerilla que ascendía hasta la vieja sala de calderas-, una minúscula trampilla, sucia y corroída por la herrumbre, nos permitió acceder a la red de túneles del metro. Poca gente sabía, o recordaba, que a mediados de los setenta se había construido un pasadizo peatonal entre las estaciones de Liceu y Urquinaona con la idea de enlazar las líneas 3747 aliviar la abarrotada y laberíntica estación central de Catalunya. Treinta años después, aquel paso sólo era utilizado por nosotros y por unos cincuenta suburbanitas que habían hecho de aquella mugrienta e insalubre gusanera su lugar de residencia habitual. En su mayoría eran gentes silenciosas y sin edad entre las que había todo tipo de especímenes raros.

En el centro de aquel pasadizo, que hedía a orines y mugre, se encontraba la vieja puerta metálica que franqueaba la entrada a un nivel inferior de corredores. Nada más descender por unas escaleras metálicas, nos encaminamos hacia la boca del túnel que teníamos enfrente. Marchamos en hilera unos cien metros por el lado derecho de las vías, con los oídos atentos por si se aproximaba algún tren (lo que no hubiera sido nada extraño, pues avanzábamos por un tramo de la línea 4), y nos detuvimos frente a un estrecho portillo que difícilmente se reconocía en el ennegrecido muro. Con la llave que guardaba en uno de los bolsillos del vaquero lo liberé del candado y lo abrí, y, en cuanto estuvimos dentro, Jabba pasó los cerrojos de hierro que lo volvían inexpugnable desde fuera. A nuestros pies se abría la sólida trampilla metálica que dejaba a la vista el tiro vertical de quince metros por el que teníamos que descender. Ésa era siempre la última diversión de nuestras correrías. Enganchamos los descensores a los mosquetones ventrales y descendimos juntos a toda velocidad usando las cuerdas permanentemente instaladas en la boca. Por supuesto, cuando teníamos que subir, lo hacíamos por las escaleras.

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