Matilde Asensi - El Salón De Ámbar
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A primera hora del martes 17 de noviembre embarcamos, por fin, en un vuelo con destino a Madrid. Una vez en Barajas, estuvimos haciendo tiempo hasta la hora de comer y luego salimos del aeropuerto con un grupo de pasajeros franceses que acababa de arribar. Viajamos en taxi hasta Ávila, hablando, en francés, de tonterías, y, a media tarde, entramos por la puerta de mi casa como dos náufragos que ponen el pie en tierra firme después de muchas semanas de mar. Amalia y Ezequiela nos abrazaron como si fuéramos dos niños perdidos y hallados en el templo, pero mucho más se abrazaron entre sí cuando, tres días después, José y la niña partieron en tren rumbo a Oporto. A Amalia se le habían subido mucho los humos a la cabeza tras su intervención en la aventura, pero, aunque no le restó importancia y supo valorar su actuación, José no permitió que se pusiera tonta y, con cuatro frases, la devolvió a su condición de adolescente de trece años que todavía tenía que seguir yendo al colegio. Una noche, cuando José ya dormía, me levanté de la cama y entré en mi antigua habitación. Amalia se despertó de golpe y me miró sorprendida. «Sólo quiero darte las gracias a solas -le dije sonriente-, sin ti no estaríamos aquí. Si, cuando seas mayor, deseas entrar en el Grupo, tendrás todo mi apoyo. Pero no se lo digas a tu padre, ¿vale? Creo que no estaría de acuerdo conmigo. ¡Ah!, y puedes venir a esta casa cuando quieras y usar mi ordenador.» Era todo un pacto. Amalia me abrazó muy fuerte y yo le respondí, lo cual, para dos caracteres tan secos como los nuestros, era toda una alianza. Mi criada también se había encariñado realmente con la niña y me expresó ampliamente su satisfacción por la aparente estabilidad de mi relación con el padre de la criatura. Llegó a insinuarme, incluso, que no le importaría dejar Ávila y vivir en el país vecino si yo lo creía necesario». Por supuesto, le cerré la boca con unas cuantas inconveniencias.
La vida volvió a la normalidad antes de que nos diéramos cuenta. Todos los fines de semana, en Oporto o en Ávila, José y yo nos encontrábamos y pasábamos un par de días juntos, a veces con la niña y otras veces sin ella, según tocara. Empezó a formar parte de mi rutina el bajar los viernes a Madrid para coger el avión o para recibir a José. Habíamos establecido un modus vivendi cómodo y agradable, aunque él se resentía y lamentaba como un condenado a cadena perpetua. Pero el truco estaba en no hacerle ningún caso.
Gracias a la base de datos salvada por Láufer antes de aniquilar el contenido del ordenador de Roi, rescatamos el nombre del coleccionista francés que había comprado el icono ruso robado por mí del iconostasio de la iglesia ortodoxa de San Demetrio, en San Petersburgo. A mediados de diciembre, todavía bastante asustados por las repercusiones que pudiera tener lo ocurrido en Weimar, dejamos el icono en los aseos de una gasolinera de las afueras de Lyon y, seis horas después, recogimos quinientos mil dólares en la consigna de la estación de autobuses. Estábamos muy preocupados e inseguros, por eso hasta principios de marzo del año siguiente no nos atrevimos a convocar un encuentro con Rook y Donna.
Habían transcurrido ya cuatro meses. Weimar festejaba su situación de Ciudad Europea de la Cultura 1999 y salía con frecuencia en los telediarios, aunque, significativamente, jamás se mencionaba su pasado nazi ni la existencia en las afueras del KZ Buchenwald.
La ausencia de Roi había pasado bastante inad vertida en los círculos del arte, como si nadie quisiera recordar que le había conocido o como si todo el mundo diera por sentado que se había fugado a una isla paradisíaca de las Antillas Francesas para disfrutar de una merecida jubilación. La desaparición de Melentiev, según supimos después, fue rápidamente cubierta por su hijo, Nicolás Serguéievich Rachkov, quien ya ostentaba la dirección de los negocios familiares desde mucho tiempo atrás.
El 2 de marzo de 1999 celebramos una primera reunión en el IRC, convocada por Heinz a través de un nuevo sistema de encriptación de correo escrito por él. En aquel breve encuentro decidimos que había llegado el momento de que cambiaran algunas cosas en el Grupo de Ajedrez. Acordamos encontrarnos personalmente, los cuatro, el lunes siguiente, 8 de marzo, en el hotel Casuarina Beach, situado en el paraje llamado Anse aux Pins, de la isla Mahé, en las Seychelles, y así, mientras nos tostábamos al sol en las playas de arena blanca, frente a unas aguas de color turquesa, o disfrutábamos de un espectáculo criollo al anochecer, podríamos hablar apaciblemente de los muchos temas que teníamos pendientes y tomar todas las decisiones que había que adoptar para el futuro.
No ocurrió exactamente así, pero fue muy emocionante reunimos de madrugada en la habitación de Láufer, con las ventanas cerradas a cal y canto y el susto recorriéndonos el cuerpo. Rook resultó un poco más estúpido, más ambicioso y más feo de lo que parecía por Internet (un británico de esos con paraguas, tirantes, bombín y alma de yuppy posmoderno), pero Donna se reveló como una mujer excepcional, con las ideas muy claras y una saludable y desmedida pasión por el arte. Sólo éramos cinco, y no seis, las piezas de ajedrez reunidas aquella noche en el Casuarina Beach. Desde el principio resultó evidente que constituíamos un grupo descabezado, carente de líder -de Rey-, pero teníamos buena voluntad y muchas ganas de seguir adelante. Además, y esto era lo verdaderamente importante, poseíamos un inmenso tesoro enterrado en el subsuelo de Weimar.
Estaba el sol en lo alto cuando llegamos, por fin, a la conclusión de dejar el Salón de Ámbar en su escondite. Barajamos múltiples posibilidades porque nos molestaba no encontrar una solución, pero era obvio que no estábamos cualificados para un trabajo de semejante envergadura: necesitaríamos, como mínimo, un amplio equipo de personal especializado, amén de un material de trabajo exageradamente llamativo (excavadoras, grúas, carretillas elevadoras, etc.) y una enorme flota de camiones para el transporte. Además, ¿dónde podríamos guardar algo así? ¿Dónde esconder, en buenas condiciones, unos gigantescos paneles de ámbar dorado de más de dos siglos de antigüedad? Mejor dejarlo donde estaba, decidimos, por lo menos hasta que vaciáramos de obras de arte el almacén contiguo. En eso hubo unanimidad y conformidad desde el primer momento. Se imponía establecer una periodicidad de visitas al entramado de galerías de Weimar para ir despejando la nave. Entrando y saliendo por Buchenwald, en uno o dos años podría mos haber sacado todo lo que Sauckel y Koch habían escondido y no habría ningún problema para vender un material tan bueno en el amplio mercado de los coleccionistas privados.
Donna apuntó la posibilidad de devolver, bajo manga, el Salón de Ámbar a los rusos, es decir, a través de un comunicado anónimo o algo así. Pero Láufer señaló que eso crearía un conflicto diplomático entre Rusia y Alemania, todavía enfrentados por el asunto del tesoro de Troya, descubierto en el siglo xix por el arqueólogo alemán Heinrich Schliemanh. Al parecer, los soviéticos se lo llevaron a la URSS como «trofeo de guerra» al finalizar la Segunda Guerra Mundial. La verdad, me dije, es que todos tenían muchos motivos por los que callar.
Así pues, nos quedamos con el salón. Algún día, quizá, podría servirnos para algo, podríamos sacarle algún provecho (no necesariamente económico) o podríamos necesitarlo como moneda de cambio, como quiso hacer Erich Koch. Aunque, tal vez, lo devolveríamos en cuanto se dieran las circunstancias adecuadas. El tiempo lo diría.
Con un solo voto en contra (el mío), se aprobó también la moción de «alquilar» una o dos celdas más a mi tía Juana en el monasterio de Santa María de Miranda. De ese modo, me explicaron pacientemente, podríamos guardar las piezas ya vendidas hasta su entrega. Les dije que únicamente imponía una condición: que las demandas de dinero de mi tía para sufragarla rehabilitación de su cenobio corrieran a cargo de los beneficios del Grupo. Estaba hasta el gorro de que esa vampira me chupara la sangre sólo a mí. Aceptaron, naturalmente, y yo me tuve que tragar la bilis que me subía por la garganta. ¡Se iba a hacer de oro la madre superiora!
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