Matilde Asensi - El Salón De Ámbar
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– Gracias por la parte que me toca.
– De nada -suspiré-. De modo que sólo necesitamos saber fechas tales como la de su nacimiento, el de su mujer, los de sus diez hijos, el de su madre… o la de su entrada en el partido nazi, la del día de su ascenso a ministro de Reich, la de…
– ¡Vale, lo he comprendido! Sin embargo, pienso que, si hasta ahora hemos sido guiados paso a paso por multitud de pistas y señales, no tiene por qué ser diferente en este caso. Busquemos en las facturas, por ejemplo, o en las páginas de ese periódico austríaco que hay en uno de los cajones de la mesa.
– ¡El periódico! -exclamé- ¡Eso es! ¡La fecha estaba marcada en rojo, como los versos de la canción! ¡Creo que era el 20 de abril de 1942!
José abrió el cajón y sacó el ejemplar del Volks-Zeitung.
– Sí, el 20 de abril de 1942, cumpleaños del Führer, Adolf Hitler, según reza, en grandes letras góticas, el titular de portada. Ese día -leyó- hubo una gran celebración en la Cancillería del Reich, en Berlín, y multitud de actos festivos por toda Alemania. El Führer recibió tantos regalos que, para darles cabida, hubo que habilitar varias salas del palacio de Charlottenburg.
No pude contener la risa y solté una estruendosa carcajada.
– ¡Qué mente tan retorcida! -dejé escapar entre hipos-. ¡Qué admirable capacidad para los entuertos! ¿No te das cuenta, José? ¡Charlottenburg! ¡Charlottenburg! ¡Los regalos del Führer se guardaron en Charlottenburg! El Salón de Ámbar, el Bernsteinzimmer, fue construido por Federico I de Prusia para utilizarlo como salón de fumar en su palacio de Charlottenburg, ¿no te acuerdas? Nos lo explicó Roi en el IRC.
José esbozó una sonrisa siniestra.
– Tienes razón; ¡qué mente tan retorcida! «Hermanos, en minas y galerías, hermanos, vosotros en los despachos y oficinas -declamó a voz en grito-, ¡seguid la marcha de nuestro Führer! Hitler es nuestro conductor.» ¡Prueba con la fecha del cumpleaños de Hitler, cariño! ¡Apuesto mi joyería a que se abre a la primera!
Giré los discos hasta formar la combinación «2004» y, con una simple rotación del volante, descorrí, a la primera -como había dicho José-, los cinco pestillos cilindricos de acero cuyos extremos quedaron a la vista cuando empujamos la pared y ésta giró sobre sus goznes, dejando al descubierto el profundo y oscuro túnel de una mina. José, siguiendo su costumbre, procedió a pulsar rápidamente el ancho interruptor de cerámica situado a la derecha y una larga hilera de bombillas desnudas se encendió con titubeos en el techo, dejando al descubierto unas paredes de piedra viva. En el suelo, de tierra negra, apelmazada y húmeda, dibujando el mismo itinerario rectilíneo que la formación de bombillas, unos viejos raíles para vagonetas nos marcaban el camino que debíamos seguir.
– ¿Vamos…? -preguntó José, mirándome risueño.
– Vamos.
La galería, de unos cien metros de largo, se encaminaba hacia un sólido muro de cemento gris, que la cerraba y que formaba ángulo recto con las paredes de piedra. Un vano en el muro daba acceso a un nuevo pasillo de fabricación humana.
– Lo mismo hubiera dado que escondieran sus tesoros en las tripas de la pirámide de Keops -murmuré sobrecogida-. Es igual de divertido. Tengo la sensación de que vamos a encontrarnos con la tumba del faraón de un momento a otro.
– No te preocupes, cariño, yo te protegeré si te ataca la momia.
– A veces tienes un humor bastante negro, José.
– ¡Pensar que siempre había creído que Peón era valerosa e intrépida como las heroínas de los cuentos!
– ¡Soy valerosa e intrépida como las heroínas de los cuentos! -protesté enérgicamente-. ¡Pero es que este lugar resulta tétrico! Es como si flotara un soplo maligno en el aire.
Habíamos llegado al fondo del pasillo, que torcía a la derecha, y allí encontramos dos puertas entreabiertas, una a cada lado. La primera nos introdujo en un espacioso cuarto de paredes alicatadas y suelo de baldosas en el que había una sucesión de duchas, letrinas y lavabos, todo muy lóbrego y sucio; la segunda, en un comedor con un par de mesas en el centro, cubiertas de polvo, y, contra las paredes, vitrinas con platos, vasos y fuentes. Otra puerta, dentro de aquella misma estancia, conducía a un segundo comedor repleto de largos tablones de madera sin desbastar y bancos de similares ca racterísticas. Colgados de los muros, emblemas nazis como banderolas, estandartes, fotografías de Hitler y una placa de hierro con un águila negra de largas alas que sujetaba entre las garras una corona de laurel con una esvástica en el centro.
– ¿Qué se supone que es este sitio? -quise saber, confundida.
– Parece un cuartel. O una cárcel.
Salimos de nuevo al pasillo y seguimos con nuestra inspección, más desconcertados que al principio. Junto a los comedores, unas láminas metálicas, que giraban en ambos sentidos, daban paso a las cocinas, que olían a inmundicias, como si cincuenta años no hubieran sido suficientes para borrar el hedor de los primeros días. Después, el corredor por el que avanzábamos se dividía en dos brazos, a derecha e izquierda. La pared del frente, que iba de lado a lado, mostraba cuatro puertas iguales. José abrió la más cercana a nosotros, miró el interior y retrocedió bruscamente, cerrando de golpe.
– ¡Casi me pisas! -me indigné. José estaba blanco como el papel.
– Lo siento, cariño -musitó.
– ¿Qué pasa? ¿Qué había ahí dentro?
– No lo tengo muy claro… -confesó con un hilo de voz-. Pero creo que será mejor que entre a mirar mientras tú te quedas aquí quietecita.
– ¡No pienso quedarme aquí quietecita! ¡No soy ninguna niña pequeña a la que debas proteger, José! Te recuerdo que he vivido situaciones mucho peores que ésta y que estoy acostumbrada a…
– ¡Vale, vale, pero luego no digas que no te avisé! -me cortó, frunciendo el ceño. Abrió de nuevo la puerta y le vi tantear la pared en busca del pulsador de la luz. Era la primera habitación que encontrábamos a oscuras. Las demás tenían las bombillas encendidas, como si se las hubieran dejado a propósito para controlarlas desde arriba con el generador. Cuando se hizo la claridad, el espectáculo que se ofreció ante nuestros ojos resultó demoledor. Nunca en mi vida hubiera imaginado una tragedia como aquélla, un horror tan espeluznante.
Recuerdo que sentí un golpe atroz en el centro del pecho -como si una piedra me hubiera golpeado en pleno corazón-, cuando vi aquellas filas de cadáveres, aquellos esqueletos todavía maniatados a sus camastros y vestidos con los jirones de las ropas a rayas de los prisioneros de los campos nazis de exterminio. Un gemido me subió por la garganta hasta casi ahogarme. No era miedo, ni siquiera asco o aprensión; era una pena infinita que me hacía albergar contra Sauckel y Koch los peores sentimientos que había experimentado a lo largo de toda mi vida.
José me abrazó y me sacó de allí. Mientras yo permanecía impávida en el mismo lugar en el que me había dejado, él registró las otras habitaciones del pasillo. En todas, lamentablemente, encontró lo mismo: en las dos de la derecha, otros grupos similares de prisioneros atados a sus catres y muertos por ráfagas de metralleta; en la de la izquierda, al fondo, soldados alemanes, sorprendidos por idéntica muerte durante el sueño. Njingún testigo había sobrevivido. Nadie había podido salir de allí para contar lo que había visto.
Lo que más me cabreaba era comprobar que nada había cambiado desde que aquellos pobres hombres habían sido asesinados: los serbios habían construido también sus campos en los Balcanes para llevar a cabo su particular limpieza étnica; las dictaduras sudamericanas habían hecho desaparecer a miles de jóvenes después de torturarlos; en Brasil, los niños morían acribillados en las calles por los disparos de los escuadrones de la muerte que salían de caza al anochecer… Y así, un interminable etcétera de modernos genocidios, tan sanguinarios como el llevado a cabo por los nazis medio siglo atrás.
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