Matilde Asensi - El Salón De Ámbar

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El Salón De Ámbar: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1941, durante la segunda guerra mundial, el ejército nazi saqueó los antiguos palacios zaristas y los museos de la joven unión soviética llevándose consigo a Alemania obras de arte de un valor incalculable. Matilde Asensi nos propone con El salón de Ámbar una nueva vuelta de tuerca a las historias de aventuras, donde los piratas navegan por la red informática a la busca y captura de tesoros imposibles.

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La dichosa tapa era tan pesada que tuvimos que hacer fuerza los dos con la palanqueta para poder moverla. Al final, con un ruido seco y metálico, la dejamos caer a un lado. El eco nos devolvió el sonido multiplicado hasta el infinito. Un nuevo pasadizo, oscuro como un pozo, con escalones escurridizos y medio en ruinas, descendía hacia el fondo.

– Bajaré a echar una ojeada -decidió José, poniendo un pie inseguro en el primer peldaño*

– Lleva cuidado.

Le di su linterna frontal y, mientras se la ajustaba, le anudé el extremo de una cuerda a la cintura.

– No tardaré -afirmó mirándome fijamente e introduciéndose, después, en el hoyo.

Los minutos siguientes fueron de una terrible angustia para mí. La cuerda se deslizaba entre mis dedos como señal inequívoca de que José seguía descendiendo. Me arrepentí mil veces de haberlo dejado bajar: él no tenía experiencia en este tipo de actividades, en realidad era yo quien estaba mejor preparada para los trabajos peligrosos. Cuando el rollo de treinta metros se terminó, di un fuerte tirón para que se detuviera. Dudé entre hacerle subir de nuevo o anudar un segundo rollo para dejarle continuar. Venció la segunda opción; habíamos llegado demasiado lejos para detenernos ahora. Otros diez o quince metros de soga se hundirían en la oscuridad antes de que José tocara fondo. Sólo entonces, su voz, tan lejana que era apenas inaudible, me llamó a gritos:

– ¡Ana! ¡Baja!

No me hacía ninguna gracia meterme en aquel agujero infecto, pero le obedecí. Me puse el frontal y comencé el descenso. Según bajaba, la galería iba haciéndose cada vez más estrecha y la humedad más sofocante y caliente. Conté doscientos treinta escalones antes de llegar junto a jóse.

– ¡Uf! Esto es peor que el quinto piso de un aparcamiento subterráneo. ¡Y huele igual de mal!

Frente a nosotros, un par de metros más allá, había una puerta metálica.

– ¿Has intentado abrirla?

– ¡No, eso te lo dejo a ti!

– ¡La caballerosidad ha muerto!

La puerta, una simple plancha metálica con un par de goznes y un asidero, estaba fuertemente encajada.

– Lo lamento -dije encogiéndome de hombros-, pero esto es cosa de hombres.

Refunfuñando por lo bajo, con una sacudida, la arrastró hacia atrás lo suficiente para franquearnos el paso.

– Usted primero, señora.

– Muy amable.

El corazón me latía con fuerzai ¿Iba a encontrarme de bruces con los tesoros de Koch? Supongo que esperaba una suerte de nave, o almacén, con todas esas riquezas, perfectamente embaladas, formando pilas de cajas hasta el techo, pero con lo que topé nada más meter las narices en el hueco fue con un viejo y sucio despacho en el que pude vislumbrar las lúgubres figuras de unos deslucidos sillones, una mesa de escritorio, un perchero de pie largo -en una esquina- con un chaquetón negro colgado y, en una cavidad de la pared, unos anaqueles de madera que se pandeaban bajo el peso de algunas decenas de libros deteriorados. ¿Qué demonios hacía todo aquello a cincuenta metros bajo tierra?

– ¿Qué hay? -preguntó José a mi espalda. -Si te lo cuento, no te lo vas a creer. Así que compruébalo por ti mismo.

Ayudándose con las dos manos, propinó un zarandeo brusco y seco a la hoja de la puerta y consiguió entreabrirla un poco más, lo suficiente para colarse rápidamente al interior del pequeño aposento. Soltó un prolongado silbido de admira-

ción.

– ¡Caramba, caramba! Esto sí que es una verdadera sorpresa.

Se acercó hasta la mesa, sobre la que descansaba un elegante juego de escritorio enteramente cubierto de polvo y telarañas, y le oí trastear con algo metálico y pesado.

– ¿ Qué haces? -pregunté acercándome.

Sujetaba en las manos una pequeña lamparilla que, por supuesto, no respondía a los violentos apretones que él descargaba sobre el interruptor.

– ¡Si hay una lámpara, debe haber corriente eléctrica! -exclamó, enfadado.

– Sí, pero rompiendo esa clavija no vas a conseguir restablecer el suministro eléctrico. Déjame ver… En alguna parte tiene que estar la llave del generador. Sigamos el cable. ¿Ves? -Le indiqué con el dedo-. Por allí. Él nos llevará al lugar correcto.

El viejo cordón retorcido desaparecía por un agujerito situado sobre una portezuela de madera, junto al perchero, detrás de la cual descubrimos un magnífico aseo con un gran espejo sobre el lavabo y una estupenda bañera con cortina y todo. El hallazgo nos llenó de alborozo, como si pudiéramos quitarnos los trajes y darnos una ducha que nos devolviera la vitalidad. Me resultó muy extraño con templar el reflejo de mi propia cara en el azogue; casi me había olvidado de cómo era yo en realidad. Abrimos los grifos para ver si funcionaban y el agua empezó a correr, sucia al principio, pero cristalina y fría como el hielo después. Encontramos, incluso, una vieja pastilla de jabón rancio abandonada en un rincón; recordé haber leído en alguna ocasión que los nazis fabricaban jabón con la grasa de los judíos y aparté la vista, disgustada. Otra puerta más, entre el lavabo y la bañera, nos condujo hasta el generador de corriente, albergado en una enorme cámara de cemento. Un par de potentes motores Daimler-Benz, montados sobre sendos estribos de mortero y sacados, probablemente, de antiguos camiones alemanes de transporte, servían de alimentadores al viejo generador eléctrico. Al fondo, bidones y latas cubrían la pared enteriza.

– ¿Funcionará? -pregunté preocupada-. Este material tiene casi sesenta años.

José me dio un rápido beso e hizo el gesto de subirse las mangas para ponerse manos a la obra.

– Confía en mí. Las máquinas son lo mío.

– Las máquinas de los juguetes, cariño, pero no los motores de la Segunda Guerra Mundial.

– ¡Mujer incrédula! Alúmbrame con tu frontal.

Dio vueltas y más vueltas alrededor de los motores, metió los brazos -hasta los codos- por diferentes ranuras, comprobó niveles, limpió cuidadosamente bujías, chicles y bobinas, y, por fin, intentó ponerlos en marcha. Se oyó un clic muy leve, una rotación ahogada y… ya está. No pasó nada más. -¿Qué ocurre?

– No tengo ni idea -rezongó, y se abismó de nuevo en el más profundo estudio de la situación.

Durante una media hora eterna, le fui iluminando girando la cabeza conforme a sus rudos movimientos de una parte a otra de las máquinas. Al final, estaba incluso mareada y, como él no hablaba, también aburrida como una ostra.

– ¿Ya sabes lo que ocurre, José?

– ¡No, maldita sea! ¡No lo sé! Está todo perfectamente conservado. He limpiado desde el carburador hasta la última tuerca. No parece haber ningún fallo. ¡Y, sin embargo, no funciona!

Me rasqué la nuca con suavidad y dije (por decir algo):

– ¿No será que no tienen gasolina…?

Un par de ojos enfurecidos chocaron con los míos, perfectamente inocentes, mientras su foco halógeno se enfrentaba al de mi cabeza.

– ¿Qué has dicho?

– ¡Nada, nada! ¡No he dicho nada!

– ¡Gasolina! ¡Pues claro! -Desenroscó la tapa de los depósitos y los zarandeó, aplicando la oreja-. ¡Vacíos! ¡Ven aquí, mi amor! ¡Eres un genio!

– Sabía que terminarías por darte cuenta.

– Ayúdame a traer la gasolina, anda. Tú coges los jerrycans y me los vas dando, ¿vale?

– ¿Los qué?

– Los jerrycans, esos bidones metálicos que hay contra la pared.

– ¡Ah, los bidones!

– Se llaman jerrycans. Fueron inventados por los alemanes durante la guerra. El nombre se lo dieron los ingleses, que llamaban jemes a los alemanes. Son fantásticos. De hecho, se siguen utilizando hoy en día. Son estancos y el tapón, al darle la vuelta, sirve de embudo.

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