La información recopilada por Láufer durante aquellos días resultó todavía más sorprendente de lo que ninguno de nosotros hubiera podido esperar. Desde sitios tan dispersos como Ucrania, Inglaterra, Berlín e Israel, desde entidades como la Universidad de Toronto en Canadá, el diario El Universal de México, el museo Pushkin de Moscú, el Polemiko Mousio de Atenas, el Instituto Chileno-Francés de Cultura, y desde ficheros clasificados de la policía israelí, del FBI, de la vieja Stasi de la desaparecida República Democrática Alemana o del reconvertido KGB, la documentación fue llegando hasta nuestros ordenadores trazando una imagen real y estremecedora de aquellos que, hasta ese momento, no habían sido otra cosa que quiméricos personajes en una historia llena de enredos.
Fritz Sauckel, uno de los miembros más brutales de la vieja guardia nazi, diputado del Reichstag y general de las temibles SA, ejerció durante la guerra como gobernador general y gauleiter de Turingia. Ministro plenipotenciario del Reich para la mano de obra, reclutó cinco millones de obreros forzados, de ostarbeiter, en los territorios ocupados, la mayoría de los cuales trabajaron sin descanso hasta la muerte. Según Jacques Bernard Herzog, uno de los procuradores generales ante el Tribunal Militar Internacional de Núremberg, «Este antiguo marino mercante, padre de diez hijos, encumbrado a la alta política por la revolución hitleriana, ordenaba alimentar a los trabajadores en función de su rendimiento. Dentro de una mentalidad primitiva como la suya, encontraba justificación a todo reproche: él sólo ejecutaba las órdenes del Führer. Pretendía no haber sabido nada de las atrocidades cometidas en los campos de concentración; le mostré entonces una fotografía que lo presentaba visitando en compañía de Himmler el campo de concentración de Buchenwald, en Weimar, del cual era responsable como gauleiter del territorio. Afirmó estúpidamente que su visita se había limitado a los edificios exteriores del campo, en el que no har bía entrado nunca».
Esa «mentalidad primitiva» a la que Herzog hacía referencia en su discurso de 1949 ante miembros destacados de la Universidad de Chile, respondía, sin embargo, a una inteligencia muy por encima de lo normal, según pudo comprobar durante el proceso el psiquiatra judicial americano Gustave M. Gilbert. Sin embargo, y a pesar de esa inteligencia superdotada, Sauckel, como gauleiter de Turingia, ordenó, sin la menor inquietud, que los restos de los grandes escritores Goethe y Schiller fuesen sacados del mausoleo real de Weimar y trasladados a la cercana ciudad de Jena para ser destruidos en caso de que los americanos entraran en Turingia. Afortunadamente, tal destrucción no se llevó a cabo.
El 1 de julio de 1946, lord Lustice Lawrence, presidente del Tribunal Internacional de Núremberg, daba a conocer la sentencia contra Fritz Sauckel, condenado a morir en la horca por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. El que fuera temible gobernador de Turingia fue ejecutado tres meses después, la madrugada del 16 de octubre.
Diferente fue el destino de su amigo Erich Koch, con el que le unían, al parecer, antiguos lazos de camaradería desde que ambos se habían conocido en Weimar, en 1937, cuando Koch, entonces general de división de las SS, había llegado a la ciudad con el primer grupo de trescientos reclusos para empezar la construcción de los barracones y cuarteles del KZ (Konzentration Lager) Buchenwald.
Koch había nacido en la Prusia Oriental el 19 de junio de 1896 y fue nombrado gauleiter de esta demarcación en 1938. Tres años después, tras la invasión alemana de los territorios de la Unión Soviética en 1941, fue nombrado, además, Reichs-kommissar de Ucrania. Según el semanario The Ukrainian Weekly del 10 de noviembre de 1996, Koch fue directamente responsable de la muerte de cuatro millones de personas, incluida la casi totalidad de la población judía ucraniana. Bajo su gobierno, y en colaboración con Sauckel, otros dos millones y medio de individuos fueron deportados a Alemania como trabajadores forzados. Después de la retirada nazi de Ucrania, Koch permaneció como gauleiter de la Prusia Oriental hasta la rendición alemana en 1945, momento en que se perdió su pista hasta que fue descubierto, cuatro años después, viviendo de incógnito en la zona de ocupa ción británica. Fue deportado a Polonia para ser juzgado y, sin embargo, mientras que el resto de los procesos soviéticos contra criminales de guerra se celebraban con rapidez, y las sentencias (por lo general inmisericordes) se ejecutaban en pocas horas, Koch tardó diez años en ser juzgado y su sentencia de muerte no se llevó a cabo jamás. El gobierno polaco alegó la mala salud del asesino para condonarle la pena y le recluyó durante los últimos veintisiete años de su vida en una celda de la prisión de Barczewo, dotada de grandes comodidades, donde murió apaciblemente el 12 de noviembre de 1986, a los noventa años de edad. Ni una sola vez durante todo ese tiempo, las autoridades rusas solicitaron la extradición de Koch para juzgarlo por los atroces crímenes que cometió como Reichskommissar de Ucrania, ni presionaron tampoco a los polacos para que llevaran a cabo la sentencia.
Aparté los ojos de la pantalla y, mientras la impresora empezaba a escupir papeles, me puse a pensar cómo debía ser alguien capaz de matar a cuatro millones de personas. La cifra hizo que me diera vueltas la cabeza. Si ya resultaba impensable para mí acabar con la vida de un solo individuo, de uno solo, ¿cómo se podía matar a cuatro millones? ¡Cuatro millones de muertes! Sin contar a los 05- tarbeiter, a los trabajadores forzados, muertos también de enfermedades, accidentes e inanición. Si cada uno de aquellos pobres seres fuera, por ejemplo, una peseta, y pusiéramos cuatro millones de pesetas, en monedas, en una habitación, el volumen sería impresionante. ¿Qué ocurría en la mente de una persona para llegar a ser capaz de hacer algo así sin darle ninguna importancia? Estaba aterrada, impresionada. Encendí un cigarrillo, expulsé el humo por la boca, lentamente, y volví a la lectura. El último alabardero de la tríada era el joven Helmut Hubner. Nacido en Pulheim, Colonia, en 1919, había estudiado economía, lenguas antiguas e historia en la Universidad de Bonn, y había militado activamente en las Juventudes del Reich y en las Juventudes Hitlerianas desde su fundación. Apenas iniciada la contienda, se incorporó a la Luftwaffe con el grado de teniente, convirtiéndose pronto en un famoso piloto de combate. En 1943 era el oficial de su escuadrón que contabilizaba el mayor número de derribos enemigos y, aunque su aparato fue alcanzado en cuatro ocasiones, consiguió salvar la vida lanzándose en paracaídas. Por todas estas hazañas y algunas más, fue recompensado con las máximas condecoraciones de guerra, incluida la Cruz de Hierro. Según las bases de datos del Museo de la Guerra de Atenas, Hubner destacó por su extraordinaria destreza en el manejo de los Heinkel 111, de los Dornier 17 y de los Messerschmit Bf 109, con los cuales desarrolló una brillante maniobra de ataque recogida más tarde en los manuales de la Luftwaffe: elegía su presa entre los cazas enemigos, dejándose caer rápidamente en picado y situándose a unas quinientas yardas por debajo de su cola. Entonces iniciaba un ligero ascenso mientras perdía velocidad, lo que le permitía apuntar certeramente, desde atrás, al aparato enemigo y, a unas cien yardas de distancia, abría fuego con el cañón de 30 milímetros, dejándolo fuera de combate. Entonces ascendía a toda velocidad, poniendo el morro a unos veinte grados por encima del horizonte, y, desde esta cota segura, elegía a su siguiente víctima.
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