Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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– Pero ¿te comentó algo más? -le pregunté yo, muerta de curiosidad, una tarde que estábamos los dos en mi laboratorio trabajando, ¡por fin!, en uno de los últimos bifolios del códice-. ¿No te contó algún detalle o te habló de su vida o se le escapó alguna indiscreción interesante?

Farag se rió de buena gana. Sus dientes blancos destacaron sobre su tez oscura.

– Lo único que recuerdo -comentó divertido, intentando erradicar el acento árabe de su pronunciación- es que dijo que había entrado en la Guardia Suiza porque todos los miembros de su familia lo habían hecho desde que su antepasado, el comandante Kaspar Róist, salvó al papa Clemente VI de las tropas de Carlos V durante el Saqueo de Roma.

– ¡Caramba! ¡Así que el capitán es de familia de alcurnia!

– También me dijo que había nacido en Berna y que había estudiado en la Universidad de Zurich.

– ¿Y qué estudió?

– Ingeniería agrícola.

Me quedé con la boca abierta.

– ¿Ingeniería agrícola…?

– ¿Qué tiene de raro? -se extrañó-. Bueno, a lo mejor esto te gusta más: me parece que dijo que también era licenciado en Literatura Italiana por la Universidad de Roma.

– No puedo imaginarlo construyendo invernaderos para frutas y hortalizas -atiné a decir, todavía bajo los efectos de la impresión.

Farag se rió tan estruendosamente que tuvo que secarse las lágrimas de los ojos con las palmas de las manos.

– ¡Eres imposible! Tu mente es tan cuadrada que… -me miró un instante con los ojos brillantes y, luego, cabeceando, apoyó un dedo sobre el bifolio que habíamos dejado a medias-. ¿Qué tal si volvemos al trabajo?

– Sí, será mejor. Nos quedamos aquí -y marqué con el bolígrafo un punto intermedio de la segunda columna de la página.

Con la toma de Jerusalén por el rey persa Cosroes II en el año 614, la Hermandad de los Staurofílakes entró en crisis. Cosroes, tras la victoria, se llevó la Vera Cruz a Ctesifon, la capital de su imperio, y la puso a los pies de su trono como símbolo de su propia divinidad. Los miembros más débiles de la hermandad, aterrorizados, se dispersaron y desaparecieron, y los pocos que quedaron (bajo el mando de Catón XXXVI), considerándose responsables de la pérdida de la reliquia, se dedicaron a purgar su supuesta incompetencia con terribles ayunos, penitencias, flagelaciones y sacrificios variados. Algunos, incluso, murieron a consecuencia de las heridas que se habían inflingido. Transcurrieron quince dolorosos años, durante los cuales el emperador bizantino Heraclio siguió luchando contra Cosroes II hasta vencerlo definitivamente en el año 628. Poco después, en una emotiva ceremonia celebrada el 14 de septiembre de ese año, la Vera Cruz regresó a Jerusalén, llevada en persona por el propio emperador a través de la ciudad. Los staurofílakes honraron el acontecimiento participando activamente en la procesión y en el solemne acto religioso de restauración de la reliquia a su lugar de origen. Desde entonces, ese día, el 14 de septiembre, quedó señalado para siempre en los calendarios litúrgicos como el de la Exalta ción de la Vera Cruz.

Pero la época de angustia no había terminado. Sólo nueve años después, en el 637, otro poderoso ejército llegó hasta las puertas de Jerusalén: los musulmanes, comandados por el califa Omar. Para entonces la hermandad contaba con un nuevo Catón, el trigésimo séptimo, llamado anteriormente Anastasios, quien decidió que no había que quedarse quieto viendo llegar el peligro. Cuando las primeras noticias de la nueva invasión empezaron a circular por la ciudad, Catón XXXVII envió una avanzadilla de notables staurofílakes para negociar con el califa. El pacto se firmó en secreto, y la seguridad de la Vera Cruz quedó garantizada a cambio de la colaboración de la hermandad en la localización de los tesoros cristianos y judíos cuidadosamente escondidos en la ciudad desde que se había conocido la proximidad de los musulmanes. Omar cumplió su palabra y los staurofílakes también. Durante muchos años hubo paz y la convivencia entre las tres religiones monoteístas (cristiana, judía y musulmana) fue buena.

A lo largo de este tranquilo periodo, la hermandad sufrió profundas transformaciones. Aleccionados por la pérdida de la Vera Cruz durante la invasión persa y por el buen resultado de su acuerdo posterior con los árabes, los staurofílakes, convencidos como nunca de que su estricta y simple misión era la seguridad de la Madera Santa, se fueron haciendo más reservados, más independientes de los Patriarcados, más invisibles y también mucho más poderosos. Entre sus filas comenzaron a militar hombres de las mejores familias de Constantinopla, Antioquía, Alejandría y Atenas, y también de las ciudades italianas de Florencia, Rávena, Milán, Roma… Ya no eran un grupo de forzudos dispuestos a comerse a los peregrinos que osaran tocar la Vera Cruz. Eran hombres preparados e inteligentes, más militares y diplomáticos que diáconos o monjes.

¿Cómo lo habían conseguido? Pues haciendo aquello que ya Catón II propuso en el siglo IV: establecieron una serie de requisitos de ingreso. Los nuevos aspirantes tenían que saber leer y escribir, dominar el latín y el griego, conocer las matemáticas y la música, la astrología y la filosofía, y, además, superar determinadas pruebas físicas de resistencia y fuerza. Los staurofílakes se convirtieron, poco a poco, en una institución importante y desvinculada, siempre atenta a su singular misión.

Los problemas volvieron de la mano de nuevas oleadas de peregrinos europeos, gentes de toda clase y condición entre los que predominaban vagabundos, mendigos, ladrones, ascetas, aventureros y místicos; pintorescos personajes que buscaban un lugar donde vivir y morir. Durante los siglos IX y X, la situación empeoró y los califas de Jerusalén dejaron de ser tan magnánimos como Omar prohibiendo la entrada de latinos en los lugares santos. En el año 1009, el califa Al-Hakem, un demente con el que el Patriarcado de Jerusalén y la propia hermandad ya habían tenido serios problemas, ordenó la destrucción de todos los santuarios no musulmanes. Mientras los soldados de Al-Hakem destruían iglesia tras iglesia y templo tras templo, los staurofílakes corrieron a salvar la Cruz y la escondieron en el lugar que habían preparado en previsión de ocasiones como esta: una cripta clandestina bajo la propia basílica del Santo Sepulcro, donde se albergaba habitualmente la reliquia. Consiguieron librarla de la destrucción, pero a costa de la muerte de varios staurofílakes, que se enfrentaron, cuerpo a cuerpo, con los soldados para que sus hermanos pudieran llegar hasta el escondrijo.

El taller fotográfico de reproducción completó el bifolio 182 -el último-, la tarde del Segundo Domingo de Pascua y mis adjuntos acabaron los análisis paleográficos dos días después, a primeros de mayo. Sólo faltaba terminar mi parte, la más lenta y farragosa, de manera que se produjo una reorganización y, después de liberar a los miembros de los departamentos que ya habían finalizado su trabajo, mi sección al completo se encargó de las traducciones. De ese modo, Glauser-Róist, Farag y yo pudimos sentarnos cómodamente a leer las páginas que nos llegaban desde el laboratorio.

En el año 1054, sin que fuera una sorpresa para nadie, se produjo el Gran Cisma de la Iglesia cristiana. Romanos y ortodoxos se enfrentaron abiertamente por fútiles cuestiones teológicas y de reparto de poder (Roma pretendía que el Papa era el único sucesor directo de Pedro y los Patriarcas rechazaron esta idea, alegando que todos ellos eran sucesores legítimos del Apostol según el modelo de las primeras comunidades cristianas). Los staurofílakes no se aliaron ni con unos ni con otros, a pesar de la insostenible posición en la que quedaban. Sólo eran fieles a sí mismos y a la Cruz y su actitud hacia el resto del mundo era de una profunda desconfianza, que se volvía más acusada con cada nueva convulsión política o religiosa.

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