Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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– Cada vez vamos más rápido -repuse satisfecha-. En realidad, yo soy el cuello de botella de la operación. No puedo transcribir y traducir a la velocidad que marcha el resto del equipo. Son unos textos muy complicados.

– ¿Alguno de sus adjuntos podría ayudarla?

– ¡Bastantes problemas tienen con el análisis paleográfico! De momento están trabajando en el segundo Catón.

– ¿El segundo Catón? -preguntó, enarcando las cejas.

– ¡Oh, sí! Parece que Mirógenes murió pronto, en el año 344. Después, la Hermandad de los Staurofílakes eligió como archimandrita a un tal Pértinax. Ahora mismo estamos trabajando con él. Según mis adjuntos, Catón II (que de este modo se denomina a sí mismo), era un hombre muy culto, de un vocabulario exquisito. El griego que se usaba en Bizancio -le expliqué- tenía una pronunciación muy diferente a la del griego clásico que, sin embargo, fue con el que se fijaron las normas lingúisticas y lexicográficas -el capitán me miro con cara de no estar entiendiendo nada, así que le puse un ejemplo-. Pasaba entonces como pasa ahora con el inglés moderno, que los niños tienen que aprender a deletrear las palabras y, luego, memorizarlas, porque lo que pronuncian no tiene nada que ver con lo que escriben. El griego bizantino, después de tantos siglos de modificaciones, era igualmente complicado.

– ¡Ah, ya, ya…!

¡Menos mal!, me dije aliviada.

– Pértinax, o Catón II, debió recibir una buena educación en algún monasterio en el que se copiaban manuscritos. Su gramática es impecable y su estilo muy refinado, al contrario que Catón I, que parecía un hombre poco preparado. Algunos de mis adjuntos opinan que Pértinax, más que un antiguo monje, quizá fuera algún miembro de la familia real o de la nobleza constantinopolitana, porque su ductzís presenta características muy elegantes, excesivamente elegantes para un monje, se podría decir.

– ¿Y qué cuenta Catón II?

– Ahora mismo acabo de terminar su crónica -proclamé satisfecha-. Durante su gobierno, la hermandad creció inusitadamente. Jerusalén recibía innumerables peregrinos en las festividades religiosas y muchos de ellos se quedaban para siempre en Tierra Santa. Algunos de estos extranjeros llegaron a integrarse en la hermandad y Catón II refiere sus dificultades para gobernar una comunidad tan nutrida y diversa. Se plantea, incluso, poner restricciones a la admisión de nuevos miembros, pero no se decide porque el Patriarca de Jerusalén está muy satisfecho con el crecimiento de la hermandad. Por esas fechas… -dije, consultando mis notas-, el Patriarca debía ser Maximos II o Kyril I. Ya he pedido al Archivo que revisen sus biografías, por si encontramos algo.

– ¿Alguien ha buscado información directa sobre la hermandad en las bases de datos?

– No, capitán. Esa tarea es cosa suya. ¿No recuerda que se ofreció?

Glauser-Róist se puso en pie pesadamente, como si le costara moverse. Un desconcertante desaliño -por completo desacostumbrado en él- podía observarse en su elegantísimo traje, arrugado y desarreglado por el viaje. Se le notaba deprimido.

– Voy a darme una ducha en el cuartel y volveré esta tarde para ponerme a trabajar.

– El Prefecto, el profesor Boswell y yo subiremos dentro de un momento a la cafetería de personal. Si quiere comer con nosotros…

– No me esperen -declinó saliendo del laboratorio-. Tengo una audiencia urgente con el Secretario de Estado y con Su Santidad.

Después de Catón II, vino Catón III, Catón IV, Catón V… Por alguna razón desconocida, los archimandritas de los staurofílakes habían elegido ese curioso nombre para simbolizar la autoridad máxima dentro de la hermandad. A los títulos consabidos de Papa y Patriarca, se sumaba así el más extraño de Catón. El profesor Boswell se encerró un día en la biblioteca con los siete gruesos tomos de las Vidas paralelas de Plutarco [12]y se estudió a fondo las biografías de los dos únicos Catones conocidos de la historia, los políticos romanos Marco Catón y Catón de Útica. Al cabo de bastantes horas, regresó de la biblioteca con una teoría relativamente plausible que, de momento, y a falta de otra mejor, dimos por buena.

– Yo creo que no cabe la menor duda -nos dijo muy convencido- de que uno de los dos Catones sirvió de modelo a los archimandritas de los staurofílakes.

Estibamos en mi laboratorio, reunidos en torno a mi vieja mesa de madera cubierta de papeles y notas.

– Marco Catón, llamado Catón el Viejo -continuó-, era un maldito fanático, un defensor de los más rancios y tradicionales valores romanos, al estilo de esos americanos sudistas que creen en la superioridad de la raza blanca y son simpatizantes del Ku-Klux-Klan. Despreciaba la cultura y la lengua griegas porque decía que debilitaban a los romanos, y también todo lo extranjero por la misma razón. Era duro y frío como una piedra.

– ¡Vaya imagen que nos estás dando! -comenté divertida. Glauser-Róist me miró con la misma disgustada extrañeza con que me miraba desde que se había dado cuenta de que Farag y yo habíamos simpatizado más entre nosotros que con él.

– Sirvió a Roma como cuestor, edil, pretor, cónsul y censor entre los años 204 y 184 antes de nuestra era. Teniendo una fortuna, vivía con la máxima austeridad y consideraba superfluo cualquier gasto inútil, como por ejemplo la comida de los esclavos viejos que ya no podían trabajar. Simplemente, los mataba, como parte de su plan de ahorro, y aconsejaba a los ciudadanos romanos que siguieran su ejemplo por el bien de la República. Se consideraba a sí mismo perfecto y ejemplar.

– No me gusta este Catón -afirmó Glauser-Róist, doblando elegantemente en cuatro pliegues una de mis hojas de notas.

– No. A mí tampoco -corroboró Farag, haciendo un gesto de negación con la cabeza-. Creo que, sin duda, la hermandad se fijó en el otro Catón, Catón de Útica, biznieto del anterior y un hombre ciertamente admirable. Como cuestor de la República, devolvió al tesoro de Roma una imagen de honradez que había perdido muchos siglos antes. Era sumamente decente y honesto. Como juez fue insobornable e imparcial, pues estaba convencido de que, para ser justo, no se necesitaba nada más que querer serlo. Su sinceridad era tan proverbial que en Roma, cuando se quería refutar drásticamente algo, se decía: «¡Esto no es cierto, aunque lo diga Catón!» Fue un ardiente opositor de Julio César, al que acusaba, con razón, de corrupto, ambicioso y manipulador y de querer reinar sin oposición sobre toda Roma, que entonces era una república. César y él se odiaban a muerte. Durante años y años mantuvieron una lucha enconada, uno por llegar a ser el dueño exclusivo de un gran imperio y otro por impedirlo. Cuando, finalmente, Julio César triunfó, Catón se retiró a Útica, donde tenía una casa, y se clavó una espada en el vientre porque, dijo, no tenía la cobardía suficiente para suplicar a César por su vida, ni la valentía necesaria para disculparse ante su enemigo.

– Es curioso… -apuntó Glauser-Róist, que prestaba toda su atención al relato de Farag-. El nombre de César, el gran enemigo de Catón, se convirtió posteriormente en el título de los emperadores romanos, los Césares, igual que Catón se convirtió en el título de los archimandritas de la hermandad, los Catones.

– Es muy curioso, en efecto -asentí.

– Catón de Útica se convirtió en paradigma de la libertad -prosiguió Farag-, de modo que Séneca, por ejemplo, dice «Ni Catón vivió, muriendo la libertad, ni hubo ya libertad, muriendo Catón» [13], y Valerio Máximo se pregunta «¿Qué será de la libertad sin Catón?» [14].

– O sea, que el nombre de Catón era sinónimo de honradez y libertad como el de César lo era de enorme poder -insinué.

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