Miguel de Unamuno - Cuentos de mí mismo

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Tanta insistencia se ha puesto en ponderar la calidad de los ensayos y novelas de Unamuno, que se ha olvidado el tesoro literario de sus cuentos, merecedores de un lugar destacado en el estudio de su obra. Su valor se incrementa cuando comprobamos que fueron raíz de lo `nivolesco` y que don Miguel veía en el género la itineración hacia atrás de la vida, un corte más profundo en lo vivido y, por ende, la forma protoliteraria que recoge las resonancias más arcanas de la psique humana.
A través de estas narraciones, de estos Cuentos de mí mismo, llega a nosotros el eco inquietante de don Miguel de Unamuno, de una personalidad escéptica, agónica y polémica que reitera en todas y cada una de sus criaturas de ficción y harán las delicias de los lectores. De aquí que estos Cuentos de mí mismo lleguen a lo más alto o más hondo, con abundantes huellas autobiográficas.

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A poco de llegar a la ciudad, y cuando ya empezaba a hacerse una más que regular clientela y a adquirir renombre de médico serio, cuidadoso, solícito y afortunado, publicó en un semanario de la localidad su primer cuento, un cuento entre fantástico y humorístico, sin descripciones y sin moraleja. A los dos días le encontré muy contrariado, y al preguntarle lo que le pasaba estalló y me dijo:

– ¿Pero cree usted que voy a poder resistir mucho tiempo la presión abrumadora de la tontería ambiente? ¡Lo mismo que en mi pueblo, lo mismito! Y lo mismo que allí, acabaré por cobrar fama de raro y loco, yo, que soy un portento de cordura, y me irán dejando mis clientes, y perderé la parroquia, y vendrán días de miseria, desesperación, asco y cólera, y tendré que emigrar de aquí como tuve que emigrar de mi propio pueblo.

– ¿Pero qué le ha pasado? -le pregunté.

– ¿Qué me ha pasado? Que son ya cinco las personas que se me han acercado a preguntarme qué es lo que me proponía al escribir el cuento ese, y qué quiero decir en él y cuál es su alcance. ¡Estúpidos, estúpidos y más que estúpidos! Son peores que los chiquillos que rompen los muñecos para ver qué tienen dentro. Este pueblo no tiene redención, amigo; está irremisiblemente condenado a seriedad y tontería, que son hermanas mellizas. Aquí todos tienen alma de dómine; no comprenden que se escriba sino para probar algo o defender o atacar alguna tesis, o con segunda intención. A uno de esos memos que me preguntó por el alcance de mi cuento le repliqué: "¿Le divirtió a usted?" y como me dijera: "Hombre, como divertirme, sí me divirtió; la cosa no deja de tener gracia; pero…" Al llegar al pero le dejé con él en la boca, dándole las espaldas. Para ese mamarracho no basta tener gracia. ¡Almas de dómines! ¡Almas de dómines!

– Pero… -me atreví a empezar.

– Hombre, no me venga usted también con peros -me atajó-; déjese de eso. La roña infecciosa de nuestra literatura española es el didactismo; por dondequiera el sermón, y el sermón malo; todo cristo se mete aquí a dar consejos y los da con cara de corcho. Una vez cogí la Ep í stola moral a Fabio y no pude pasar de los tres primeros versos: se me atragantó. Esta casta carece de imaginación, y por eso sus locuras todas acaban en tontería. Es una casta ostruna, no le dé usted vueltas, ostruna, ostras, ostras y nada más que ostras. Todo sabe aquí a tierra. Vivo entre tubérculos humanos; no salen de tierra.

No escarmentó, sin embargo, y volvió a publicar otro cuento más fantástico y más humorístico que el primero. Y recuerdo que me habló de él Fernández Gómez, cliente del doctor.

– Pues señor -me decía el bueno de Fernández Gómez-, ¿no sé qué hacer después de estos escritos de mi doctor?

– ¿Y por qué?

– Porque me parece peligroso ponerme en manos de un hombre que escribe cosas semejantes.

– ¿Pero a usted le cura bien?

– ¡Oh, eso sí, no tengo la menor queja! Desde que me puse en sus manos, voy a su consulta y sigo sus prescripciones, me va mucho mejor y noto de día en día que voy mejorando; pero… esos escritos… ese hombre no debe andar bien de la cabeza… eso es una olla de grillos…

– No haga usted caso, don Servando; yo le trato mucho, como usted sabe, y nada he observado en él. Es un hombre muy razonable.

– El caso es que sí, cuando se le habla responde de acorde y todo lo que dice es muy sensato; pero…

– Mire usted, yo prefiero que me opere bien, con ojo y pulso seguros, un hombre que diga locuras (y éste no las dice), a no que un señor muy sesudo, soltando sensateces como puños de Pero Grullo, me descoyunte y destroce el cuerpo.

– Así será…, así será…, pero…

Al día siguiente le pregunté al doctor Montarco por Fernández Gómez, y me contestó:

– ¡Tonto constitucional!

– ¿Y qué es eso?

– Tonto por constitución fisiológica, a nativitate, irremediable.

– Yo le llamaría a eso tonto absoluto.

– Tal vez… porque aquí lo constitucional y lo absoluto se confunden; no es como en política…

– Dice que la cabeza de usted debe ser una olla de grillos…

– Y la suya y la de sus congéneres, ollas de cucarachas, que son grillos mudos. Al fin los míos cantan, o chirrían, o lo que sea.

Algún tiempo después publicó el doctor su tercer relato, éste ya agresivo y lleno de ironías, burlas e invectivas mal veladas.

– Yo no sé si le conviene a usted publicar esas cosas -le dije.

– ¡Oh, sí!, necesito echarlas fuera; si no escribiera esas atrocidades acabaría por hacerlas. Yo sé lo que me hago.

– Hay quien dice que no sientan bien a un hombre de su edad, de su posición, de su profesión… -le dije por tentarle.

Y en efecto saltó y exclamó Lo dicho lo dicho se lo tengo a usted dicho - фото 6

Y, en efecto, saltó y exclamó:

– Lo dicho, lo dicho, se lo tengo a usted dicho mil veces: tendré que irme, loco, a morirme de hambre. ¡Mi posición! ¿A qué llamarán posición esos porros? Créame: no saldremos en España de unos marroquíes empastados, y mal empastados, pues estaríamos mejor en rústica; no saldremos de eso mientras no entremos porque el Presidente del Consejo de Ministros escriba y publique un tomo de epigramas o de cuentos para los niños o un sainete mientras es Presidente. Arriesga con eso su prestigio, dicen. Y con lo otro arriesgamos nuestro progreso. ¡Qué estúpidamente graves somos!

Y así, arrastrado por un fatal instinto, se puso el doctor Montarco a luchar con el espíritu público de la ciudad en que vivía y trabajaba. Esforzábase cada vez más por ser concienzudo y exacto en el cumplimiento de sus deberes profesionales, cívicos y domésticos; ponía un exquisito cuidado en atender a sus clientes estudiándoles las dolencias; recibía afablemente a todo el mundo; con nadie era grosero; hablaba a cada cual de lo que podía interesarle, procurando darle gusto, y en su vida privada continuaba siendo el marido y el padre ejemplar. Pero cada vez eran sus cuentos, relatos y fantasías más extravagantes, según se decía, y más fuera de lo corriente y vulgar. Y la clientela se le iba retirando y haciendo el vacío en su derredor. Con esto su irritación mal contenida iba en aumento.

Y no fue esto lo peor, sino que empezó a tomar cuerpo e ir hinchándose y redundando un rumor maligno, y fue la acusación de soberbia. Sin motivo alguno que lo justificara empezó a susurrarse que el doctor Montarco era un espíritu soberbio, un hombre lleno de sí mismo, que se tenía por un genio y a los demás los tenía por pobres diablos incapaces de comprenderle por entero. Se lo dije, y en vez de estallar en una de aquellas sus acostumbradas diatribas, como yo esperaba, me contestó con calma:

– ¿Soberbio yo? Sólo los tontos son de veras soberbios, y francamente, no me tengo por tonto; no llega mi tontería a tanto. ¿Soberbio? ¡Si pudiésemos asomarnos los unos al brocal de la conciencia de los otros y verles el fondo! Sí sé que me tienen por desdeñoso de los demás, pero se equivocan. Es que no los tengo por aquello en que se tienen ellos mismos. Y además, si entrara en descubrirle más por dentro mi corazón, ¿qué es eso de soberbia y empeño de prepotencia y otros estribillos así? ¡No, amigo mío, no!, el hombre que trata de sobreponerse a los demás es que busca salvarse; el que procura hundir en el olvido los nombres ajenos es que quiere se conserve el suyo en la memoria de las gentes, porque usted sabe que la posteridad tiene un cedazo muy cerrado. ¿Usted se ha fijado en un mosquero alguna vez?

– ¿Qué es eso? -le pregunté.

– Una de esas botellas con agua dispuestas para cazar moscas. Las pobres tratan de salvarse, y como para ello no hay más remedio que encaramarse sobre otras y así navegar sobre un cadáver en aquellas estancadas aguas de muerte, es una lucha feroz a cuál se sobrepone a las demás. Lo que menos piensan es en hundir a la otra, sino en sobrenadar ellas. Y así es la lucha por la fama mil veces más terrible que la lucha por el pan.

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