Miguel de Unamuno - Cuentos de mí mismo

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Tanta insistencia se ha puesto en ponderar la calidad de los ensayos y novelas de Unamuno, que se ha olvidado el tesoro literario de sus cuentos, merecedores de un lugar destacado en el estudio de su obra. Su valor se incrementa cuando comprobamos que fueron raíz de lo `nivolesco` y que don Miguel veía en el género la itineración hacia atrás de la vida, un corte más profundo en lo vivido y, por ende, la forma protoliteraria que recoge las resonancias más arcanas de la psique humana.
A través de estas narraciones, de estos Cuentos de mí mismo, llega a nosotros el eco inquietante de don Miguel de Unamuno, de una personalidad escéptica, agónica y polémica que reitera en todas y cada una de sus criaturas de ficción y harán las delicias de los lectores. De aquí que estos Cuentos de mí mismo lleguen a lo más alto o más hondo, con abundantes huellas autobiográficas.

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– ¡Un favor a los jebos!

¡Así pagan en el mundo los pecadores por los justos!

Desembocaron al camino real. Volvían de misa las aldeanas con la mantilla en la mano. Quiso Pachi hacer una fiesta a una, que pasaba, de carota de pastel, pero se encontró con un moquete, que le puso el hocico más rojo que el que llevaba el tintinábulo en la procesión del Corpus, mientras oía:

– ¿Qué se cree usted?

– ¡Anda, anda con la nescatilla !

Los ancianos saludaban, dando los buenos días; los jóvenes se van civilizando a la inglesa.

El chorierrico o aldeano de Asúa es un buen pájaro, del tamaño de un hombre; lleva las patas abigarradas de retazos azules; cresta azul, y azul, por lo general el cuerpo; trepa como un garrapo la cucaña; canta poco y siempre a tiempo; pide lluvia metido en fango; baja a Bilbao a picotear y llevarse pajitas para su nido y grano para sus polluelos, y por ser celoso, de sobra, de su derecho, queda a las veces desplumado por algún milano, agachapado en el Código. Teme al chimbo bilbaíno, que se burla de él, le pisotea las sementeras y le manosea la hembra.

Llegaron a la taberna, que, según el amo de ella, otra mejor no la hay en todo Vizcaya. Junto a ella, el juego de bolos. Subieron por la cuadra a un caserón de aldea, de techo ahumado. Allí encontraron la flor y nata de la chimbería: Santi, el Silbante, llamado así por su exiguo cuerpecillo; el imponderable Chomín, Tripazabal, Juanito y Dioni. En resolución, que había merluza… y lo demás se arreglaría pronto.

Se acomodaron en un cuarto, con una ventana sin cristales, con enorme cama, en cuya cabecera no faltaba la indispensable agua-benditera, sobre un retazo de pared empapelado; una mesa ancha y dos largos bancos.

Santi, antes de sentarse, sacudió el banco, a ver si estaba firme.

– Eres de la condisión de la epecha, el pájaro más chirripito y cacanarru, que nunca se pone en una rama sin sacudir, pa ver si le sostiene…

– ¡Cállate ahí!… ¡Enterao estás! Con que el más chirripito, ¿eh? ¿El más chirripito? ¿Y dónde dejas al chío y al tarín?…

– ¡Bah! ¡Ya remanesió tu siensia!…

Cada cual sacó de su burjaca el botín de campaña.

Allí toda la numerosa clase de los vivarachos chimbos de mora, hermanos del ruiseñor; cenicientos chimbos de higuera, de cabecita fina, ancas azuladas y mantecosa pancilla; rojizos chimbos de maizal; algún raro chimbo de cabeza negra, enteco, como el silbante; otros, cenicientos de cola roja, mosqueros; coliblancos, rechonchos y plumosos, y, entre todos, luciendo su aristocrática supremacía, el pintado hormiguero de Pachi.

– ¡Míate, míate! ¡Como buebos!

– ¿A ver?… ¡Deja, hombre, que les atoque tan siquiera!

– ¿No oyes que como buebos?

– ¡Un tordo!

El tordo es, como la malviz, el ideal del chimbero. Pues qué, ¿se sostendría sin ideal la chimbería?

– ¡No me ha amolao poco!… Lo que menos tres veses le he apuntao, y él se guillaba disiendo: "¡Cho!, ¡cho!, ¡cho!", que en vascuence quiere desir: "¡Chafarse!"

También salió un martinete pintado, con el color apagado ya.

Empezaron a desplumar los pajaritos, que quedaban desnudos, blancos, con la redonda cabecita colgada del delgado cuello, entornados los diminutos párpados.

– ¡Pobres pajaritos!… ¡Iñusentes!

Hay ternura en el corazón del chimbero, que una cosa es la lucha por el ideal y otra el corazón, y, sobre todo, ¿para quién hizo Dios al mundo?

Llovía a jarros, y esperaban su pitanza los chimberos chimbos.

Chimbos nos llaman a los bilbaínos, y lo somos: silbantes unos, colirrojos otros, otros coliblancos, de zarzal y hasta hormigueros. El chimbo bilbaíno pía y picotea y procura echar mantecasas bajo el pulmón. Tiene su nido en el bocho; canta siempre, y busca para él pajitas y aparta grano. ¡Aire y libertad y alas para volar! Aquellos mismos chimberos chimbos, un año más tarde, respondían con alegre ¡pío!, ¡pío!, con canciones frescas y chillonas al estampido de las grandes escopetas de los chimberos jebos.

Seguía lloviendo a jarros. Los hombres se impacientaban; daban patadas al suelo. Uno andaba por la ahumada cocina, haciendo fiestas a la criada.

El cuarto vecino tenía entornada pudorosamente la puerta. Era el Ayuntamiento, que celebraba sesión con comilona.

En éstas y las otras, se anunció la comida. Santi, devoto conservador de las tradiciones chimberiles, se quitó el sombrero y se ciñó a la cabeza el pañuelo, según era uso y costumbre en los heroicos tiempos de la chimbería.

Espárragos riquísimos; una cazuela con patatas y bazofia; carne llena de gordo y piltrafas; pollo en salsa, y merluza nadando en un mar de aceite.

Se daban todos tal prisa en comer, que el buen Pachi tuvo que coger un mendrugo y clavarlo en el cazolón, exclamando con voz solemne:

– ¡Mojón!

Santa palabra. Dejaron todos sus tenedores, y él:

– Dejeméis mascar tan siquiera; dejeméis mascar.

Llegaron los chimbos, tan gustosos para roer, negritos ya, y los chimberos se chupaban los dedos.

Se armó la gran discusión a cuenta de si el rito de la limonada pide sarbitos o merluza en salsa; luego se discutió si es o no de trampa el pantalón del torero; luego la diferencia que hay entre chanela y chalupa. A todo esto, Tripazábal metía más bulla que un picharchar, y todo para nada.

Rodando la conversación, se vino a dar en el melancólico tema de "¡Cómo pasan los años, oh póstumo! ¡Oh témpora, oh mores!"

Santi, el Silbante, era romántico hasta dejarlo de sobra. Se echó sobre el camón y, mirando al techo, endilgó esta elegía:

– Ahora… ¿Ahora? Estos de ahora no sirven pa nada… ¡Nosotros sí que teníamos arloterías entonses! Ahora son todos unos sensumbacos iñusentes, que andan faroleando en l'Arenal detrás de las chicas… ¡Ah, las cosas que me alcuerdo! Ayer le busqué sin querer a Totolo en cal Correo, y no hisimos pocas risas, habla que habla d'eso… Un día el chinel llevarme quiso abajo San Antón… Yo corre que te corre, que ni Pataslargas me cogería, y el chinel por detrás… ¡No tenía mal alcuerdo! Yo, sin mirar, ¡pum!, de un bulsiscón, un chenche al suelo; luego, me tropesé en un trunchu de chana, y ¡sas!, de bruses contra un orinadero… ¡De por poco me apurrucho la pavía! Estaba el suelo mojao y resbaliso, como si te seria un sirinsirin, porque había llovido sirimiri y se había hecho barro de bustina… El chinel m'enganchó y abajo San Antón, porque le hise un chinchón a una señora… ¡Qué risas te hisimos aquel día! ¡Y cada reganchada le di al chinel!…

– Yo que tú, de un corpadón le mando a Flandes…

– ¡Entonses, entonses! ¿Ahora?

– ¡Ahora saben más!

– Mejor nosotros. ¡Iñusentes, iñusentes! Hablábamos de las cosas que son pecau, y de las que no son pecau; íbamos and'el maestro a preguntarle si era pecau desir concho y otras cochinadas, fumar en la portalada y seguir a las chicas… ¿Hoy? ¿Hoy? Hasta los chenches chirripitos que andan en l'alda del aña y van alepo tienen novia, y fuman, y disen concho… y se visten en Carnaval de batos barragarris… ¿Cuándo les ves holgar a toritos? ¿Cuándo oyes en la calle: "¡Qué sale el toro Cucaña!"? ¿Cuándo les vez hacer jirivueltas?… Te digo que esto va mal: quitarán el sirinsirin de San Nicolás, quitarán los gigantes, quitarán todo…

Una inmensa tristeza cayó sobre todos: la inmensa tristeza de la digestión penosa.

En el silencio del cuarto empezó uno a cantar, y le siguieron todos. El canto salía vibrante y se tendía por el valle, perdiéndose en él sus ecos apagados.

Envuelto en los vivos gorjeos del zortzico de Bilbao, le subía del estómago repleto una enorme ternura a la tacita de plata, acurrucada en su bocho.

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