Javier Sierra - La cena secreta

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Fray Agustín Leyre, inquisidor dominico experto en la interpretación de mensajes cifrados, es enviado a toda prisa a Milán para supervisar los trazos finales que el maestro Leonardo da Vinci está dando a La Última Cena. La culpa la tiene una serie de cartas anónimas recibidas en la corte papal de Alejandro VI, en las que se denuncia que Da Vinci no sólo ha pintado a los Doce sin su preceptivo halo de santidad, sino que el propio artista se ha retratado en la sagrada escena, dando la espalda a Jesucristo.

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– No seré yo quien aclare vuestras dudas -dijo con serenidad, sin atreverse a dar la cara a la voz.

– Es una lástima. Una verdadera lástima. ¿No os dais cuenta de que Leonardo os ha traicionado pintando esta nueva versión de la Maesta Si os fijáis bien en la tabla que tenéis delante, los dos niños son ya claramente discernibles el uno del otro. El que está junto a la Virgen es san Juan. Lleva su cruz de pie largo y reza mientras recibe la bendición del otro niño: Cristo. Uriel ya no señala con el dedo a nadie, y queda bien claro al fin quién es el Mesías esperado.

¿Traicionado?

¿Era posible que el maestro Leonardo hubiera dado la espalda a sus hermanos?

El peregrino volvió a alargar su mano hacia el lienzo. Había llegado allí amparado por la muchedumbre que recalaba en Milán para asistir a los funerales por donna Beatrice d'Este, su protectora. ¿También ella los había vendido? ¿Era posible que todo aquello por lo que tanto habían luchado se desmoronara ahora?

– En realidad, no necesito que me aclaréis nada -prosiguió la voz desafiante-. Sabemos ya quién inspiró a Leonardo esta maldad, y gracias al Padre Eterno ese miserable yace ya bajo tierra desde hace tiempo. No lo dudéis: Dios castigará a fray Amadeo de Portugal y su Apocalipsis Nova como debe. Y con él, su ideal de la Virgen entendida no como madre de Cristo, sino como símbolo de la sabiduría.

– Y sin embargo es un hermoso símbolo -protestó-. Un ideal compartido por muchos. ¿O es que pensáis condenar a todos aquellos que pinten a la Virgen con el niño Jesús y el niño Juan?

– Si inducen a confusión en las almas de los creyentes, sí.

– ¿Y de veras creéis que os dejarán acercaros siquiera al maestro Leonardo, a sus discípulos o al pintor de Luino?

– ¿A Bernardino de Lupino? ¿A aquel al que también llaman Lovinus o Luini?

– ¿Lo conocéis?

– Conozco sus obras. Es un joven imitador de Leonardo que por lo visto comete sus mismos errores. No lo dudéis: también él caerá.

– ¿Qué pensáis hacer? ¿Matarlo?

El peregrino notó que algo iba mal. Un roce metálico, como el que haría una espada al salir de su vaina, sonó a sus espaldas. Sus votos le impedían llevar armas, así que elevó una plegaria hacia la falsa Maestá, pidiendo su consuelo. -¿También acabaréis conmigo?

– El Agorero acabará con los imprudentes.

– ¿El Agorero…?

No terminó de formular su pregunta cuando una extraña convulsión agitó sus entrañas. La afilada hoja de un enorme sable de acero perforó su espalda. El peregrino dejó escapar un estertor terrible. Un palmo de metal le partió en dos el corazón. Fue una sensación aguda, fugaz como un relámpago, que le hizo abrir los ojos de puro terror. El falso vagabundo no sintió dolor, sino frío. Un gélido abrazo que lo hizo tambalearse sobre el altar y caer sobre sus rodillas amoratadas.

Fue la única vez que vio a su agresor.

El Agorero era una sombra corpulenta, de carbón, sin expresión en el rostro. Comenzaba a anochecer en la iglesia. Todo se tornaba oscuro. Incluso el tiempo comenzó a ralentizarse de un modo extraño. Al tocar el pavimento del altar, el hatillo que el peregrino llevaba anudado al hombro se deshizo, dejando caer un par de piezas de pan y un mazo de cartones con curiosas efigies estampadas. La primera correspondía a una mujer con el hábito de san Francisco, una corona triple sobre la cabeza, una cruz como la de Juan en su mano derecha y un libro cerrado en la izquierda.

– ¡Maldito hereje! -masculló el Agorero al ver aquello.

El peregrino le devolvió una sonrisa cínica, mientras veía cómo el Agorero tomaba aquel naipe y mojaba una pluma en su sangre para anotar algo en el reverso.

– Jamás… abriréis… el libro de la sacerdotisa.

Desde aquella posición contrahecha, con el corazón bombeando sangre a borbotones contra el enlosado, acertó a vislumbrar algo que le había pasado desapercibido hasta ese momento: aunque Uriel no señalaba ya a Juan el Bautista como en la verdadera Opus Magna, su mirada entreabierta lo decía todo. La «llama de Dios», con los ojos entornados, seguía apuntando al sabio del Jordán como al único salvador del mundo.

Leonardo -se consoló antes de sumirse en la oscuridad eterna- no los había traicionado después de todo. El Agorero había mentido.

16.

Aguardamos a las primeras luces del sábado 14 de enero para abandonar el interior del convento y recorrer con tranquilidad el frontis enladrillado de Santa Maria delle Grazie. Fray Alessandro, que había demostrado tener cierta astucia natural para los acertijos, estaba otra vez exultante. Era como si las heladas que horas antes petrificaban aquella parte de la ciudad no fueran con él. A las seis y media, justo después de los oficios, el bibliotecario y yo estábamos preparados para salir a la calle. Iba a ser una operación sencilla, que nos llevaría poco más de dos minutos y que, sin embargo, me turbaba profundamente.

Fray Alessandro lo notó, y aun así decidió callar.

No ignoraba que fuera cual fuese la «cifra del nombre» que obtuviéramos contando los óculos de la fachada, seguiríamos sin haber resuelto el problema. Tendríamos un número; quizá el del valor del nombre de nuestro anónimo informante, aunque no podíamos estar seguros de ello. ¿Y si se trataba de la cifra total de las letras de su apellido? ¿O su número de celda? ¿O…?

– He olvidado deciros algo -me interrumpió al fin.

– ¿De qué se trata, hermano?

– Es algo que tal vez os alivie: cuando tengamos ese bendito número, todavía quedará mucho trabajo por hacer si queremos llegar al fondo de su acertijo.

– Es cierto.

– Pues bien, debéis saber que Santa Maria acoge a la comunidad de frailes más avezada en resolver adivinanzas de toda Italia.

Sonreí. El bibliotecario, como tantos otros siervos de Dios, jamás había oído hablar de Betania. Era mejor así. Pero fray Alessandro insistió en explicarme las razones de su orgullosa sentencia: me aseguró que el pasatiempo favorito de aquella treintena de dominicos de élite era, precisamente, el resolver jeroglíficos. Los había bastante diestros en ese arte, e incluso no pocos disfrutaban creándolos para los demás.

– Los bosques paren hijos que después los destruyen. ¿Qué son? -enunció cantarín, ante mi inapetencia para sumar juegos a nuestra misión-. ¡Los mangos de las hachas!

Fray Alessandro no fue parco en detalles. De todo lo que me dijo, lo que más llamó mi atención fue saber que el uso de enigmas en Santa Maria no era sólo recreativo. A menudo, los frailes los empleaban en sus sermones, convirtiéndolos en instrumentos para adoctrinar. Si lo que aquel fraile decía no era una exageración, sus muros albergaban el mayor campo de adiestramiento de creadores de enigmas de la cristiandad, aparte de Betania. Por esa razón, si el Agorero había salido de algún sitio, ése era el lugar perfecto.

– Hacedme caso, padre Leyre -el bibliotecario se adelantó a mis cábalas-: cuando tengáis el número y no sepáis qué hacer con él, consultad a cualquiera de nuestros hermanos. Quien menos penséis tendrá una solución para vos.

– ¿A cualquiera, decís?

El bibliotecario torció el gesto.

– ¡Pues claro! ¡A cualquiera! Seguro que quien haga el turno en las cuadras sabe más de adivinanzas que un romano como vos. ¡Preguntad sin miedo al prior, al padre cocinero, a los responsables de la despensa, a los copistas, a todos! Eso sí, cuidad de que no os oigan demasiado y os amonesten por romper el voto de silencio que todo monje debe respetar. Y diciendo esto, retiró la tranca que bloqueaba el acceso principal del convento.

Una pequeña avalancha de nieve cayó del tejado, estrellándose con estruendo sordo a nuestros pies. Si he de ser sincero, no esperaba que algo tan banal como recorrer la fachada de una iglesia al alba resultara un ejercicio delicado. El intenso frío de la madrugada había convertido la nieve en una peligrosa pista de hielo. Todo estaba blanco, desierto y envuelto en un silencio que intimidaba. La sola idea de arrimarse al muro de ladrillo del maestro Solari y bordear la valla que circundaba el tercer claustro, habría asustado al más valiente: un resbalón a destiempo podría desnucarnos o dejarnos cojos para el resto de nuestros días. Y eso por no hablar de lo difícil que sería explicar a los frailes qué hacíamos a esas horas lejos de nuestras oraciones, jugándonos la vida extramuros del convento.

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