Julia Navarro - La Sangre De Los Inocentes

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Algún día alguien vengará la sangre de los inocentes…
Soy espía y tengo miedo. Así empieza la crónica que escribe Fray Julián, notario de la inquisición, cuando recibe la misión de relatar los enfrentamientos acaecidos en Montsegur (Francia) a mediados del siglo XIII. Las luchas de poder entre los cátaros y el control que, en nombre de la fe, lleva la inquisición, propiciarán que la crónica del fraile sea un valioso tesoro a descubrir. Su última frase – algún día, alguien vengará la sangre de los inocentes – se convertirá en un enigma a descifrar de generación en generación. Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, Ferdinand verá con sus propios ojos como el mundo se desintegra. Tiempo después, a principios del siglo XXI, Raimón de la Pallisiére, hijo del aristócrata francés, recurrirá a El Facilitador, un hombre que desde la sombra maneja los hilos de poder, para un único fin: cumplir la sed de venganza por tanta sangre derramada a lo largo de la Historia.

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Naturalmente la policía había abierto la caja y encontró un sinfín de papeles y libretas que para ellos no tenían ningún sentido. En ellas, con letra apretada, Ferdinand había ido escribiendo el libro sobre fray Julián, pero también reflexiones más personales sobre el conde y sus amigos. Además de los papeles, había una carta cerrada y lacrada también para Ignacio.

Encima de la mesa del despacho habían encontrado también otra carta dirigida a una dirección en Berlín a nombre de una mujer: Inge Schmmid, con la que la universidad se había puesto en contacto. La policía también mostró interés en hablar con la señora Schmmid.

La carta a la señora Schmmid no parecía contener nada relevante, excepto que le indicaba la dirección y el teléfono de un notario de París con el que ella debía ponerse en contacto de inmediato. Le daba las gracias por haberle ayudado a mantenerse en pie en los momentos más difíciles de su vida y le instaba a buscar la felicidad.

– A esta señora la ha hecho heredera de sus bienes materiales: el piso de la rue Foucault donde vivía, el coche y todos sus ahorros. Un buen pellizco… -les contaba uno de los policías.

En cuanto a la carta para el sacerdote, la policía no terminaba de entender si había alguna clave relevante; por eso habían insistido en verle, ya que, decían, no se habían atrevido a abrirla, algo de lo que Ignacio dudaba a pesar de que parecía tener el lacre intacto.

– Les aseguro que no sabía que el profesor Arnaud iba a decidir entregarme precisamente a mí sus papeles más preciados -aseguraba Ignacio.

– ¿Eran muy amigos? -preguntó uno de los policías.

– ¡Apenas se conocían! -afirmó el padre Nevers, aunque la pregunta no se la habían hecho a él.

– Era una persona muy especial para mí, más que un amigo. En cuanto a por qué me eligió para que tuviera sus papeles, no lo sé; puede que se fiara de mí, que supiera…

– Que supiera… ¿qué? -preguntó el policía.

– Que voy a necesitar estos papeles en el futuro, que aquí pueden estar las claves de lo que pueda suceder.

– Pero ¿a qué se refiere usted? ¿Qué puede suceder que tenga que ver con esa crónica medieval? -terció el otro policía, hastiado de aquella conversación que se le antojaba inútil.

– Verán, no puedo decirles lo que no sé. Sólo que me siento muy honrado porque el profesor Arnaud me haya legado sus papeles.

– Preparó esta caja el día antes de morir… Sin embargo, la autopsia revela que murió por causas naturales, un infarto. Por eso no entendemos estas dos cartas de despedida.

– Ya estaba muerto -afirmó Ignacio, ante el estupor de los policías y del padre Nevers.

– ¿Cómo dice? -preguntó uno de los policías.

– Que estaba muerto, había dejado de vivir aunque continuara respirando. Murió el mismo día en que enterró a su hijo David.

– ¡Pero, Ignacio! ¿Cómo puedes decir eso? -protestó el padre Nevers.

– Es la verdad, se puede estar muerto en vida. Yo no lo sabía, lo he sabido después, la última vez que vi al profesor Arnaud. Sólo esperaba que se le parara el corazón, y era cuestión de días.

– ¡Qué cosas dices!

Ignacio no quería quedarse mucho tiempo en París, pero sentía curiosidad por conocer a esa frau Schmmid de la que nunca había oído hablar. Por eso les preguntó a los policías si seguía en París.

– Sí, tiene que arreglar los papeles de la herencia. Se aloja en el hotel Sena, en la orilla izquierda. Es un hotel pequeño y modesto, cerca de Saint-Michel.

El padre Nevers frunció el ceño al ver que la intención de Ignacio era ir a ver a la desconocida mujer.

– Pero ¿por qué quieres conocerla? ¿Qué más te da quién sea? Ni a ti, ni a nosotros nos concierne la vida del profesor Arnaud.

– Tiene razón, padre, pero siento la necesidad de conocerla; puede que ella sepa por qué el profesor Arnaud ha decidido legarme sus papeles.

– Tienes la carta del profesor Arnaud; seguramente en ella te explica el porqué de su decisión.

Pero Ignacio no se dejó convencer por el padre Nevers. -No se preocupe usted por mí. Regresaré por mis propios medios.

– ¡Pero si ni siquiera sabes si esa señora está en el hotel! Ignacio no replicó; se bajó del coche y, sonriendo, se despidió de él.

– Ya le llamaré, padre, no me iré sin despedirme de usted.

El recepcionista del hotel le miró con curiosidad. No era habitual ver a un cura en aquel lugar. Y se sorprendió más cuando preguntó por la señora Schmmid.

– Tiene usted suerte, porque salió esta mañana temprano y acaba de regresar no hace ni cinco minutos. Siéntese en aquella silla, la avisaré.

Inge no tardó ni dos minutos en bajar a la recepción y se dirigió hacia Ignacio con la inquietud reflejada en el rostro. ¿Qué podía querer un sacerdote de ella?

– Buenas tardes, ¿qué desea?

A él le asombró cómo era ella. Pensó que andaría por los treinta, pero las arrugas alrededor de los ojos y el rictus de los labios eran huellas claras de alguien que había vivido y sufrido.

– Perdone que la moleste, señora Schmmid, me llamo Ignacio Aguirre.

Su nombre a ella no le decía nada. Nunca había oído hablar de él.

Él le explicó quién era, y ella le escuchó sin decir palabra ni mostrar tampoco curiosidad.

– ¿Conocía desde hace mucho tiempo al profesor Arnaud? -se atrevió Ignacio a preguntar a aquella mujer de gesto inescrutable.

– Sí, nos conocimos hace tiempo.

Ignacio se impacientó; ella no parecía dispuesta a darle ninguna explicación.

– Siento importunarla, pero… en fin, me gustaría saber algo más del profesor Arnaud; me he encontrado con un legado que no esperaba y no sé por qué. Si he querido conocerla es porque sé que usted es la persona a la que ha dejado cuanto tenía. Por favor, ¿podríamos ir a algún sitio a tomar un café y hablar?

Inge dudó unos segundos; luego clavó su mirada directa y franca en los ojos de Ignacio.

– Si quiere, podemos ir a tomar un café y hablar, pero no creo que yo pueda despejar sus dudas. Nunca me habló de usted, no tenía por qué hacerlo.

Salieron del hotel y caminaron hasta llegar a un café con una terraza cubierta por cristales. Instintivamente Ignacio buscó un rincón apartado donde no les molestaran.

Inge pidió té y él café, y aguardaron hasta que el camarero se lo trajo para comenzar a hablar.

– No sé por qué el profesor Arnaud decidió dejarle sus papeles; lo siento, no tengo esa respuesta, que es la única que usted necesita.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio al profesor Arnaud? -quiso saber Ignacio.

– En el entierro de su hijo, en Palestina. Nos despedimos en el aeropuerto; él regresaba a París y yo a Berlín. Estaba destrozado. Para él la vida se había acabado en el instante en que enterraron a David.

– Yo estaba con él cuando le dieron la noticia de que su hijo estaba malherido. Yo le acompañé al castillo d'Amis; estuvimos apenas dos días, y al regreso estaba el padre del señor Arnaud en la estación esperándole para explicarle lo sucedido.

– Supongo que fue un momento terrible para él. ¿Y cuándo le volvió a ver?

– Hace ya algún tiempo. Fui a París para hablar con él, yo tenía que regresar al castillo.

– Y quería que él le acompañara, ¿no?

– Me habría gustado, sí, pero sobre todo fui a verle porque necesitaba decirle que sentía lo de su hijo. Le había mandado una carta de pésame pero no había tenido ninguna respuesta.

– ¿Por qué le importaba tanto el profesor?

Ignacio se había hecho esa pregunta en repetidas ocasiones y aún no había encontrado la respuesta.

– No lo sé; quizá fue la conversación que mantuvimos en el tren a propósito de Dios, de la Iglesia… Me impresionó. Pensé que para declararse agnóstico demostraba una envidiable fe en Dios y en la Iglesia. Me sorprendió, y me hubiera gustado proseguir aquella conversación.

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